Las manos secas

Estaba por salir del baño, y no me parecía que me hubiera ensuciado especialmente las manos. Pero siempre me las lavo después de ir al baño. Es una cuestión de higiene. Aunque, más que eso, es una costumbre. Una necesidad psicológica que tengo incorporada. Si no me lavo las manos después de ir al baño, por más que las tenga limpias, después las siento sucias.
Entonces las lavé. Había una de esas canillas sin rosca, en las que uno aprieta un botón y no sabe exactamente con qué fuerza va a salir el agua. Me alejé instintivamente, pero fue al revés de lo que temía. El chorro era débil y corto. Era necesario apretar muchas veces el botón, algo que no era muy higiénico. Pero ya no podía arrepentirme, me había enjabonado y era necesario sacarme eso de las manos.
Con un poco de paciencia lo logré. Pasé entonces al secador. Era de los que tiran aire caliente. O mejor dicho, de los que alguna vez tiraron aire caliente. Era lo suficientemente moderno como para no tener interruptor. Se daba cuenta de la presencia de una mano, y emitía el soplido acorde.
El problema era que el sensor no estaba en su mejor momento. Entonces había que colocar las manos en un lugar en particular, y eso limitaba los movimientos. Si me corría de donde el sensor actuaba, el aparato se apagaba. Y resultó que el lugar donde estaba el sensor no era justo abajo del extractor. Me llegaba a las manos sólo una pequeña brisa semicaliente.
Y el tiempo empezó a pasar. La gente entraba y salía del baño sin lavarse las manos. “Sucios”, pensaba yo. Algunos se lavaban y después se las secaban con los pantalones, que quién sabe por dónde habían andado.
Miré al costado y me reflejaba en el espejo. El mismo espejo dejaba ver la puerta, donde entraba gente vestida cada vez de manera distinta. Empezaron a abundar las camisas manga corta, ya no había tantos sacos. Y después no hubo más camisas. Fueron reemplazadas por algo que nunca había visto, pero que hacía la función de camisa. Los pantalones seguían estando, y la gente los seguía usando para secarse las manos, aunque las telas tenían patrones cada vez más extraños.
En los períodos de oscuridad no había mucho movimiento. Pero duraban relativamente poco. Cuando terminaban, siempre venía un señor con un balde que se sorprendía al verme, pero después me empezó a saludar. Yo hacía un movimiento con la cabeza para devolver el saludo. A veces me arrepentía, porque tenía el pelo demasiado largo y tenía que mover la cabeza de forma que no se obstaculizara mi campo visual.
Las manos ya estaban menos mojadas. El pelo que cubría mi cara era cada vez más blanco, pero igual no me dejaba ver. No es el color del pelo lo que obstruye la luz, sino su cuerpo. Para entonces no sólo me reconocía el del balde. También algunas de esas personas con no camisa me saludaban. Pero en un momento dejaron de venir. Fueron reemplazadas por otras, que al principio ignoraban mi presencia. Algunos se asustaban, como los niños, que al verme corrían a agarrarle el pantalón a los padres, y en consecuencia se mojaban las manos.
Los niños dejaban de asustarse a medida que crecían y se daban cuenta de que yo era inofensivo. Después empezaban a entrar solos, ya sin sus padres. A algunos de esos padres los dejé de ver, y antes de lo pensado empezaron a caer los hijos crecidos con hijos propios. “Yo también me asustaba con ese señor”, les contaban cuando aparecía el susto.
Para entonces ya me guiaba por los sonidos, porque había perdido la esperanza de hacer algún movimiento con la cabeza que me sacara todo ese pelo blanco de la cara. Podía darme cuenta de cuándo había luz y cuándo no, y a veces distinguía algunas formas. Aprendí a identificar las voces, aunque muchos no acostumbraban a dialogar en el baño. Por eso aprendí a identificar también las pisadas.
Pero pronto empezaron a ser muy difíciles de distinguir. Las pocas que había estaban tapadas por tremendos golpes que venían de todos lados, sobre todo de arriba. Unas pisadas decididas, sin embargo, se acercaban hacia mí. Sentí una presencia cercana, como hacía mucho que no sentía, seguramente por el olor que despedía todo mi cuerpo excepto las manos.
La voz se identificó como la del encargado. Me comunicaba que el establecimiento estaba siendo demolido. “Un momento”, le dije, “ya estoy por terminar”. Pero no me quiso escuchar. Ante mis protestas, desenchufó el aparato y lo desmontó. Dejé de sentir la corriente de aire en las manos. Puedo decir que fue como un alivio. Salí del baño con cuidado, mientras me sacaba el pelo de la cara con las manos casi secas.