Hasta las manos

En la administración del subte imperaba la idea de que no era necesario incorporar más formaciones, porque aunque hubiera mucha gente, quedaba lugar. Siempre entraba una persona más. El concepto era una versión inversa del fenómeno de los tubos de dentífrico.
Como resultado, en las horas pico, la gente se abalanzaba sobre los vagones. Los más ágiles conseguían asiento, los demás debían conformarse con estar dentro del vagón y ser trasladados con la velocidad del subte.
Los que se quedaban parados no se podían mover durante el trayecto. En consecuencia, no tenían ninguna necesidad de usar los brazos. Incluso resultaban molestos. Había que apartarlos cuando alguien intentaba hacerse paso para acercarse a la puerta, y siempre se corría el riesgo engancharlos en alguna parte. Los únicos que usaban los brazos eran los carteristas, que aprovechaban los tumultos para sustraer billeteras y otros objetos de valor sin que los dueños se percataran.
La administración del subte, al darse cuenta de los problemas de acarrear brazos en los trenes, decidió implementar la obligatoriedad de despacharlos antes de iniciar el viaje en las horas pico. Calcularon que se obtenía un incremento del 20% en la capacidad de cada coche al distribuir mejor los cuerpos.
Los guardas apostados en cada puerta recibían los brazos y los colocaban en los espacios para guardar bolsos, que antes nadie los usaba por temor a ser víctimas de hurto, de modo que hasta ese momento resultaba espacio desperdiciado. Con la nueva modalidad, era imposible el robo de brazos porque nadie tenía manos para agarrarlos. Al final del viaje, cada pasajero pedía su brazo al guarda. Los empleados distribuidos en el andén le colocaban uno de los brazos, de modo que el pasajero pudiera restituir el otro sin ayuda.
Los pasajeros al principio objetaron, pero luego decidieron resignarse. Era cierto que se viajaba un poco mejor sin brazos. También las condiciones de seguridad habían mejorado, porque ya no había carteristas. El trámite de despachar los brazos y volverlos a obtener al final del viaje era algo engorroso, pero de todos modos el subte seguía siendo el transporte más rápido, y el público lo siguió eligiendo para hacer sus viajes diarios.
Algunos pasajeros, inevitablemente, se olvidaban los brazos o tomaban por error brazos ajenos, así que debió implementarse en la cabecera de una línea el Salón de los Brazos Perdidos, donde se podían efectuar reclamos durante treinta días. Pasado ese tiempo, los brazos no reclamados eran donados al Hospital de Miembros, donde los pacientes que sufrían amputaciones los recibían como reemplazo.