El último en dormirse

Fuimos de campamento con la escuela. Era una actividad fuera de lo común. Implicaba muchas horas de estar todos juntos, y sin tener que ir a clases. Era como una clase de gimnasia que duraba todo el fin de semana. Nos encantaba. Jugábamos a toda clase de deportes, y teníamos un tiempo casi ilimitado para hacerlo. Sólo había interrupciones para comer y dormir. Y después de jugar a la pelota todo el día, comer nos venía bien.

Lo que no queríamos era dormir, porque queríamos estirar la experiencia todo lo posible. Pero no podíamos quedarnos andando por ahí. Dormir era obligatorio, y las autoridades del campamento se ocupaban de que estuviéramos en nuestras respectivas cabañas (se trataba de un campamento sólo nominal).

Eso sí: una vez dentro de las cabañas, no nos molestaban. Controlaban, sí, si teníamos la luz apagada, de manera que no podíamos dejarla prendida. Pero eso no significaba que no pudiéramos estar despiertos. Aprovechábamos para hablar, hacernos chistes, comentar lo sucedido durante el día, pensar qué podíamos hacer al siguiente.

Nuestra conversación fue lo suficientemente fuerte como para que el profesor de gimnasia de la escuela, que era el coordinador del campamento, se diera cuenta de que no dormíamos. Entonces irrumpió en nuestra cabaña y nos habló un rato. Nos comentó la importancia de reponer energías después de un día tan agitado como el que acabábamos de tener. Nos dijo que a él también le encantaba pasar un día entero de deportes, y que siempre tenía ganas de jugar a algo. Y nos propuso un juego: ver quién era el último en dormirse.

De esta manera, supongo ahora, intentó canalizar nuestros instintos competitivos hacia algo más o menos sano. Lo que no se imaginó es qué tan en serio nos lo íbamos a tomar. Como estábamos entusiasmados con la competencia, decidimos hacer exactamente eso. Nos dedicamos muy metódicamente a demorar lo más posible en dormir.

Para lograrlo, era necesario conservar energía. Usarla sólo lo necesario para mantenernos despiertos. Si usábamos de menos, nos dormiríamos, y si usábamos de más, más temprano que tarde también nos dormiríamos. Entonces, gradualmente, fuimos haciendo el ejercicio de dejar de hablar y sólo mantener nuestra vigilia. Como estaba oscuro, lo único que podíamos hacer era pensar. Observábamos de refilón si los demás compañeros estaban dormidos. Los fui observando hasta que supe que todos dormían. El ganador era yo.

Fue una gran alegría, el broche de oro de un día inolvidable. Sin embargo, mi entusiasmo por el triunfo fue tan grande que me entusiasmé muchísimo. Pasé toda la noche intentando dormir, pero no hubo manera. La adrenalina de la competencia me mantuvo alerta.

A la mañana siguiente me proclamé ganador durante el desayuno. Sin embargo, el profesor de gimnasia me aclaró que el ganador iba a ser el último en dormirse, y como no había dormido, no había cumplido el requisito final. Por lo tanto, uno de mis compañeros fue declarado ganador.

La decisión me molestó tanto que me volví a la cabaña y me encerré. No quise ver a nadie. Me sentía traicionado, aunque no sabía bien por qué. Y mientras los demás se dedicaron otra vez a un día de deportes, permanecí solo, protestando la injusticia. Todos pensaron que me quedé durmiendo.