Estar en tu cabeza

Siempre quise meterme en tu cabeza, saber qué pasaba adentro de tu cerebro, ver tus pensamientos, y así comprenderte. Suponía que debía haber una manera de entender tu forma de ser, las cosas que hacés, las contradicciones, los repentinos cambios de humor.
Por eso esperé a que te durmieras, y lentamente me fui metiendo en tu nariz. Así llegaba al cerebro por la vía más rápida, como la cocaína. Me metí por la fosa derecha, que era la que estaba menos llena de mocos. Por ahí respirabas, entonces me ayudaste a entrar.
En el camino, vi a través de tus ojos. Encontré que el mundo es más o menos el mismo que como lo veo yo. El problema no estaba en tu vista. Estaba en tu cerebro. Recorrí entonces el nervio óptico, que me llevó directamente hacia la corteza.
Era una superficie esponjosa. Sentí que estar parado sobre la corteza no servía para nada, tenía que penetrarla para llegar a los confines. Ya estaba ahí, era el momento de hacerlo. Entonces, muy despacio, fui presionando sobre la pared del lóbulo para pasar a formar parte de tu cabeza.
Al lograrlo, me encontré con que no había un piso. Entonces caí, rodando despacio por los pliegues de tu cerebro. Para ese momento ya te habías despertado y estabas en plena actividad, entonces entre las volteretas que iba dando, cada tanto recibía algún impulso eléctrico que me empujaba en otra dirección.
Empezaba a marearme. La odisea no parecía que fuera a terminar. Además de la caída por enormes toboganes que experimentaba, te habías empezado a mover. No sé qué estabas haciendo, pero el cerebro que me rodeaba parecía que se estaba sacudiendo sin control.
Sabía que tenía que hacer algo. El mareo era cada vez mayor. Tenía que controlarme para no contaminar tus pensamientos. No quería que la respuesta a “¿qué tenés en la cabeza?” fuera “vómito”. Y encima mío. Así que me agarré del primer nervio que tuve oportunidad.
En ese momento todos los movimientos se detuvieron. El mío y también el tuyo. Aparentemente mi intervención había sido exitosa. Había logrado tocar un nervio. Desde la calma pude planear una estrategia de salida. No podía reconstruir la trayectoria, porque no sabía dónde estaba, pero sí sabía diferenciar arriba de abajo. Así pude ubicarme un poco.
También me ayudó que empezaste a caminar con lentitud. Así diferencié adelante de atrás, y más o menos pude recorrer el cerebro con cierto control. Pasé de nervio en nervio, como Tarzán en las lianas, con cuidado de no volver a caerme.
Logré llegar a las cercanías de la nariz. La reconocí porque se colaba un rayo de luz por la fosa por la que había entrado. Me pareció más prudente salir por la otra, había más mucosidad de la que agarrarme.
Resultó una buena decisión, porque justo sentiste una molestia (capaz que era yo) y te vinieron ganas de estornudar. Estoy contento de haber estado ahí y no en el cerebro cuando lo hiciste. El estornudo me expulsó hacia el exterior junto a los mocos, que me sirvieron de acolchado cuando caí.