Ovejas de la noche

Me estaba costando dormir. Daba vueltas para todos lados en la cama, tratando de encontrar una posición mágica que me produjera el sueño. Mientras más tardaba, más me despabilaba. Di vuelta la almohada varias veces. De tanto manosearla, quedó muy blanda y mullida, como si estuviera rellena de lana. Tenía que sacarme la vigilia de alguna forma. Probé leer un rato. Pero cuando volvía a apagar la luz todo regresaba al mismo estado insomne.
Decidí contar ovejas. Empecé a ver ovejas por todo el cuarto, sin lograr dormirme. Su presencia fantasmagórica me ponía más nervioso. Pero no debía dejar que me perturbaran así. Era necesario dejar de prestar atención a todo lo que tenía alrededor. Olvidarme de que estaba tratando de dormir. Decidí que tenía que relajarme, si era necesario a la fuerza. Hundí la cabeza en la almohada, era como hundirla en una oveja.
Elegí una postura más o menos cómoda, cerré los ojos y determiné que ahí me quedaría, sin importar qué pudiera ocurrir. Pasaron los minutos y me mantuve, al principio tenso, pero después, como me estaba cansando de esa posición, los músculos se aflojaron un poco.
En ese momento las ovejas se empezaron a mover. Se ubicaron todas abajo de la cama, y la reemplazaron. Estaba acostado en ellas. Mi cuerpo se vio invadido por una sensación de paz. Estaba muy cómodo. Estaba acostado en una nube.
Era una nube de una plaza, muy mullida, y una oveja alargada que hacía de almohada. Abrí los brazos para acostarme completamente. Me tapé con la sábana hasta la cabeza. Miré hacia arriba, hacia el esplendor del firmamento.
Contemplé un rato mis alrededores. No vi otras nubes, la mía era la única. El horizonte se extendía hacia los cuatro costados. La Luna funcionaba como un velador. Estaba seguro de poder leer con su luz. Quise manotear el libro, pero ya no estaba.
Tanto estímulo me despabiló, pero a esa altura ya estaba cansado, y el entusiasmo no duró tanto. Además, la nube era demasiado cómoda como para no aprovecharla. No tardé en dormirme.
Desperté poco después del amanecer, cuando sentí un zumbido cerca de mi oído. Me pareció que era el balido de una oveja, después pensé que era una abeja. Pero era una libélula. Y no una, eran varias. Creaban todas juntas un estruendo ensordecedor. Por alguna razón, eran cada vez más en la vecindad de la nube. Algunas se posaban sobre mí, y generaban con sus alas un espectáculo majestuoso que me terminó de despabilar.
Era hora de levantarme. Sin embargo, no tenía dónde ir. Caí en la cuenta de que estaba arriba de una nube, sin saber cómo había llegado ahí. Miré hacia abajo, era claro que estaba lejos de la superficie. No podía saltar. Pero no me molestaba. No tenía todos los días la posibilidad de estar arriba de la nube, así que me volví a acostar, dispuesto a disfrutar mientras durara.
Al rato tuve compañía. Aparecieron más nubes. Al principio se las veía amistosas. Su presencia me hizo acordar a las ovejas fantasmagóricas de mi cuarto. Me volví a poner nervioso. Eran nubes grandes, intimidatorias. No parecía gustarles mi presencia. Eran blancas, pero se oscurecieron en seguida. Después se ubicaron bajo la que ocupaba yo, y empezaron a emitir serios truenos. Las libélulas se alejaron espantadas. Yo no podía hacer mucho. Empecé a tener miedo de que las otras nubes me tiraran de la mía. Por eso me abracé fuerte a ella.
Al hacerlo, su textura cambió. Dejó de ser tan mullida y adoptó una cualidad menos moldeable, más fresca. Me sentí como en una cama de agua. Disfruté por un momento la sensación, hasta que me di cuenta de que eso podía ser problemático.
En efecto, poco después se largó a llover. No me mojé, porque estaba encima de la nube, pero percibí cómo se iba desintegrando al liberar líquido. Supe que estaba en problemas.
Llegó un momento en el que la nube no me sostuvo más. Caí a través de ella junto con mi sábana. Ahí me di cuenta de que podía usar la sábana como paracaídas. La agarré de las cuatro puntas, dejé que el aire la inflara y me sujeté a ella con todas mis fuerzas.
Con gran suavidad, el viento guió a la sábana hasta el suelo. No había gente cuando aterricé. Sólo una oveja que me amortiguó la llegada con su lana mullida. La sábana, al terminar de caer, la cubrió completamente. Al verla, pensé que era otra oveja fantasma y salí corriendo.