Comida de avión

A mí me gusta la comida de avión. Capaz que soy poco sofisticado. Qué sé yo. Pero me gustan esos pequeños placeres. Morder el hielo redondo del vaso de plástico transparente que recibe la gaseosa bien fría que venía en la lata traída en el carro que bloquea todo el pasillo. Cortar ese pan esférico y ponerle manteca. Abrir el aluminio de la comida caliente y encontrar algo que no está pensado para que entre por los ojos. No, no es comida gourmet, pero estoy arriba de un avión. No hay cocina. Si viajara en Primera sospecho que igual estaría limitado a lo que puede transportarse en esos compartimentos. No me van a hacer un asado en la parrilla del avión, por más que lo exija mientras le encajo el ticket de Primera en la cara a una azafata. Sería complicado concederme ese deseo. Se llenaría de humo la cabina presurizada y los detectores de los baños sonarían sin cesar. Del mismo modo, tampoco hay horno ni sartén. Si quiero una tortilla de papas tendrá que ser recalentada. Ya es bastante que puedan mantener la comida caliente. Y no tiene mucho gusto. O no a lo que dice ser. El pollo de avión puede confundirse con otras carnes. Uno puede no saber exactamente cuál es el relleno de las pastas. De hecho, todas esas comidas tienen más o menos el mismo gusto. Es el gusto del viaje, de la experiencia de estar volando hacia un lugar lejano. Del entusiasmo de lo que está por venir, o el recuerdo de lo que acaba de pasar.
Entonces, no sé si la comida de avión me gusta por el gusto. No la elegiría en tierra. Pero cuando llega el momento, la disfruto.