Santo adulterio

Llegué a casa un rato antes de lo previsto. Cuando entré oí una voz algo lejana que decía “cielos, mi marido”. Por el contexto comprendí que era la voz de mi mujer. No sería la primera vez que me iba a esconder algo. La verdad, no tenía ganas de discutir ese día. Me dirigí al cuarto sólo porque quería sacarme los zapatos y las chinelas estaban ahí.
Cuando llegué, me sorprendí al ver a mi mujer en la cama con el Papa. No me lo esperaba, aunque, ahora que lo pienso, la presencia de la Guardia Suiza repartida por toda la casa debió haberme hecho dar cuenta de lo que ocurría. Pero igual me tomó desprevenido.
El Papa, al verme, se envolvió con una sábana y se me acercó. Me dijo, mitad en latín, mitad en castellano, que comprendía lo que yo estaba sintiendo, pero que el amor era el más sagrado don que Dios nos había otorgado. No supe qué contestarle. No es fácil hablarle a una figura tan importante, tan influyente, tan sabia, en el mismo momento en el que uno descubre a esa figura en la cama con su mujer.
Como vio que no contestaba, el Papa continuó su discurso. Me habló de la misericordia, del perdón divino, mencionó el hecho de que todos somos pecadores y como tales debemos arrepentirnos de nuestros pecados. Él, dijo, no estaba exento de las tentaciones de la carne y me juró por Dios y los evangelios que iba a trabajar para mejorar ese aspecto de su persona.
No sé, me dijo tantas cosas que en un momento me sentí de más. Me pareció que debía dejarlos hacer, total el Papa tenía muchas obligaciones en Roma y no iba a poder venir muy seguido. Iba a ser difícil que floreciera un amor duradero.
Así que me paré, le dí la mano al Papa y me fui a un bar a esperar que se fuera. Antes de irme, me acerqué con él a la cama donde estaba mi mujer esperándolo y les dí mi bendición.