Té de Rorschach

Después de comer, el señor Rorschach agradeció el té que le dio su señora. Lo revolvió con una cucharita, y cuando la sacó vio en la infusión una extraña figura. La observó con detenimiento. La señora de Rorschach vio la cara de su marido y suspiró. No era la primera vez que ocurría.
El señor Rorschach meditó unos instantes y luego exclamó “¡un elefante masturbando a una oruga!”, con el mismo tono que si hubiera dicho eureka. Luego, en lugar de tomar el té, fue hasta su oficina para registrar el acontecimiento. La señora de Rorschach, mientras tanto, tiró el té. Sabía que no iba a ser bebido nunca.
La señora de Rorschach estaba cansada de las visiones de su marido y trataba de evitar que ocurrieran. Tenía que tener la casa reluciente, porque si no el señor Rorschach se la pasaba viendo figuras en las manchas o en el polvillo acumulado. Las veía también en las arrugas de la cama, en las marcas de nacimiento de sus pacientes, en las nubes, en los pelos que quedaban en el jabón y en los espacios entre las palabras de los artículos del diario. La señora de Rorschach estaba cansada.
Tan cansada estaba que decidió que no iba a molestarse si su marido quedaba ciego. Le pareció hasta práctico. Un día le comentó que veía extrañas manchas en el Sol. El señor Rorschach cayó en la trampa. Rápidamente abandonó lo que hacía y se puso a mirar el Sol sin protección. No logró ver ninguna mancha, y luego de un rato no veía más nada.
Liberado de su visión, el señor Rorschach comenzó a ver manchas en su oscuridad permanente. Veía anillos de luz, estrellas y otros objetos borroneados que siempre insistía en identificar con entusiasmo. La señora de Rorschach pudo dejar de fregar con tanto esmero, pero no encontró paz sino que no le quedó más remedio que ayudar a su marido no vidente a registrar lo que veía.