El glóbulo feo

Había una vez un glóbulo blanco que pertenecía a un grupo de leucocitos. Ellos se dedicaban a patrullar las arterias y venas por las que circulaban. El glóbulo tenía un aspecto algo distinto al de los demás leucocitos, y por eso era excluido de su grupo. Cuando se encontraban con un cuerpo extraño que debían rechazar, los demás se ocupaban de que no fuera parte de la batalla. Algunos, en ratos de ocio, intentaban rechazar al glóbulo feo y se producían algunos combates, que eran dispersados por las células madre.
Debido a esa situación, el glóbulo blanco no era feliz. Las células madre detenían las agresiones más graves que sufría pero no podían hacer nada para parar la discriminación de la que era objeto. Los demás leucocitos lo cargaban, lo amenazaban y lo mandaban a hacer tareas indeseables, que el glóbulo cumplía en un vano intento de hacerse respetar.
A veces pasaban cerca de grupos de linfocitos y granulocitos, que también lo cargaban por su aspecto y conducta. El glóbulo feo no tenía consuelo, y no encontraba su lugar en el flujo sanguíneo.
Un día decidió irse del torrente y probar suerte en el tejido linfático. De ahí venían todos los integrantes de su grupo, y creyó que en su lugar de origen lo iban a entender. Pero no fue así, las células linfáticas le cerraron la entrada. Lo mismo ocurrió en la médula ósea, y el glóbulo feo volvió resignado al grupo de donde había querido escaparse.
Cuando los encontró vio que había una batalla en desarrollo. Era una batalla muy grande, la más grande que había visto en su vida. Y desde el oeste venía una luz muy brillante, también la más brillante que el glóbulo feo había visto en su vida. Un glóbulo rojo, que esperaba que se abriera paso para continuar transportando su carga de oxígeno, le informó que se había producido una herida y que lo que veía era un operativo tendiente a evitar la entrada de sustancias ajenas. Estaban esperando a las plaquetas, que en cualquier momento llegarían para cerrar la herida.
Al escuchar esto, el glóbulo feo fue hacia el lugar de donde venía la luz, que era la herida misma. Al llegar, instintivamente formó un coágulo de fibrina y cerró la herida. Todos se sorprendieron al verlo, y cuando volvió a su lugar lo recibieron como un héroe, al grito de “la sangre coagulada no será derramada”.
Y entonces el glóbulo feo descubrió que en realidad era una plaqueta que se había mezclado accidentalmente entre los glóbulos blancos. Los demás, arrepentidos, le ofrecieron sus disculpas, y el ex glóbulo feo se fue a ocupar el lugar de honor en el grupo principal de las plaquetas, donde vivió feliz el resto de sus días.