El hombre que hacía chistes a los mozos

Luis solía ir a comer afuera, era uno de sus divertimentos. A él le gustaba mostrarse amistoso y ganarse la confianza de la gente, no con el objetivo de obtener mejor servicio por eso sino para caer simpático. Le gustaba caerle bien a la gente y la trataba con sonrisas, prefiriendo ver también una sonrisa en los que se cruzaban en su vida.
Por eso le pareció buena idea hacer chistes a los mozos de los restaurantes a los que iba. No le costaba nada y pensaba que podía ser una manera de alegrar a gente que no sólo lo servía sino que hacía un trabajo que a él no le parecía muy atractivo. Vale aclarar que Luis no tomó una decisión de dedicarse a hacer chistes a los mozos, sino que se limitó a no excluirlos de los chistes que hacía en general.
Un día la persona que estaba con él quería tomar agua con gas y él quería agua sin gas. Entonces se le ocurrió algo ingenioso y llamó al mozo:
-Para tomar queremos un agua con gas y una soda sin gas.
Pero el mozo no inició la predecible carcajada, sino que le contestó con una pregunta:
-¿Qué?
La persona que acompañaba a Luis, que lo conocía, se apiadó del mozo y le hizo el pedido en los términos usuales.
A Luis no le había gustado que el mozo no entendiera el chiste que a él le había parecido bueno, por más que se le hubiera ocurrido a él mismo. Y adjudicó la reacción al ruido del lugar, al apuro del mozo y a su negativa a repetir los chistes una vez dichos.
Otro día le preguntó a un mozo de un restaurante algo caro si la cantidad de ravioles que venían en los platos que servían allí se podía contar con los dedos de una mano. El mozo le contestó ofendido que sí, y su intento de quedar simpático fue neutralizado.
En otra ocasión había pedido pastas sin volver a preguntar cuántas venían, pero no le habían traído queso rallado. Entonces llamó al mozo y le pidió si le podía traer “queso de rallar rallado”. El mozo hizo una mueca y Luis, resignado, dijo “queso rallado”, aditivo que el camarero acercó un instante después.
Pero estas decepciones no habían hecho que Luis dejara de hacer chistes a los mozos. Él tenía confianza en sus chistes y en la capacidad de los mozos en entenderlos. Hasta que un día fue a una confitería a merendar y pidió un tostado de jamón y queso sin jamón. El mozo le dijo que se lo iba a traer, sin reírse ni pedirle que repitiera. Pero luego de unos minutos le trajo un sándwich de jamón y queso sin tostar.
En ese momento Luis comprendió que no era conveniente hacer chistes a los mozos y, triste, eligió no volver a hacerlo.