Atrapados en el ascensor

—Déme la mano.
—¿Para qué?
—Así lo saco.
—¿Y usted quién es?
—Vengo a rescatarlo.
—No le pregunté a qué viene, le pregunté quién es.
—¿Importa?
—Claro que importa. ¿Cómo me voy a dejar llevar por cualquiera?
—Bueno. Soy Ignacio Cossi.
—¿Y qué me importa su nombre? Yo quiero saber quién es.
—Soy el rescatista que viene a rescatarlo, señor. Ahora, déme la mano.
—Espere un momento. ¿Cómo sé que puedo confiar en usted?
—Me parece que no tiene más remedio que confiar.
—Puedo quedarme en este ascensor hasta que aparezca alguien confiable. No tengo apuro. Prefiero llegar tarde, pero llegar.
—Pero señor, déme la mano y lo saco. No tiene por qué desconfiar. Es mi trabajo.
—¿Y cómo sé si usted es bueno en su trabajo? Puede ser un inútil más.
—No es muy difícil. Yo estoy arriba, usted abajo. Si me da la mano, yo tiro y los dos nos vamos.
—Eso es lo que me parecía: lo que usted quiere es irse. Váyase, yo voy a esperar a alguien que sí tenga ganas de rescatarme.
—¿Usted no tiene ganas de irse?
—¿Qué pregunta es esa? Claro que tengo ganas. Pero eso no significa que vaya a aceptar cualquier cosa. Faltaba más.
—No lo puedo dejar acá. El reglamento impide que abandone a quien estoy rescatando. Me va a tener que dar la mano.
—¿Ah, sí? Espere sentado. No le doy nada. Vaya y traiga a alguien calificado.
—¡Yo estoy calificado, señor!
—Bueno, me muestra el certificado que así lo acredita y levanto las manos.
—Acá tiene el carnet.
—¡Cualquiera puede imprimirse un carnet! Con menos que un analítico legalizado no me muevo. Si no, ¿cómo sé que usted es personal idóneo? Acá dice que tengo que esperar al personal idóneo.
—OK, ahora se lo traigo.
El rescatista va a la oficina, trae un papel y se lo alcanza a la víctima. Cuando el señor atrapado estira los brazos para recibir el certificado, el rescatista lo toma de las manos y lo saca del ascensor, ante las airadas protestas del ciudadano rescatado.
—Lo cagué.
—Gracias.