Crema chantilly

Lepidópteros obesos se montan a la miel. Pacientes ríos esperan la tonalidad correcta para comenzar la híbrida sinfonía de sus inesperadas tuercas. Los veinte globos están aprestados a continuar la función. Dos barbas, un martillo y cinco audacias salen adelante, como valientes ligustrinas que se interponen entre los insípidos ladrillos que conforman tu amor.
Hemos sido felices en los oscuros lienzos de la muerte. Las tertulias de la mar, que siempre marchan elegantes, hoy salen sin darse cuenta de su escondite vertebral. Como nosotros, dos fuegos se arrastran por el aire frío, creando a su paso lunas, ciervos y aventuras. Mientras suena la música molecular, el hombre aparece y se entrega a los zares.
El deseo de las ligustrinas es ser caballos. Como el más puro aceite, sale de tu casa un sentimiento de crema chantilly. Tu sien se descoloca. Tus manos se elevan hacia las nubes mientras las mirás desde el suelo sin poderlas saludar. Dios, la Luna y los caballos se escapan de tu mundo para ver qué hay afuera.
Un canguro de cien metros se pone a tu disposición. Enormes tendones de hueso, todavía sin estrenar, encienden las luces, la tristeza y la pasión. Pasan diez minutos que nunca volverán. Pasan cinco puertas, una liebre y seis mentiras. Pasa la vida, pasa el calor, pasa la oblicua espuma sedienta por la calle del Ministro Inglés.
Tres caras de la Luna se ubican junto a vos, esperando una respuesta. Un silbido turbio te lleva a un claro del bosque, donde te encontrás porque ya estabas. Has visto la existencia de la flor del escondite de la forma de la pureza de la verde dulzura cenital. Y comprendés que es todo, que todo es nada y que nada es lo que se puede hacer cuando está todo.
De pronto, una sombra. Una sombra humana que estremece a tu ser interior en lo más profundo de su propio ser interior. Una oscuridad incontrastable que pugna por entrar a tu casa, por ser parte de la prédica que te lleva a donde no estás. Vas hacia ella pero antes de encontrarla ves que el Sol está canoso y tomás conciencia de tu propia vida.
Entonces corrés por la pradera, levantás los brazos, subís a la colina y exclamás al cielo con todas tus fuerzas “la puta que vale la pena estar vivo”.