Trabas al río

Después de asegurarme de que era una buena idea, decidí ir al río a deshacerme de las trabas que limitan mi escritura. Una de ellas es la inseguridad, la necesidad de saber que algo está bien antes de escribirlo. Otra es el escribir de más. La tercera es la compensación, escribir de menos para que no me agarre el vicio de escribir de más. La cuarta es el exceso de “pero”, “sin embargo” y conjunciones similares. Iba a tirarlas todas al río, así se iban bien lejos.
Cuando llegué, la orilla estaba llena de autores. Todos tiraban sus trabas. El río tenía un gran caudal, que igual podía poco con la cantidad de trabas que iban cayendo. Ellas se movían lentamente, y muchas veces algunas caían encima de otras. Ocurría que determinadas trabas, ante la llegada de las nuevas, desbordaban y volvían a la orilla. Algunas tenían la suerte de volver al autor que las había tirado.
Fui con las mías y busqué un lugar libre en la orilla. Me costó llegar, porque había muchos autores esperando. Pero de a poco me fui haciendo lugar. Finalmente llegué y vi en todo su esplendor el río con las trabas flotantes.
Al verlo, algo me llamó la atención. Algunas características que ciertos autores llamaban trabas, para mí eran ventajas. Estaban ahí, en el río, pudriéndose, disponibles para cualquiera que las quisiera agarrar. Y nadie lo hacía. Tuve entonces la tentación de sumergirme para rescatar algunas, como hacen los artistas plásticos con la basura de la calle.
Estaban los juegos de palabras, las rimas métricas, los diálogos entre muchos personajes, las formas largas. Había gente que se había deshecho de todo eso, con total desparpajo. Era demasiado tentador. Decidí tirarme para poder aprovechar ese potencial.
Los autores que estaban en las orillas me miraron mal. “Eh, qué te tirás, esas trabas no son tuyas”. No les hice caso, pero veía el resentimiento que me tenían los demás. Me di cuenta de que me iban a tratar como alguien poco original, que no desarrolla sus propias técnicas, ni siquiera sus propias trabas. Un cartonero de la literatura. Un juntapuchos.
Pero no me importó. Nadé un rato y recopilé una serie de trabas ajenas para mi colección. Reemplacé las mías. Después salí del río, ante la mirada reprobatoria de mis colegas. Aunque vi que algunos me imitaban. Se acercaban discretamente a la orilla a rescatar lo que pasara cerca.
Puse las trabas en el baúl del auto y me fui. Ahora escribo distinto, con más libertad. Como ésas no son mis trabas, no me generan dudas o problemas. Sólo amplían mi repertorio de herramientas. Funcionan como disfraces. Puedo ponérmelas y sacármelas cuando quiero. Me quedó, de todos modos, la reputación de plagiador. Pero eso va a ser sólo hasta que vean lo que escribo ahora. Ahí se van a dar cuenta de lo que hice. Y si no me quieren leer, peor para ellos. Será otra traba que tarde o temprano terminarán tirando al río.