El escape de media mosca

Veranear en una quinta implicó un contacto con el mundo animal. En ese terreno grande, de donde salíamos poco, había toda clase de criaturas con las que habitualmente no tenía contacto. Por ejemplo, sapos. Descubrí una cueva donde se mantenían a la sombra durante el día. Y a la noche los seguía en su camino por toda la quinta.
En los alrededores había caballos y perros, con los que podía interactuar, aunque existían algunos peligros implícitos. Los mamíferos se completaban con bellas lauchas que aparecían cerca de la casa.
El lugar tenía además una diversa población de insectos. Las cigarras cantaban durante todo el día. Como era verano, moscas y mosquitos revoloteaban en todos lados. Lo mejor para que no molestaran era meterse en la pileta, aunque cada tanto aparecía algún sapo ahí adentro. Lo veíamos luchar por su vida, y lo rescatábamos con el sacabichos. También rescatábamos abejas, moscas y escarabajos que pudieran caer al agua. A veces lográbamos llegar a sacarlos vivos, a veces no.
Un objeto similar al sacabichos cumplía el propósito opuesto. El matamoscas no estaba en nuestra casa habitual, y descubrí su uso en esa quinta. Matar una mosca con las manos es mucho más difícil que un mosquito, porque siempre se escapan a tiempo, por más esmero que uno ponga en ser sigiloso. Es como si tuvieran un sexto sentido de la vista.
El matamoscas soluciona el problema, pero crea uno nuevo: qué hacer con los restos. Lo lógico es tirarlos a la basura, aunque eso provoque el canibalismo de moscas posteriores. Pero con el correr de los días encontré un destino mejor.
En un lateral de la casa, un sector donde no iba seguido, había un árbol grande que tenía varias ramas horizontales. Entre dos de ellas estaba instalada la tela de una hermosa araña argiope. A veces me quedaba observando su comportamiento. La paciente espera hasta que algún insecto volador se topara con la tela. Cuando eso ocurría, la araña salía de su puesto en el centro, caminaba lentamente hacia su presa y la devoraba metódicamente.
Era fascinante para ver. Existía una lucha del insecto que se veía atrapado en la tela, en el momento en el que la araña estaba caminando. Algunos, sobre todo los más grandes, lograban desengancharse a tiempo. Otros no, y ése era su fin. La araña los ingería sin demasiada prisa, y después volvía satisfecha a su puesto, a esperar más comida.
Decidí entonces que ése era un buen destino para las moscas que mataba. Iban a sufrir menos. Una mañana, salí determinado a cazar para darle de desayunar a la araña. Cuando encontré una mosca, la maté y la llevé hasta el lugar indicado. Tuve que desarrollar cierta técnica para arrojarla hacia la telaraña. A veces no embocaba, y los cuerpos iban a parar al pasto, lo que los hacía irrecuperables.
Una vez lo logré. Fue una ocasión en que la tela había atrapado a otra mosca, por medios naturales. La araña estaba comiéndola. Me pareció apropiado lanzarle mi mosca, como segundo plato, para cuando terminara. Pero la araña, al sentir la llegada de mi regalo, tuvo otra idea.
Como nunca había escuchado el refrán del pájaro en mano, eligió abandonar la mosca que estaba comiendo para ir a buscar la nueva. Se acercó a ella, y sin darse cuenta le proporcionó la oportunidad a la anterior, que estaba a medio comer. La media mosca, al ver que su ingestión había sido suspendida, empezó a tratar de zafarse. Se movía frenéticamente, mientras la araña no hacía caso a su lucha. Finalmente, su esfuerzo fue recompensado y logró volar hacia la libertad. No lo había planeado así, pero mis ganas de matar moscas y alimentar a la araña le salvaron la vida a la mitad de una mosca, que no se sentía comida ni aun comida.