Mi pacto con ella

Estaba en el baño, leyendo. Por eso sé que había luz. La situación se desarrollaba en forma normal cuando emergió del costado del bidet una cucaracha.
Su voluminoso cuerpo contrastaba con las baldosas claras. Y su movimiento decidido llamó la atención de mis ojos. La miré con curiosidad. Mi impulso fue rociarla con insecticida o aplicarle un zapatazo. Pero no estaba en situación de moverme de ese lugar por el momento. De todos modos, no quería que se me acercara.
Opté entonces por comunicarme con ella. Mientras avanzaba baldosa a baldosa, hice sonar un certero aplauso. La cucaracha inmediatamente se detuvo. Pareció entender el mensaje.
Pero era una cucaracha intrépida, que se había atrevido a hacerse a la luz. Entonces no iba a someterse a mi voluntad durante mucho tiempo. Unos segundos después, probó de nuevo avanzar. Para ese momento yo había abandonado mi lectura y estaba concentrado en su conducta. Cuando atinó a avanzar, volví a aplaudir. La cucaracha se detuvo una vez más.
Generamos una especie de pacto implícito. Yo, que tenía el poder de matarla, la dejaría vivir si no me molestaba. Ambos entendimos los términos. Cuando la cucaracha avanzaba, yo le indicaba con señales sonoras que no estaba bien. Cuando retrocedía, no tenía objeción. Estaba contento. No todos los días uno tiene la oportunidad de comunicarse satisfactoriamente con un invertebrado.
Cuando me levanté, me acerqué a la cucaracha no con intención de matarla, sino de mostrarle que ése era mi territorio. No obstante, estaba dispuesto a dejárselo usar por un rato, siempre que no interfiriera con mis actividades. Así que, al salir del baño, cerré la puerta y apagué la luz, para que estuviera cómoda. Pero no sé si me entendió. Cuando volví, no estaba. Ahora cada vez que voy al baño la busco. Nunca ha vuelto. No sé si está escondida. O tal vez la agarró algún otro y la mató. Espero que no. Era una cucaracha macanuda.