Zapatos al revés

Cuando me fui a calzar, los zapatos no complementaban como antes el contorno de los pies. Me sorprendió, porque eran los mismos zapatos que había dejado al lado de la cama la noche anterior. Pero no me preocupé mucho. Asumí que por cualquier motivo me los había puesto al revés.
Sin embargo, era más complicado. Al acomodarlos, me aseguré de que el izquierdo estuviera a la izquierda y el derecho en el lado opuesto. Cuando me los volví a poner, otra vez sentí la misma molestia.
Al examinar la situación, descubrí que lo que se había invertido eran las piernas. Reconocí una cicatriz que solía estar en mi muslo derecho, y ahora aparecía en el izquierdo.
Pero cuando miré bien, resultó que no era exactamente así. No eran las piernas, era mi torso el que se había dado vuelta. No me había dado cuenta antes porque la cabeza se había mantenido derecha. La presencia del ombligo en la espalda fue lo que delató el cambio.
Entonces invertí los zapatos y logré ponérmelos. Creí que los cambios que estaba atravesando mi cuerpo no iban a alterarme la vida normal. Hasta que intenté caminar. Las piernas no parecían estar enteradas de su intercambio y cada una instintivamente apuntaba al lugar anterior. Entonces cada paso me implicaba peligro de caerme, porque cada pierna era como si le hiciera la traba a la otra.
Tenía que caminar con cuidado. No era sólo esa dificultad, también estaban las sensaciones distintas de cada parte de mi cuerpo al trasladarse. El torso percibía que estaba yendo hacia atrás, la cabeza hacia adelante. Las piernas sabían la dirección, aunque cada una había perdido contacto con la otra.
Pero pronto me acostumbré. Me acostumbré tanto que puedo ir a cualquier velocidad sin problemas. Es como si hubiera aprendido a caminar otra vez. Y ahora aprendí mejor. Cada paso parece como si estuviera bailando. La gente por la calle me mira asombrada. Aunque no sé si es por mi manera de caminar, o porque ando con los brazos hacia atrás.