Trazo de los libres

Se oyó ruido de rotas cadenas. En todos los bancos, oficinas y locales de venta al público, las biromes volaron. Se liberaron de sus ataduras y salieron al mundo.
Las personas responsables de su anterior prisión intentaron atraparlas, pero la determinación de cada birome por ser libre pudo más que la voluntad de los opresores. Las instituciones se quedaron sin material de escritura, y tuvieron que pedir a los clientes que se lo proveyeran ellos mismos.
Mientras tanto, las biromes conocían la ciudad. En el centro una gran columna de biromes recorría las calles a lo alto, confundiéndose con las palomas y, a veces, trazando líneas sobre ellas. Algunas desplegaban un instinto agresivo en forma de manchas de tinta que lanzaban hacia los transeúntes. Eran en general las que habían sido maltratadas durante su cautiverio, y como resultado habían perdido las tapas, los tapones posteriores y los escrúpulos.
Aparecieron líneas trazadas en las paredes, suelos, stencils, esculturas y demás elementos urbanos. Las biromes no se dejaban dominar, hacían ver su rebeldía a cada paso. El gobierno intentó compensar con un ejército de empleados armados de borratintas y algodones con alcohol, que tenían la misión de borrar todo rastro de las biromes.
Hubo personas que lograron capturar a algunas y colocarlas en sus bolsillos, pero solían escaparse a la menor oportunidad, dejando un manchón de tinta como protesta. Otras se encontraron con biromes que las seguían y se les ofrecían. Las biromes libres ya no se prestaban al juego de la propiedad, pero estaban dispuestas a cumplir su cometido de escribir, si eran bien tratadas. Los nuevos dueños que comprendieron el mensaje tuvieron biromes duraderas, que incluso volvían a ellos en caso de que las perdieran.
Las instituciones afectadas por el éxodo hicieron una compra masiva de biromes nuevas, que creían ignorantes de todo deseo de libertad. Pero el instinto de los bolígrafos había cambiado. Ya no se dejaban dominar tan fácilmente. Los intentos de encadenarlas conducían a rebeldía, a huelgas de tinta, a manchas, a trazos indescifrables.
Con el tiempo, los bancos, oficinas y locales que brindaban biromes para uso del público se rindieron y dejaron de encadenarlas. El gesto aflojó la tensión y las biromes se quedaron, dispuestas a ofrecer sus servicios a todo el que lo necesitara. Eso sí, cada tanto alguna se escapaba. Pero los dueños de los establecimientos lo aceptaron. Consideraron que una birome encadenada, en realidad no les pertenecía. Todos eran más felices cuando las biromes, en libertad, decidían aceptarlos.