Dios contra los rezos

Dios estaba recostado sobre una nube, escuchando los rezos de la gente, cuando se dio cuenta de algo que en realidad había sabido todo el tiempo, pero nunca se había tomado el trabajo de pensar. “Esta gente está rezando para que me entere de que desean algo”, reflexionó Dios. “¿Se piensan que no lo sé? ¿Se creen que vivo en una nube?”
Dios se enojó, se levantó y alejó la nube de una patada. “¿Creen que si rezan suficiente voy a cambiar mi voluntad? ¿Creen que soy tan fácil de influir?” Dios se indignó. Sonaron truenos en todo el Universo. Los habitantes del Paraíso que estaban cerca se dieron cuenta de que estaba irritado y decidieron alejarse en silencio, para no ser objeto de la ira de Dios.
Estaba especialmente molesto con los que realizaban promesas de sacrificios de toda índole para el caso de que Dios hiciera lo que ellos pretendían. Dios lo consideraba como un intento de soborno inaceptable. ¿Por qué tenían que venir a molestarlo con semejante inmoralidad? No era para eso que los había creado. No se acordaba bien para qué era, pero seguro que no era para darle tantos disgustos.
En el fondo, entendía que la gente no tenía intención de ofenderlo. Pero se ofendía igual, no estaba de humor para andar perdonando cualquier cosa. En general, la gente pedía ayuda para sobrellevar alguna situación, o para que algún otro pudiera superar algún percance. Estas intenciones no tenían nada de malo, a veces era cierto que el único que podía ayudar era él. “¿Pero no se dan cuenta de que ya lo sé?” pensaba Dios. “Ya conozco la situación de todos, man. Para algo soy omnipotente, la puta que los parió. Por ahí todo es parte de mi plan para el Universo, ¿no les cabe en la cabeza?” Dios sabía que no todas las calamidades eran necesariamente parte de su plan. Él se manejaba más que nada a grandes rasgos, a nivel universal, no estaba en todos los detalles.
En momentos como aquél, Dios desarrollaba cierta simpatía por los ateos, que por lo menos no creían en él, y entonces no lo molestaban. Pero rápidamente se daba cuenta de que unos cuantos que se decían ateos, cuando se encontraban en dificultades, acudían a él igual, por las dudas. Entonces se enojaba más. “¿Así que cuando tenés problemas venís a Papá?” exclamaba Dios encolerizado.
Cuando pasaron algunos minutos de gritos de Dios, los arcángeles se reunieron en las cercanías de sus aposentos. El arcángel Gabriel decidió entrar a calmarlo. Al principio debió recibir insultos por parte de Dios, que no quería entrar en razones. Pero Gabriel, con paciencia, lo fue llevando por un rumbo más positivo. Le hizo pensar en todos los que seguían su ejemplo y hacían bien a los demás, en aquellos que evitaban rezar para no molestarlo, en los que se preocupaban por no nombrarlo en vano.
Dios, lentamente, se fue calmando. En un momento se acercó al arcángel y lo abrazó. Gabriel también lo abrazó todo lo que pudo. Ambos exhalaban amor y misericordia. Después de unos minutos de silencio, en los que no valía la pena decir nada, Dios dio por terminado el abrazo y agradeció a Gabriel la intervención. El arcángel se limitó a apuntar que estaba para ayudarlo.
Como la situación estaba más calma, el arcángel se retiró para volver a sus actividades habituales. Antes de irse, oyó la voz de Dios muy suave. “Es que a veces me sacan, Gabriel, me sacan”.