Bandera roja

Ella esperaba en la esquina que el semáforo se pusiera rojo. El caudal de tránsito de la avenida le aseguraba público. Cuando llegaba su turno, se colocaba en el centro de la senda peatonal, mirando hacia el tránsito, y empezaba a hacer bailar sus dos banderas rojas.
Su gran habilidad permitía un despliegue vivo de formas efímeras. Una sucesión de ilusiones ópticas. Las banderas se cruzaban, cambiaban de mano, flameaban, formaban estelas de color. El viento, al soplar, modificaba el recorrido de la tela de forma tal que no había dos espectáculos iguales.
Ella daba por terminado el show poco antes de que el semáforo cortara. Ya sabía el tiempo. Luego pedía una colaboración a los espectadores. Algunos le daban, otros no. A ella no le importaba. Lo que quería era desplegar su habilidad, su arte. Sacarlo a la calle.
Un día, entre todos los camiones que circulaban por la avenida, se detuvo en el semáforo uno que transportaba ganado. El conductor estaba ansioso. Tocaba bocina no para que ella se corriera, sino para expresar su desagrado ante la necesidad de detenerse en el semáforo. Cuando escuchaban la bocina, las vacas acompañaban con mugidos.
Pero una de las vacas, que en realidad era un toro, esa vez no dijo nada. Se quedó mirando las ondas que producía la artista callejera con las banderas rojas. Estaba estupefacto. Cuando terminó, no pudo aplaudir ni darle una moneda, pero se la quedó mirando, esperando más. El camión arrancó poco después. El toro seguía mirándola. Veía cómo se alejaba.
Hasta que tomó la decisión de no dejarse ir. Sacó del paso a las otras vacas, e irrumpió sobre la puerta del camión. Con su gran fuerza, agujereó la carrocería, atravesó el hueco y corrió hacia las banderas rojas.
La artista tuvo algo de miedo al verlo correr, pero no huyó. El instinto la llevó a atraerlo con su herramienta de trabajo. Se produjo un juego entre los dos. El toro quería agarrar las banderas, como si fueran sortijas de una calesita. Ella lo tentaba, y cuando el toro pasaba de largo, lo volvía a tentar.
Ella quiso dar por terminado el juego cuando el semáforo estuvo por cortar, pero el toro no lo aceptó. El toro se trasladó con ella a la vereda. Desde la calle, los automovilistas, impresionados, bajaron los vidrios para aplaudirla desde lejos, hasta que el semáforo volvió al verde y se fueron.
Quedaron ella y el toro en la vereda, en un tiempo muerto hasta el siguiente turno. Ella dejó de flamear. Pero el toro seguía entusiasmado. Arrastraba sus patas sobre las baldosas para que ella volviera a agitar el rojo. Mientras, inhalaba y exhalaba mediante sus enormes fosas nasales.
Ella, entonces, aflojó. Tomó la bandera y empezó a agitarla. Y se quedaron así durante horas. Ella manejaba la tela, el toro con los cuernos iba hacia ella. Luego retrocedía, y volvían a empezar.