Descarnación

Mi alma y yo nos llevábamos muy bien. Estábamos hechos el uno para el otro. Éramos muy unidos: adonde yo iba, ella me acompañaba. A veces me salvaba de tomar decisiones equivocadas, y yo hacía lo mismo.
Mi alma me ayudaba a percibir la belleza. Yo podía expresar la satisfacción que el alma sentía, y con el tiempo aprendí a apreciarla por mi cuenta. Desde ese momento, mi alma y yo apreciamos juntos las cosas buenas de la vida.
Estaba conmigo desde mi nacimiento, y yo pensaba que íbamos a estar juntos toda la vida. Sólo la muerte nos separaría, y cuando yo muriera mi alma, y con ella algún aspecto de mí, iba a seguir existiendo.
Pero, inesperadamente, la muerte nos separó antes de tiempo. Cuando mi alma murió, fue como si se fuera un pedazo de mí. Yo podía desenvolverme sin ella, pero no era lo mismo. Me convertí en una persona más discreta y ordinaria. Perdí interés por muchas cosas que antes me definían, y me limité a satisfacer mis necesidades biológicas.
A pesar de que extrañaba al alma, me costaba encontrar ese sentimiento, y mucho más expresarlo. Pero me propuse vencer esa dificultad. Decidí que debía honrar la memoria de mi alma, para mantener vivo su espíritu.
Luego de un tiempo, se me ocurrió probar con otras almas. Pero no sabía cómo obtener una nueva. Se me ocurrieron algunas ideas poco útiles, como poner un aviso en el diario o pasearme por hospitales para captar algún alma recientemente enviudada. Pero ninguno de esos métodos funcionó.
En mi desesperación, recurrí a individuos que decían poder hablar con los muertos. Pero cuando les expliqué mi situación, me contestaron que sólo era posible comunicarse con almas vivas. Tal vez otras almas podían hablar con las almas muertas, pero ellos carecían de tal habilidad.
A pesar de que algunos médicos y sacerdotes que consulté me dijeron que era imposible que mi alma muriera, yo sabía lo que había pasado. Estaba claro que todo vestigio de mi existencia se iba a ir del Universo el día que yo muriera. Y que no iba a poder encontrarme en ese momento con mi alma, porque es justamente ella la que se encuentra con seres queridos una vez fallecido el cuerpo.
Así que decidí hacer valer la pena mi vida, como un homenaje a mi difunta alma. Quise dejar algún legado que, de algún modo, pudiera reemplazarla. Por eso volví a dedicarme a las actividades que antes disfrutaba junto con ella. Fue difícil: ya no tenía ganas de hacerlo, y tampoco tenía mucho talento. Pero perseveré, y aún persevero.
Las personas de mi alrededor no están enteradas de lo que ocurrió, aunque se dan cuenta de que he perdido una parte del impulso que me llevaba a ser la persona que alguna vez fui. Ellos esperan el día en el que vuelva a ser aquél, pero yo sé que la partida de mi alma me dejó sólo con mi cuerpo físico, y durante el resto de mi vida deberé arreglármelas con él.