Fuera de la ciudad

No aguantaba más vivir en la ciudad. Había pasado toda mi vida ahí, sin darme cuenta de lo antinatural de las sirenas, los embotellamientos, los traslados diarios y la gente que aparece por todos lados, como si brotara de entre las baldosas. Quería ver brillar el sol sin necesidad de pispearlo entre edificios, y ver el reflejo de su brillo sobre el pasto verde, o la tierra marrón. Que no se desperdiciara en calentar el pavimento con el que hemos cubierto todo el suelo.
Cuando la vida de la ciudad llegó a tal nivel que no pude tenerla como ruido de fondo, no tenía forma de ignorarla. Algo tenía que hacer. Empecé a pensar en la posibilidad de irme de la ciudad. Antes no se me había ocurrido. Vivía más o menos conforme, no sé si tranquilo, pero me adaptaba al vértigo urbano. Y un día me di cuenta de que no era necesario. Otra vida debía ser posible.
No sabía si tenía el coraje necesario para dar ese paso. Tenía miedo de que fuera demasiado tarde, de que mi vida estuviera demasiado adaptada y no pudiera desenvolverme en un lugar más tranquilo. Entonces empecé a pedir consejo a mucha gente.
Es cierto, me obsesioné un poco. Es que la ciudad está siempre presente, y cuando uno se da cuenta la ve todo el tiempo, a su alrededor. Cada vez que salía a la calle, ahí estaba la ciudad. Ya me molestaba su sola presencia. O mi presencia ahí. Por eso le hablaba a todo el mundo sobre la idea de irme. Algunos me desalentaban, pero la mayoría no. En general pensaban que era una buena idea. Me decían que lo hiciera, que me fuera, y que si ellos pudieran harían lo mismo.
Decidí explicarles que ellos también podían. Todos podíamos. Pero por alguna razón no lo hacíamos. Capaz que algo más complejo que lo que estábamos pensando nos impedía hacer el cambio. Claro que no es fácil cambiar completamente la vida de uno.
Logré, sin embargo, convencer a algunos. De hecho, se fueron antes que yo. Yo todavía no me animaba, aunque me gustaba la expectativa de tener amigos para ver cuando me fuera de la ciudad. Nos habíamos puesto de acuerdo en ir a un bosque en particular, así podíamos encontrarnos.
Mis amigos se entusiasmaron tanto que no sólo dejaron todo y se fueron. También convencieron a amigos suyos para ir con ellos, que a su vez convencieron a amigos propios. Se terminó yendo un contingente importante. Después otro. Y otro. Abandonar la ciudad se puso de moda. Las autopistas se colmaban con jeeps cero kilómetro de gente que se los compraba para poder manejar en el bosque.
Pero llegó un momento en el que en el bosque no necesitaban jeeps. La gente que ya estaba se había encargado de crear caminos rudimentarios para que los demás pudieran llegar. Se estableció una organización de la comunidad que se iba formando, para evitar el desorden.
Había gente que no quería abandonar la ciudad, pero veía como buen negocio venderles productos a los habitantes del bosque. Había un mercado no explotado, que se hizo más grande cuando los comerciantes empezaron a requerir productos para ellos, como comida, jabón, faroles, instrumentos musicales, libros y dispositivos de comunicaciones, que pudieron ser usados cuando la primera empresa de telefonía celular instaló una antena en el árbol más alto del bosque.
Todo esto ocurría a una velocidad asombrosa. Casi no me dio tiempo para adaptarme a los cambios. Seguía con la idea de irme al bosque en cualquier momento. Hasta que me di cuenta de que mi cuerpo ya no me lo pedía. La vida se había hecho más apacible en la ciudad. El silencio se había apoderado de las calles. Podían pasar varios días sin ver a ninguna persona. Empecé a disfrutar una nueva rutina, de salir a la calle y recorrer un lugar amplio, sólo para mí. Y a ver crecer los yuyos entre las grietas del pavimento.