Obras públicas

“¿Qué hace ese edificio en el medio de la 9 de Julio?” se preguntó un día el intendente de Buenos Aires. Se refería al edificio donde había funcionado el Ministerio de Obras Públicas, un espantoso bloque de cemento que se erigía sobre la avenida más emblemática de la ciudad.
Pensó que todos compartían su opinión, y que iba a ser bueno para su imagen si proponía demolerlo. Pero la reacción de la opinión pública fue dividida. Si bien a nadie le gustaba el edificio, la mayoría pensaba que tenía valor histórico. El intendente, entonces, propuso una segunda idea: trasladar el edificio a otro lugar de la ciudad donde molestara menos. De ese modo podría conservarse, y en la 9 de Julio, los autos y la luz podrían fluir sin interrupciones.
Esta segunda propuesta consiguió gran aceptación, y en poco tiempo se llevó a cabo. Era necesario levantar el edificio y montarlo sobre una plataforma con ruedas. Para eso, se alquiló a Dubai una enorme grúa, capaz de sostener el peso de la construcción durante el tiempo suficiente para colocar la plataforma abajo.
Cuando la grúa enganchó el edificio (lo hizo por la antena), se descubrió que tenía dos largas columnas enterradas, mucho más largas que lo que se pensaba. Como la grúa tenía gran capacidad, no hubo mucho problema. El procedimiento se hizo con cuidado, lentamente. En algunos días las patas del edificio salieron completamente del suelo de la ciudad, y se apoyó la construcción en la plataforma.
Pero el edificio no se quedó quieto. Liberado del entierro parcial, cobró vida, estiró las patas y, para horror de los presentes, salió caminando aparatosamente por la ciudad.
De pronto, el edificio de Obras Públicas se convirtió en una amenaza. Caminaba con gran estruendo, destruyendo todo a su paso, sin que nadie lo pudiera controlar. Se intentó bajarlo de muchas maneras. El ejército apostó tanques para interrumpir su paso, pero eran destruidos por las enormes patas de cemento. Se intentó inútilmente demolerlo a mano, los valientes obreros que lograron entrar en el edificio no podían sostenerse debido al movimiento, y siempre terminaban cayendo. Nada era efectivo. El edificio seguía caminando y dejando una senda de destrucción por donde pasaba. Miles de familias quedaban sin techo, miles de autos, colectivos y camiones eran aplastados a lo largo del trayecto del edificio.
Pero el desastre, al menos, no fue en vano. Las autoridades anunciaron un plan de modernización de la ciudad. Aprovechar la devastación para hacer, además de viviendas nuevas, avenidas y autopistas, que antes no podían construirse por la cantidad de manzanas que hubiera sido necesario expropiar. Sin embargo, no se podía encarar el ambicioso proyecto antes de derrotar al edificio rebelde.
Las autoridades entraron en modo emergencia y se contactaron con expertos internacionales para que les diera algún consejo sobre qué hacer. Mientras la devastación continuaba a toda marcha, el alcalde de Las Vegas contactó al gobierno argentino con una propuesta. Según los planes, si desde varios aviones se lanzaban varias balas de demolición al mismo tiempo hacia los pies del edificio, se podía calcular que la fuerza de esas bolas iba a ser suficiente para tirarlo abajo. La ciudad perdería el patrimonio histórico que representaba esa construcción, pero en ese momento lo importante era detener la catástrofe. La ciudad vio con buenos ojos la propuesta, sobre todo porque hacía recordar a las boleadoras, lo cual daba a la solución un saludable aire autóctono.
Los aviones llegaron, se posicionaron y lanzaron al mismo tiempo las bolas, que impactaron en los pies del edificio, destruyeron su sustento. El edificio cayó haciendo un doloroso estruendo final, el cual dio paso a un silencio que hacía tiempo que no se oía en la ciudad. Después de un par de semanas en las que un porcentaje importante de la ciudad fue arrasado por el edificio, esa noche Buenos Aires pudo dormir en paz.