La barba es parte de mí

Mi barba me acompaña cuando estoy solo. Me es fiel. Siempre está ahí, siempre sé dónde la puedo encontrar. Es como una extensión de mi cuerpo. Es lo que soy. Es parte de mí.
Es como mi sombra, pero mejor porque está también cuando no hay luz. Y se la puede tocar, acariciar, peinar. Está siempre cerca de mi cara. Yo la cuido, porque ella me cuida. Cuando hace frío, me protege. Me rodea el cuello y me abriga como una bufanda.
Requiere cuidados para estar saludable. Igual que yo. Tengo que tratarla con suavidad, porque a pesar de ser resistente, es también delicada. Si pasan muchos días sin el aseo correspondiente, se pone tensa, desordenada, pinchuda. En cambio, cuando la trato bien está grácil y sedosa.
Ella define mi apariencia. Mi cara no termina en el mentón. Si no estuviera, parecería otra persona. Como que me faltaría algo. Los niños no podrían agarrarse de ella para estar cerca de mí. No podría atarla a los caños cuando el colectivo está lleno. No podría hacer cosquillas a la gente cuando hago el gesto de negación.
A veces parece tomar vida independiente. La punta se traslada hacia distintos lados. A veces me indica el camino. Otras veces le indica mi camino a los demás, como una luz de giro. Pero en general se mueve junto con mi cabeza, asintiendo cuando mastico, absorbiendo el aire que respiro, filtrando los mosquitos que puedan llegar al cuello.
Ocurre a veces que me la piso, porque soy achaparrado. La barba va al suelo también, se solidariza conmigo, y después se queda cabizbaja, inconspicua, como si le diera vergüenza haberme traicionado. Pero yo la perdono. Sé que no es su intención. Como tampoco se engancha a propósito en las puertas de los ascensores. Y ahí ella sufre más que yo.
A la noche, después de lavarme los dientes y peinarla con dulzura, me acuesto con ella. En realidad, me acuesto en ella. Apoyo la cabeza en mi mullida barba, que es mucho mejor que hacerlo en una almohada. Porque aunque no parezca, la barba es parte de mí.