El carro que me quería

Elegí en la entrada del supermercado un carro de los muchos que tenían disponibles. Podía haber elegido cualquier otro, pero me quedé con ése. Lo llevé con las dos manos hasta la entrada del salón de ventas.
Una vez adentro, el carro empezó a dictar dónde ir. No respondía a mis mandos, sino que tomaba la iniciativa y cambiaba la dirección. El carro me llevaba, y aunque al principio me resistí un poco, yo me dejé llevar.
El carro me guió hasta donde estaban los productos que quería comprar. Cuando yo quería ir a una góndola específica, el carro se negaba y me instaba a tomar otra dirección. Varias veces en esa otra dirección podía encontrar los mismos productos en marcas más baratas.
El carro estaba de mi lado. Formábamos un equipo estupendo. Yo le daba impulso y él me llevaba a las partes más convenientes del supermercado. Conocía muy bien el lugar, lo recorría todos los días. Y evidentemente yo le había caído simpático.
Cuando terminé la compra me guió hasta una caja en la que había más gente que en otras, pero fue la primera que se desocupó. Me esperó pacientemente mientras lo descargaba, pagaba y volvía a cargarlo con los mismos productos, ahora embolsados.
Luego de pagar me llevó hasta el auto, y pronto llegó el momento de despedirnos. No lo pensaba dejar en el medio de la playa de estacionamiento. Quise llevarlo hasta su sitio de descanso. Pero el carro se resistía. No quería volver a la rutina del supermercado. Quería quedarse conmigo, acompañarme a mi casa y tal vez guiarme en mi vida. Pero no era posible. No tenía lugar en el auto, ni uso para un chango de supermercado en casa. Aunque pudiera doler, era el momento de separarnos y seguir cada uno su camino.
Tuve que levantar las ruedas de adelante para poder llevar al carro a su lugar. Supongo que se habrá sentido decepcionado, pero estaba seguro de que a la larga lo entendería.
Lo estacioné y me quedé unos segundos contemplándolo. En ese instante se acercaron dos viejas, y una de ellas tomó el carro y enfiló hacia la entrada del supermercado. Yo sentía que el carro me extrañaba, pero igual debía irme. Ya no tenía nada que hacer ahí. En eso, una de las dos viejas le dijo a la que llevaba el carro “no, mejor otro, éste tiene la rueda trabada”, y cambiaron de carro.
Me alejé entristecido. Hay gente que no tiene sensibilidad.