El remedio

Estaba en un asado. Me dolía la cabeza, y lo expresé a los comensales. Un amigo de un amigo se me acercó y me dio un cilindro corto. “Esto te va a ayudar” me dijo. Confié en él y me lo tomé. Ayudé a tragarlo con un vaso de agua.
Después de tomarlo le pregunté qué era. “Es una tableta de ácido acetilsalicílico”. Me alarmé. Pensé que el ácido me podía traer efectos secundarios indeseados. Lo único que quería era que me dejara de doler la cabeza. Él me aseguró que no pasaría nada.
El dolor continuaba. La tableta no tenía efecto instantáneo. Sabía que no podía pedir eso. Sin embargo, rápidamente se hizo más fuerte. Se me partía la cabeza. Sentí que el cráneo se dividía en dos mitades. Del hueco del medio salían colores disparados, en todas las direcciones. Algunos volvían a entrar por los ojos, que ahora estaban más separados debido a la división de la cabeza.
No sabía que tenía tantos colores adentro. De repente, todos esos colores me rodearon. Me vi envuelto en una especie de señal de ajuste. Eran barras, como si fueran los barrotes de una cárcel feliz. Pero no se mantenían quietas. Cambiaban de color, subían, bajaban, bailaban. Parecía una cortina de tiras de la puerta de una carnicería. Se movían con el viento, pero no de adentro hacia afuera, sino de arriba hacia abajo.
Las barras me llamaban. “Vení, vení”, decían. Me vi en la tentación de tirarme, como si fuera una cascada. Me tiré de cabeza hacia el color. Aparecí en una especie de tobogán. Miré hacia los costados y estaba yo, disfrutando de la caída, pero no me estaba mirando. No era un espejo. Éramos no menos de tres yo que habíamos tomado la misma decisión. Cada uno tenía cara de alegría.
Mientras disfrutaba, se me ocurrió que la sensación se iba a terminar. En algún momento iba a llegar a la base del tobogán, y sería algo lamentable volver a tierra firme después de experimentar esa sensación. Sin embargo, no se terminaba. Parecía bastante largo. No se veía el final. De repente, llegué hasta abajo, pero el tobogán no se terminó. Me di cuenta porque en lugar de bajar subía. Miré a mi alrededor y estaba andando en arco iris. El arco me llevaba, como una cinta transportadora.
Me dejé llevar. El camino era placentero. Podía ver el mundo desde arriba, pero no me interesaba tanto. Ahí cerca tenía los colores más vivos que jamás había visto. Podía penetrar en ellos, teñirme de uno o de más colores, darme un refrescante baño en su luz.
El impulso del arco iris me llevó a dar la vuelta entera. De pronto estaba cabeza abajo, de espaldas al vacío del mundo. Estaba enganchado al arco por la cintura. Los otros dos yo habían desaparecido. No los vi más. Pienso que tal vez se habían integrado a mí, porque me sentía un poco más completo.
Me acercaba de nuevo a la bajada. Me preparé para el vértigo que había sentido antes. Pero esta vez fue distinto. Me di cuenta de que no estaba en el tobogán, sino en una bajada vertical y suave, como si se hubiera abierto un paracaídas. De repente, estaba otra vez en el asado, con la misma gente.
Ya no me dolía la cabeza.