El diario del martes

Todos dicen que con el diario del lunes cualquiera opina. Y es verdad, porque el diario del lunes tiene toda la información de la que carecen los del domingo. Opinar con esa información es muy fácil. Es por eso que muchos opinan con el diario del lunes. Yo nunca quise ser como esa gente, por eso me conseguí el diario del martes.

El razonamiento fue que el martes, al estar después del lunes, me daba una ventaja en cuanto al acceso a la información. Así que me puse en campaña para conseguir el diario del martes. En todos los kioscos me ofrecían el del lunes, y mientras más me lo ofrecían más me convencía de su popularidad, que era exactamente su contra. Yo quería adelantarme, y por eso necesitaba el diario correspondiente.

Caminé mucho, y salí recompensado. En un kiosco que recién abría tenían el diario del martes. Lo abrí exultante, esperando tener la información que no tenían todos los que se contentaban con el del lunes. Con eso iba a poder mostrar que lo que yo opinaba era mucho más certero que lo que opinaban los demás. Me iban a tratar como a un sabio.

Sin embargo, el diario del martes fue muy difícil de leer. La información que daba asumía que yo conocía lo que había salido el lunes. Me daba sólo la información extra, pero sin la básica no podía hacer nada. Lo único que podía intentar era deducir lo que había pasado antes, de forma tal que lo publicado en el diario del martes tuviera sentido. Sin embargo, en casi todos los casos había distintas posibilidades igual de probables, de modo que no podía enterarme de cuál era la verdadera.

Es decir que el diario del martes no me sirvió para nada. Entonces se me ocurrió que sabía exactamente dónde estaba la información necesaria para hacerlo funcionar: todo lo que tenía que hacer era conseguir el diario del lunes. Pero lo descarté. Es demasiado fácil entender el diario del martes cuando uno tiene el diario del lunes.

Un cambio distinto

No sabíamos qué hacía falta, pero sabíamos que hacía falta un cambio. Por eso elegimos el cambio. Percibimos el cambio muy rápido, y eso nos gustó. Nos gusta que el cambio sea, además, rápido. Porque mientras más esperamos, más se demora el cambio. Empezamos a ponernos nerviosos y algunos de nosotros demandan un cambio distinto.

El cambio vino con muchos cambios, y las cosas cambiaron. Estábamos conformes, porque precisamente un cambio era lo que veníamos necesitando. Durante algunos años estuvimos contentos, observando el sorprendente desarrollo del cambio. Había cosas que no cambiaban, y ésas eran las que permitían ver que otras sí.

Luego de algunos años, fue tiempo una vez más de elegir. Nosotros estábamos contentos con el cambio, pero había algunas voces que pregonaban cautela. Nos decían que si nos quedábamos con el cambio podíamos lamentarlo en el futuro, cuando las cosas cambiaran y el cambio ya no fuera lo más conveniente. Para evitarlo proponían un cambio. Pero nosotros pensamos que no era el momento de cambiar, así que elegimos nuevamente el cambio.

Sin embargo, las cosas no salieron como esperábamos. El cambio cambió. Y no nos gustó el cambio del cambio, porque algunas de las cosas que cambiaron eran las que ya habían cambiado, y no queríamos que cambiaran porque el cambio nos gustaba. También resultó que había algunas cosas que no habían cambiado, sino que los que habíamos cambiado éramos nosotros, y nos habían empezado a gustar tal como estaban. Con los nuevos cambios, dejamos de tener ganas de verlo así, y nos dimos cuenta del cambio que hacía falta.

Por eso esperamos con paciencia hasta que fuera nuevamente el momento de elegir. Estaba claro que necesitábamos un cambio. Pero no sabíamos cuál era el cambio que necesitábamos. Había quienes nos recomendaban no cambiar para fortalecer el cambio, y otros que nos recomendaban cambiar.

Entonces, divididos entre los que querían un cambio y los que querían el cambio, elegimos entre uno de ellos. Y estamos contentos con nuestra decisión. Ahora queremos cambio para siempre.

La historia de la cucaracha

A la cucaracha y a mí nos separan cientos de millones de años de evolución. Es medio increíble, pero tenemos antepasados comunes. Durante la mayor parte de la historia de la vida en la Tierra, los antepasados míos y de esta cucaracha eran los mismos. Después, hacia el final del Precámbrico, nuestros linajes divergieron. Por un lado siguieron los que iban a llevar (entre muchísimas otras especies) a las cucarachas, y por otro los que iban a llevar (entre otros) a las personas.

Siempre compartimos el mismo mundo. Respiramos el mismo aire. Nos componemos de los mismos elementos. Tenemos en común el código genético, que nosotros llamamos ADN y las cucarachas ni saben que existe. Incluso ahora, después de tantos milenios de divergencia, es mucho más lo que nos une que lo que nos divide.

Las cucarachas, igual que el ser humano, han ocupado el mundo. A nuestro modo, lo hemos modificado para estar más cómodos en él. Hemos viajado juntos, sin saberlo. Y las cucarachas viven en las mismas casas que nosotros. Cuando decimos “nuestras casas”, ese plural es mucho más amplio que lo que nos imaginamos.

A nosotros no nos gusta saber que tenemos cucarachas cerca. Y a las cucarachas no les gusta toparse con nosotros. Coexistimos en una negación mutua, que se hace difícil en los momentos en los que nos encontramos.

Y eso es lo que nos ha pasado en este momento, en este baño que sin saberlo compartíamos. Pensé todo esto cuando vi a la cucaracha, mientras mi impulso era matarla. Lo sigue siendo, y lamentablemente el asco que me da el encuentro es más poderoso que todo lo que pueda pensar que tenemos en común. Sin embargo, la cucaracha aprovechó mi ponderación para salir corriendo y escapar de mi vista.

Ahora sé que está. Me queda la opción de envenenarla, a ella y a sus presumibles compañeras, provocándoles una muerte lenta y sufrida. O puedo elegir la ignorancia. Dejar que el asco pase a la satisfacción de haberlas dejado vivir, en honor a nuestra historia común.

El artificio

Las fiestas de cumpleaños pueden ser una oportunidad para encontrarse con gente, hacer nuevos amigos, o simplemente pasar un rato agradable en compañía de un grupo de personas a las que se puede conocer mucho o poco. No es otra cosa que una reunión social, con todo lo bueno y malo que eso tiene. Excepto que en los cumpleaños aparece inevitablemente un momento terrible: el de cantar la canción del feliz cumpleaños.

Todos deben cantar la canción, o hacer como que la cantan, sin importar si tienen la voluntad. Se considera que los cumpleaños no están completos si este ritual no se lleva a cabo. En caso de que alguien no quiera cantar y haga movimientos para apartarse un poco, aunque se haya ocupado de estar presente en la fiesta es acusado de que no le importa la persona que cumple años.

Aquellos que no quieren formar parte del ritual, por el tedio causado por la interminable repetición, porque no les gusta sentirse obligados o por la razón que sea, saben que es requerido. Están resignados a formar parte sin protestar. Fingen un entusiasmo que llega a su punto cúlmine cuando el homenajeado apaga las velitas y los presentes inician un fervoroso aplauso.

Mientras cantan, algunos son mejores para fingir entusiasmo que otros. No se sabe cuántos realmente quieren que ese ritual se produzca. Está claro que hay algunos que se entusiasman. Pero es fácil sospechar que son los menos. Es muy posible que la mayoría de las personas no sean amantes de cantar esta canción, pero piensen que abolir el ritual sería más problemático que aguantarlo durante un minuto.

Hay cumpleañeros que no quieren que se les cante esta canción, y muchas veces los demás no lo pueden entender. En muchos casos la canción se canta de prepo, y es el propio homenajeado el que se ve en la situación de tener que fingir entusiasmo por su propio homenaje de cumpleaños, para no quedar como un desagradecido.

Puede ser entonces, que se dé la situación de que gente que no tiene ganas de realizar un ritual obliga a otra gente que tampoco tiene ganas por temor a que la gente sí tenga ganas y se ofenda. Puede que la costumbre haya perdurado de esa manera, y desde hace décadas casi todos participen en el ritual de cantar el feliz cumpleaños sólo por ser amable.

El hombre de la Ley

A los chicos no hay que asustarlos con cucos, brujas, ogros: temibles personajes imaginarios.
Llegado el caso háblele de cosas más reales: el lobo, una araña, una buena víbora.
Dr. Heriberto Tchwok (1979)

Nosotros éramos demasiado sofisticados como para creer en amenazas imaginarias. Sabíamos que no había un Hombre de la Bolsa que nos viniera a llevar. Lo conocíamos como algo que algunos padres inventaban para intimidar a sus hijos y sembrar el miedo que les permitiera portarse bien. A nosotros siempre nos vinieron con la verdad, y entonces esas cosas no nos podían hacer ningún efecto.

Mis padres no nos amenazaban así. A veces, sin embargo, nos quedábamos con mi abuela, que tenía métodos distintos para lograr nuestra buena conducta. Sabía que los personajes imaginarios no nos iban a hacer ningún efecto, y entonces no lo intentaba. Pero a veces hacíamos mucho barullo. Alguna medida tenía que tomar.

Para lograr la rectificación de nuestro accionar apeló a la circunstancia de que en el mismo piso que ella vivía un comisario. Entonces, cuando nos volvíamos irritantes, nos amenazaba con llamar al comisario. Ante esto nosotros deponíamos nuestra actitud por un rato.

Con los años me di cuenta del truco. El comisario no era un personaje: efectivamente existía. Pero, ¿qué nos haría? Más razonable sería que la reprendiera a ella por pedir la intervención de un comisario para callar a unos niños ruidosos. Pero no hicimos ese razonamiento en ese momento. La idea de que una figura de autoridad como un comisario, que trabajaba de poner gente en la cárcel, era suficiente para intimidarnos.

El comisario era una especie de hombre de la bolsa real, salvo que la amenaza era igual de falsa. Pero esa realidad parcial fue suficiente durante muchos años. Hoy me acuerdo y se me va el orgullo de no haber creído en los personajes imaginarios, porque veo que en realidad sí lo hice: creí en el comisario imaginario que me metería preso por molestar a mi abuela, y en mi abuela imaginaria que llamaría al comisario.

Y ahora que lo pienso, nunca me crucé al comisario en el pasillo o en el ascensor. Tal vez ni siquiera vivía ahí. Tal vez incluso el comisario era imaginario.

Los nombres que hicieron la Historia

Todo empezó cuando el rey Fernando fue depuesto por Napoleón. En tierras americanas, sus dominios se quedaron sin soberano. El virrey que había sido designado, Baltasar, ya no representaba a nadie, y por ese motivo el pueblo decidió constituir una junta de gobierno para ocuparse de sus asuntos.

Al principio iba a ser Baltasar el que presidiera la junta, pero se decidió que no había motivo para que así fuera, de manera que designaron como presidente a Cornelio. En la junta estaban varios notables, como Juan José, Juanjo, Juan, Manuel, Domingo y Mariano, que eran residentes de Buenos Aires. Cuando llegaron los representantes del Interior, la junta se agrandó.

Pero resultaba muy complicado manejar el territorio con un cuerpo tan numeroso, por lo que, después de varios experimentos, se decidió que hacía falta una persona a cargo. Fue designado así Juan Martín. Fue él quien convocó al congreso que declaró la independencia.

Los españoles no querían perder el territorio, entonces enviaron ejércitos. Las batallas decisivas se dieron luego de que José cruzara los andes, enarbolando la bandera que había creado Manuel. De esta manera, la independencia fue un hecho, y fue tiempo de organizar la nación.

Se trataba, efectivamente, de una nueva nación. Tenía sus símbolos, como la bandera de Manuel, y el himno compuesto por Vicente y Blas, que se había cantado por primera vez en la casa de Mariquita. Pero las luchas internas por el poder eran cruentas. Había grandes disputas, que principalmente se dividían entre los que querían un gobierno central y los que preferían que las distintas provincias se gobernaran solas. Los primeros, los unitarios, consagraron presidente a Bernardino, y es por eso que hoy el sillón presidencial se denomina “el sillón de Bernardino”.

Pero su presidencia no duró mucho. Fue tiempo de los rivales, los federales, que a pesar de que rechazaban la idea de un gobierno central, en la práctica llevaron a una posición de poder diferencial al gobernador de Buenos Aires, Juan Manuel.

Juan Manuel gobernó cerca de veinte años. Aunque técnicamente era gobernador, también tenía la representación exterior de las demás provincias, y controlaba el puerto más importante. De esta manera se hizo de un gran poder, que defendió estoicamente y sólo perdió cuando fue derrotado en batalla por Justo José.

Luego de esta batalla, Juan Manuel se retiró y se fue a vivir a Inglaterra. Justo llamó a una convención constituyente, que estableció un gobierno federal pero también unitario, con una combinación de las posturas de los anteriores. Esta forma de organización era sobre todo idea de Juan Bautista, un abogado formaba parte de un grupo con otros hombres notables, como Domingo y Esteban.

Sin embargo, la provincia de Buenos Aires no aceptó esta organización, porque perdía poder en el reparto. De modo el país funcionó sin su provincia más importante, que durante un tiempo fue un estado soberano, de modo similar a como había ocurrido con la Banda Oriental, que se había independizado gracias al esfuerzo de José Gervasio.

La situación de Buenos Aires llevó al enfrentamiento con el resto del país. En la batalla de Pavón, las fuerzas de Buenos Aires derrotaron a las de las otras provincias. Santiago, el presidente, renunció y permitió la unión nacional, consagrando como líder a Bartolomé.

El chiste desmenuzado

—¿Cuántas personas caben en una ballena?
—Ninguna, porque va llena.

No cualquiera puede entender este chiste. Es necesario estar equipado con una cantidad de conocimientos para poder saber a qué se quiere referir y cuál es el origen de la gracia.

En principio, es necesario saber lo que es una ballena. Al ser el animal más grande del mundo, es frecuentemente objeto de comparación para poder dar una idea de su tamaño. Si se usara la palabra “ballena” para denominar a las hormigas, el chiste no tendría ningún sentido. Es necesario que sea un animal, o un objeto grande.

Por otro lado, esta clase de estadísticas es muy habitual cuando se refiere a tamaños con los que las personas no están muy familiarizadas. Se usan distintas medidas como puntos de comparación, como la longitud de una cancha de fútbol, el tamaño de una provincia chica o incluso, de ser apropiado, el tamaño de la Tierra, para comparar con cuerpos celestes.

El tamaño de una persona es una de estas referencias. Las personas varían en su tamaño y peso, sin embargo esto se obvia, porque lo que se busca es dar una idea de tamaño, no una precisión científica. Si en un ambiente entran treinta personas, tal vez si esas personas fueran gordas entrarían veinte. Pero se sabe que estamos hablando de decenas de personas. No importa la exactitud final.

Se juega también con otro elemento: los transportes públicos. Sean colectivos, aviones o ascensores, estos transportes tienen en común que son capaces de llevar a varias personas al mismo tiempo. Suele haber también un aviso que indica cuántas personas el vehículo es capaz de transportar con seguridad. Muchas veces ocurre que cuando una persona quiere subir a cualquiera de estos vehículos, no pueda hacerlo porque van llenos, y por eso no cabe ninguna persona más.

Para entender este chiste, entonces, el que lo escucha debe estar familiarizado con todos estos elementos y ser capaz de hacer la relación entre ellos. El chiste es un puente entre distintos mundos, un portal que muestra por dónde pueden relacionarse, y al mismo tiempo un absurdo que exhibe la distancia entre esos mundos.

Se dice “el que lo escucha”, porque es un chiste que para su mejor efecto debe ser oral. Al estar escrito, la ortografía del juego de palabras delata la no relación, y queda muy forzoso. El idioma castellano ayudó a la construcción, pero no ayudó del todo, y el chiste quedó incompleto, con una sola dimensión de medio. Pero es lo suficientemente sólido como para evocar en la audiencia muchos de sus conocimientos y provocar con ellos una sonrisa, que es en definitiva lo único que busca un chiste.

 

Escribir 8

No parece, pero es difícil escribir el 8. Es necesario tener una impecable coordinación en la escritura. El 8 es uno de los números que más se dibujan. Otros números son pequeñas modificaciones de letras. El 8 se parece un poco a la B, pero la técnica para escribirlo es completamente distinta. Llegan a resultados similares desde lugares conceptuales diferentes.

Lo que hace distinto al 8 es la simetría. Los otros números son más libres. Hay trazos específicos que los forman, y aunque no salgan siempre iguales quedan reconocibles. Con el 8 hay que redoblar el esfuerzo.

El trazo del 8 es cerrado. Requiere terminarlo en el mismo lugar donde se empezó. Si no se logra, la forma del 8 será incompleta, y reconocer el número será posible si la cercanía es suficiente. Es también posible escribirlo mediante dos formas levemente circulares, una apoyada en la otra. Pero normalmente es más difícil encontrar un equilibrio, y el resultado suele ser decepcionante.

Escribir el 8 requiere tomarse un momento para hacerlo bien. No pensarlo demasiado, pero tampoco apurarse. Es un trabajo de precisión, una artesanía que pocas veces sale bien. Por eso, cuando ocurre, hay que apreciarlo. Ocuparse de disfrutar el resultado, y mostrarlo a los demás: “mirá qué bien que me salió este ocho”.

Tengo tongo

Tengo tongo
pero es tongo prestado
mi tongo es con el otro
con el que tiene tongo
cuando me ven usarlo
piensan que soy importante
porque me ven con tongo
pero no lo soy
mi amigo es importante
él se ganó los tongos
yo ligo tongo gratis
y eso
a su manera
es también tener tongo.

Inmortalizar mi calle

Quiero inmortalizar mi calle en un poema. Sé que puedo hacer algo muy bueno y significativo para mucha gente, porque al pintar mi pueblo pinto el mundo. Puedo transmitir vivencias, significados, una muestra de cómo veo la vida a partir de la calle donde vivo, que será al mismo tiempo específica para esa calle y general, para que todos sepan y sientan lo que digo.

Pero existe un peligro si hago eso. No quiero que pase lo que pasó con Borges, que vivía en la calle Serrano, escribió sobre ella, y en su homenaje le dieron su nombre a Serrano. La calle que inmortalizó Borges ahora se llama Borges, y si fuéramos a actualizar el poema estaría hablando de él mismo.

No quiero que, cuando este poema me vuelva célebre, mi calle tenga mi nombre. No quiero que se borren las huellas de donde estuve, ni ser en ningún sentido yo quien las borre. Porque, si bien el poema podrá ser entendido por todos, dejará de referirse también a un lugar real, y perderá ese nivel.

Se puede pensar al revés: que el cambio de nombre hace que el lugar sea mítico, es todos los lugares y no es ninguno. Pero eso ya pasa. Las calles cambian. Sólo mantienen su nombre, que es una forma de mantener su historia, por más que no se mantenga en pie ninguna casa, se reemplace el asfalto por algo mejor, y la gente que la transita sea distinta. Estamos caminando los mismos senderos que nuestros antepasados abrieron, y queremos saberlo.

Así que no voy a escribir ese poema. O lo haré con alguna calle cuyo nombre me parezca feo. Será un sacrificio de la literatura, pero un bien para la fisonomía de la ciudad, y para no matar a la calle con la inmortalidad que le legué.