Mayordomos asesinos

“¡Otra vez!” exclamó el detective Parsons, de Scotland Yard. “¡Otra vez fue el mayordomo!” Parsons exhaló su frustración. Su ayudante, Otto, tomó la libreta en la que registraban el resultado de todas sus investigaciones y anotó que, nuevamente, las pistas habían llevado al mayordomo.
Parsons estaba cansado. En treinta años de detective no había tenido más de dos o tres casos en los que el asesino no fuera el mayordomo. Desde hacía mucho tiempo era parte del procedimiento normal detener al mayordomo de la víctima y declararlo principal sospechoso. Y casi siempre se lo encontraba culpable. Parsons no entendía cómo los asesinos no elegían otro tipo de relación con sus víctimas para evitar que las sospechas recayeran automáticamente sobre ellos.
La carrera de detective le había traído una profunda desconfianza para con los mayordomos. Ya hacía muchos años que había despedido al suyo, por miedo a que lo asesinara. También su trabajo le había traído problemas con el gremio de los mayordomos, que lo acusaba de difamación. Pero como se podía demostrar que en prácticamente todos los casos lo que condenaba a los mayordomos era la evidencia, el gremio no tenía recursos legales contra Parsons y se limitaba a expresar su antipatía.
Las investigaciones de Parsons, y de otros, provocaron un cambio profundo en la población carcelaria. Como la enorme cantidad de los presos eran mayordomos, los presos londinenses eran los de mejor conducta. Ocasionalmente, de todos modos, había reyertas en la que resultaban muertos algunos convictos. En esos casos también los asesinos resultaban ser mayordomos.
Parsons y Otto llevaban estadísticas categóricas. Para ellos estaba claro que los mayordomos constituían la base del delito de la zona metropolitana de Londres. Por eso elevaron al Parlamento un proyecto para prohibir la actividad.
Cuando el proyecto tomó estado público, la sociedad se dividió. El gremio de los mayordomos expresó ofensa por lo que consideraban un estereotipo discriminatorio. Algunas personas que contaban con los servicios de un mayordomo estaban de acuerdo con la medida, pero no querían desprenderse de sus servicios. Mucha gente que no tenía mayordomos estaba a favor de lo propuesto.
Algunos intelectuales consideraban que la tendencia de los mayordomos a convertirse en asesinos era una forma de rebelión de clases que era consecuencia directa de la servidumbre a la que eran sometidos por el resto de la sociedad. Por eso, estaban a favor.
En el gremio de los mayordomos apareció gente que tenía ganas de eliminar a Parsons y a Otto, pero supieron entender que concretar esas intenciones iba a probar, para la opinión pública, el carácter asesino de su profesión.
Los miembros del Parlamento veían con buenos ojos la iniciativa, a pesar de que implicaba que todos ellos tuvieran que deshacerse de sus mayordomos. Luego de algunas semanas de estudio, no había acuerdo. El prestigio del detective Parsons hacía que se tomara seriamente el proyecto, pero no existía seguridad de que abolir a los mayordomos fuera a dar resultado.
Entre los que no estaban seguros había quienes decían que los asesinos iban a adoptar otras profesiones si no podían ser mayordomos, y de ese modo iba a ser más difícil atraparlos. Otros postulaban que era preferible dejar a cada individuo la decisión de mantener o no su mayordomo. Una tercera postura sostenía que, al prohibir la profesión, se iba a crear un mercado negro de mayordomos que sería difícil de controlar.
Mientras tanto, en los periódicos se sucedían las solicitadas. Algunas clamaban por la erradicación del flagelo de los mayordomos como medio para terminar con la inseguridad. Otras apelaban a la solidaridad del pueblo inglés en nombre de la enorme mayoría de mayordomos honestos. Había también solicitadas que afirmaban que la clave del problema no estaba en mantener o no a los mayordomos, sino en analizar por qué algunos se tornaban en asesinos.
Finalmente, en el Parlamento se llegó a un compromiso. No se prohibió el ejercicio de la profesión de mayordomo, pero se decidió establecer un marco regulatorio adecuado para mantener no sólo la profesión, sino las fuentes de trabajo.
A partir de ese momento, los mayordomos dejaron de tener acceso a elementos de cocina, armas de fuego y toda clase de objetos que pudieran causar daño a sus amos. También se estableció un régimen de descanso, que incluía fines de semana no laborables, aguinaldos y vacaciones pagas. El objetivo era reducir el estrés de los mayordomos para que se vieran menos tentados de asesinar.
Las medidas tenían un costo importante para las personas que tenían mayordomos, las cuales inmediatamente protestaron y pidieron subsidios. El Parlamento no hizo lugar a esas solicitudes.
Muchas personas de la alta sociedad londinense no pudieron seguir costeando a los mayordomos que tenían, y tuvieron que despedirlos para poder mantener su nivel de vida. Algunos despidieron a todos sus mayordomos, otros sólo a una fracción de ellos.
El episodio derivó en un enorme perjuicio para el gremio de los mayordomos, que perdió una cantidad importante de miembros, cuando los que fueron despedidos cambiaron de profesión. La población de mayordomos de la ciudad de Londres se redujo considerablemente.
Pero lo más importante fue que, a partir de la ley reguladora de la actividad de los mayordomos, la reducción del número de ellos hizo que disminuyeran los asesinatos que protagonizaban. La cifra de muertes se mantuvo en general constante, pero la culpabilidad empezó a ser repartida entre distintas profesiones. La iniciativa del detective Parsons, finalmente, logró generar más equidad.