Margaritas a los chanchos

El chancho Osvaldo, cansado de revolcarse en el barro, fue a dar una vuelta por el chiquero. No pensaba que se fuera a producir ninguna novedad, después de todo él conocía bien ese chiquero. Había estado toda su vida ahí. Pero esta vez fue diferente. En un rincón, encontró un ramo de margaritas que alguien había tirado.
Eran más de diez flores, y algo en ellas lo atrajo. No sabía bien qué exactamente, pero mirarlas le producía placer. Por eso quiso compartirlas con su novia, la chancha Ediberta. Ella estaba en otro sector del chiquero, y entonces el chancho Osvaldo agarró una de las margaritas con la boca para llevársela.
En el camino, se cruzó con el chancho Julio, quien le hizo una expresión de burla por el extraño objeto que llevaba. El chancho Osvaldo sabía que el resto del chiquero no iba a ver las flores igual que él. Por eso no le preocupó la jocosidad del chancho Julio.
Cuando llegó adonde estaba la chancha Ediberta, ella estaba revolcándose en el barro. Al chancho Osvaldo no le gustaba mucho esa costumbre, pero sabía que era necesaria para su subsistencia. Él también la practicaba a pesar del desagrado que le producía, sin embargo creía que la chancha Ediberta la disfrutaba demasiado. Era uno de los desacuerdos que tenía con su novia, y el chancho Osvaldo no le daba importancia. Estaba seguro de que tenían muchas más cosas en común, y también tenía la certeza de que ella iba a apreciar la margarita que le llevaba.
La chancha Ediberta, al ver la margarita, pensó que era una broma y se echó a reír de una manera similar a la del chancho Julio. La reacción deprimió al chancho Osvaldo, que era fácil de deprimir. Y entonces el chancho Osvaldo se fue con la margarita al rincón del chiquero donde la había encontrado.
Las otras margaritas seguían ahí, y a pesar de algunas manchas de barro continuaban exhibiendo lo que el chancho Osvaldo percibía. El chancho Osvaldo se largó a llorar. No entendía por qué él siempre tenía que ser diferente. Pero tampoco quería ser como los demás. Más bien su frustración venía del hecho de que los demás no fueran como él.
Al verlo en ese momento, la chancha Ediberta fue hacia él para tratar de consolarlo. Ella era la que más lo entendía en todo el chiquero. Sabía que el chancho Osvaldo era muy sensible, y aunque estaba un poco cansada de estas situaciones, sentía que era su deber sacarlo del estado lacrimógeno en el que se encontraba.
Cuando llegó, le quiso preguntar por qué era tan infeliz. Pero él no le quiso contestar. No estaba en condiciones de comunicarse, y le dio a entender que quería estar solo. La chancha Ediberta, que ya tenía experiencias en ese tipo de situaciones, lo dejó con su pena.
El chancho Osvaldo se quedó regodeándose en esa pena. Deseaba irse a vivir a otro chiquero, uno donde lo entendieran y aceptaran su manera de ser. Soñaba con un mundo ideal en el que todos los chanchos tuvieran el mismo concepto de belleza que él, y además no necesitaran revolcarse en el barro. Pero sabía que era utópico, eso no iba a ocurrir nunca. Antes que seguir pensando en todo eso, prefirió irse a dormir. Y, sin darse cuenta, se durmió sobre las margaritas.
Cuando se despertó, se dio cuenta de lo que había hecho. Y se deprimió más. Había arruinado las flores. El chancho Osvaldo las agarró para tratar de limpiarlas, pero fue inútil. Las margaritas pasaron a ser grises. Habían perdido su pureza.
Sin embargo, un hecho lo sorprendió. Muy cerca de él estaba el chancho Julio, y no se reía. El chancho Osvaldo creyó que se iba a reír, pero el chancho Julio no lo hizo. Rápidamente se acercaron otros. Vinieron el chancho Arturo, el chancho Saúl, la chancha Etelvina, el chancho Rafael, la chancha Violeta y el chancho Juan Alberto. También estaban sus padres, el chancho Antonio y la chancha Josefina. Junto a todos ellos venía la chancha Ediberta.
El chancho Osvaldo creyó que se acercaban para tratar de consolarlo inútilmente. De repente, todos los chanchos se acercaron al ramo de margaritas manchadas con barro, y cada uno agarró una flor. El chancho Osvaldo creyó que las iban a tirar para que él no pensara en ellas. Pero no fue así. Los chanchos acomodaron las margaritas cerca de sus cabezas, las pegaron con barro y empezaron a caminar por el chiquero, luciéndolas.
Todos hicieron eso menos la chancha Ediberta, que se quedó al lado del chancho Osvaldo y le colocó a él una margarita del mismo modo que habían hecho todos.
En ese momento, el chancho Osvaldo comprendió lo que había pasado. El barro había hecho que los otros chanchos pudieran apreciar la belleza de las margaritas. Sólo había sido necesario adaptarlas a su esquema. El chancho Osvaldo se alegró. Dejó de sentirse un incomprendido para pasar a sentirse un visionario.