La gran torre inconclusa

A fines del siglo XIX, en París querían mostrar el desarrollo de la ciudad, y del país, mediante la construcción del edificio más alto del mundo. Iba a servir no sólo como símbolo de la majestuosidad de la arquitectura francesa, sino también como vivienda para las personas que se sintieran merecedoras de habitar semejante símbolo.
Pero había problemas. No toda la ciudad quería una construcción semejante. Muchos pensaban que se iba a arruinar el paisaje de la ciudad luz si se incorporaba una interrupción en forma de torre. Y también que, si se construía, pronto se iban a construir otras torres, que transformarían la ciudad en una megalópolis inmanejable. Estos ciudadanos preferían expandir la ciudad hacia las afueras y limitar la grandiosidad a las obras de infraestructura.
Los proponentes de la idea, sin embargo, insistían. Argumentaban que el edificio iba a inspirar no sólo a la gente que vivía en la ciudad, sino también al mundo a visitarla. ¿Quién iba a ver una ciudad por sus grandiosas cloacas? Nadie. Pero muchos iban a querer visitar París por tener el edificio más alto del mundo.
El Concejo Deliberante de la ciudad, en una tensa sesión, aprobó el proyecto por una mayoría escueta. Los proponentes sabían que esa mayoría corría riesgo de caer en cualquier momento, entonces se pusieron a trabajar para que la posible pérdida de autorización los agarrara con la obra avanzada o terminada.
Lo primero que se erigió fue un andamio desde el que trabajar en la construcción. Pero apenas se llegó a terminar cuando uno de los concejales que más apoyaba la idea murió y dejó su banca vacante. Los contrarios al proyecto no perdieron el tiempo y empezaron a empujar para revocar la autorización. Sin su mayor líder legislativo, la mayoría pronto cedió, y el permiso fue cancelado.
Se ordenó a la empresa desarmar el andamio. Pero la empresa apeló a la Justicia, que determinó que de la demolición de lo construido debía hacerse cargo el Estado, que era el que había cancelado el permiso. El Consejo, sin embargo, no quiso autorizar esos fondos porque pensaba que podían usarse mejor para otros fines. Entonces dio el visto bueno para dejar erguido el andamio, que con el tiempo se convirtió en un símbolo de París.