El menor

El de Alfredo fue el último nacimiento registrado. Por alguna razón, después de él cesó la producción de bebés. Meses después de su llegada al mundo, las maternidades empezaron a cerrar por falta de clientes. Años después, las escuelas tenían como último grado al que asistía Alfredo, y a medida que iba avanzando en su educación, el sistema se reducía. Como resultado, Alfredo no tenía chances de repetir un año. Pero por suerte era un alumno aplicado.
La humanidad había sido educada para pensar que los niños eran el futuro. Pero para Alfredo era diferente. Él era el presente, y después de él no venía nadie. En lo que a él respectaba, no necesitaba preocuparse por las consecuencias a largo plazo de sus actos. No era necesariamente el último humano que quedaría vivo, pero sí era el símbolo de la última generación.
La sociedad tenía al mismo tiempo gran estima y mucho desprecio por Alfredo. Por un lado, se lo veía como irrepetible. El milagro del nacimiento ya no se producía, y cierta gente lo veneraba como el individuo con quien había culminado la especie humana. Todas las generaciones habían llegado a él. Sus padres estaban orgullosos, casi tanto como los padres del primer bebé que nacía en cada año, durante la época en la que nacer era un milagro corriente.
Pero, por otro lado, muchos empezaron a no preocuparse por el futuro. Si no iba a haber humanos en una cantidad limitada de décadas, pensaron que no valía la pena seguir tomando los recaudos que el hombre siempre tomaba para asegurar la supervivencia de las siguientes generaciones. Entonces las grandes obras de infraestructura se detuvieron, porque se razonó que no eran para que la disfrutara el último hombre vivo, sino muchas personas. Si Alfredo, símbolo de la última generación que poblaría la Tierra, quería esas obras, que las pagara él. Los demás no tenían por qué regalarle nada.
Del mismo modo, individuos, empresas y gobiernos empezaron a no preocuparse por las deudas que pudieran contraer. Era el momento de disfrutar la riqueza, sin preocuparse por dejar nada a nadie. Alfredo vivió en un mundo jovial, alegre, en el que todo el tiempo había fiestas y pocos trabajaban. Pero, de todos modos, unas cuantas de las actividades que antes se realizaban no hacían falta. La sociedad podía funcionar con lo básico, y todo el que podía se dedicaba a disfrutar.
Algunos, sin embargo, veían en la ausencia de nacimientos una inequívoca señal de que se acercaba el fin del mundo. Determinados fanáticos religiosos, que estaban en contra de toda clase de disfrute, combatían las fiestas permanentes y exhortaban a la reflexión. No había que preocuparse por el futuro de la sociedad terrenal, decían, pero sí por el lugar de cada uno en el otro mundo.
Pequeños grupos de extra fanáticos religiosos veían a Alfredo como un símbolo negativo. Era, efectivamente, la culminación de la especie humana, como si Dios o los dioses hubieran querido cesar la producción por haber llegado al objetivo. Y pensaban que esa culminación era peligrosa, que debían acabar con él para que el fin del mundo no llegara. Si Alfredo moría, los dioses correspondientes se verían obligados a seguir buscando el ideal, entonces los nacimientos se reanudarían, y todo volvería a la normalidad.
Por lo tanto, Alfredo debía vivir con protección para no ser alcanzado por alguno de estos fanáticos. Pero nadie estaba dispuesto a dedicar su vida a ese trabajo, sobre todo no habiendo generaciones posteriores que les dieran una esperanza de que alguna vez sus descendientes iban a llegar a algo, y ellos debían sacrificarse por esos descendientes. Entonces Alfredo debió arreglárselas solo, así que aprendió toda clase de métodos de defensa personal.
A medida que la edad de Alfredo avanzaba, distintas facetas de la cultura iban desapareciendo. El entretenimiento infantil caducó al llegar a su adolescencia. La cultura joven terminó cuando Alfredo alcanzó la madurez. A Alfredo le parecía una lástima que se perdiera todo eso y trataba de preservarlo, aunque fuera porque, tal vez, un día le agarraría un ataque de nostalgia y querría volver a experimentar algo de lo que le gustaba antes. Pero era un esfuerzo muy grande, que en su mayor parte no valía la pena, y dedicar demasiado tiempo a eso hubiera implicado estar inmerso en el pasado en lugar de disfrutar el presente.
A medida que las generaciones mayores iban expirando, Alfredo veía que los cementerios se llenaban. Pensaba que un día iba a estar entre los pocos que los verían casi completos. También pensaba que él no iba a poder ser enterrado, si efectivamente era el último en morir. Pero no importaba mucho, porque tampoco habría nadie para sufrir las consecuencias. Alfredo reflexionó que un cuerpo que se descompone en una ciudad vacía donde no hay nadie que pueda olerlo, es lo mismo que si no tuviera olor.
A su avanzada edad, Alfredo conoció un mundo muy poco poblado. Quedaba poca gente, todos mayores que él. Alfredo y los demás tuvieron una relación mucho más cercana que lo que habían podido lograr sociedades enteras antes de llegar a ser tan pocos. Cuando alguien moría, era llorado por todos. Los que quedaban hacían todo lo posible por disfrutar al máximo el tiempo que le quedaba a la especie. Era la última oportunidad de vivir el presente.