Del lector al autor

Cuando un texto llega del autor al lector, el lector se apropia de él. Mira las palabras que están escritas y las interpreta. Lo hace por sí mismo, de acuerdo a su formación y capacidad. Es decir que el lector hace su propio texto.
Podría llegar a ocurrir que el texto que recibe el lector es exactamente el que el autor escribió. Pero la probabilidad de algo así es ínfima. Ni siquiera el mismo autor, pasado un tiempo, es un lector fiel de sí mismo. Cada texto es tantos textos como sus lectores. La comunicación es imposible.
Somos todos islas de comprensión, que a veces erigimos débiles puentes entre algunas. Nos rodea un vacío inllenable, una desconexión definitiva con las personas. Sabemos que los otros nos están diciendo algo, pero nunca sabemos qué es lo que nos dicen. Sólo lo que entendemos de eso.
Los autores que se reconocen como buenos son los que logran que sus lectores escriban textos que los satisfacen. Y a pesar de que los hicieron ellos, se los atribuyen al autor que leyeron. Es un plagio inverso.
No es que es inútil escribir. Ni es inútil leer. Son ejercicios de movimiento de las neuronas, pero cada persona los hace individualmente, sin que los demás puedan influir de manera directa. El texto original es una utopía, una montaña que no se puede escalar, una caja fuerte de la que nadie tiene la combinación.
Sólo queda recrearlo, a ver qué nos dice, y decidir que eso es lo que dice.