Harto de nosotros

Estoy harto de mí. Pero no tengo por qué estar harto de mí. En realidad estoy harto de los demás. Pero el los demás que existe en mi cabeza. En cierto modo, estar harto de los demás es estar harto de mí.
Te digo. Más bien, te exijo. Pero en realidad no te exijo a vos. Estoy exigiéndole a mi concepto de vos, que no tenés por qué cumplir. Exigirte es exigirme, y me tengo bastante podrido con esa exigencia.
Lo que quiero, sin palabras, es relajarme un poco. El tema es que siempre hay palabras. Me persiguen dentro de mis pensamientos y no me permiten estar solo. No existe el vacío de la mente. Siempre hay una multitud para rellenarlo. Mi cabeza es la estación Pueyrredón, y son siempre las seis de la tarde.
Quieren destripar ese antes y no pueden. La gente que llega se junta con la que ya estaba en mi cabeza, que parecía que se iba a bajar pero no, y la multitud se comprime sobre sí misma. Me duele la cabeza. Las voces se multiplican, se retroalimentan, y dialogo con todos los que me están. Yo estoy adentro y afuera, como si fuera un dios de mí mismo, y los demás no me respetan como a un dios. Creo que me nombran en vano, y además me cuestionan lo que digo y lo que pienso, porque ellos son mucho más omnisapientes que yo. Tal vez ellos sean dioses. Tal vez soy un politeísta interno.
Evoco, y me escucho. Sé que son todos parte de mí, y cuando los escucho, me escucho. A veces, sin embargo, necesito que nos callemos todos un poco. Añoro la quietud que nunca tuve. Pido silencio gritando más fuerte, para reducir el murmullo relativo, y durante un instante acceder a la paz.