El cuerdo

Había una vez un país en el que todos estaban locos menos una persona en particular. El no loco veía a los demás y reconocía su locura. Los otros pensaban que el loco era él. Estaban todos de acuerdo. Era la única cosa en la que estaban de acuerdo. En el resto, no podían entenderse, porque cada uno estaba en su propio mundo, porque todos estaban locos.
El cuerdo, entonces, tenía ventajas. Sabía aprovechar que los demás estaban locos. Como todos creían que el loco era él, era muy común que le siguieran la corriente. El cuerdo lo usaba a su favor, y obtenía toda clase de beneficios. Nunca pagaba una compra. Siempre le cedían los asientos. Muchas personas evitaban cruzarse en su camino para no incomodarlo.
Sin embargo, con el tiempo la situación se puso un poco más difícil. Los locos empezaron a considerarlo un peligro para la sociedad. Ignoraban que el peligro eran ellos mismos. Eso sólo lo sabía el cuerdo. Pero empezó a cundir un principio de consenso que indicaba que debían atrapar en alguna institución al que suponían loco. Esto habría sido muy fácil, de haberse podido coordinar entre sí.
Pero el cuerdo siempre les sacaba ventaja. Cuando intentaban apresarlo, apelaba a alguna estratagema que le permitía mantener su libertad. Sin embargo, su vida empezó a verse amenazada, porque los locos que lo creían loco peligroso eran peligrosos. Había llegado el momento de hacer algo.
Entonces, mediante sutiles maniobras, el cuerdo fue llevando a los locos a su lugar. De a poco, pero en forma sostenida, fue encerrándolos en distintos manicomios. A veces fingía dejarse apresar, sólo para que otros entraran con él y después lo vieran salir. Luego cerraba las puertas con llave, y dejaba que los locos se alimentaran de lo que cultivaban en los distintos manicomios.
Llegó un momento en el que logró su objetivo final. Todos los locos estuvieron protegidos de sí mismos, y la sociedad, que era sólo él, estuvo a salvo.