Número militar

No tengo edad para haber hecho el servicio militar, pero sí me acuerdo de la angustia del día del sorteo. Los varones de quinto año ese día no tenían clases. No podían, era demasiada la ansiedad por servir a la Patria. Cada uno, según su documento y el número que saliera en el sorteo hecho especialmente en el edificio de la lotería nacional, conocería su destino en esa jornada.

Todos querían comenzar rápido la preparación. Habrían estado dispuestos a entrar en combate allí mismo, si era por el bien de la Nación. Pero sabían que las autoridades militares nunca les permitirían ir a batallar antes de recibir el entrenamiento adecuado. Por eso querían arrancar lo antes posible.

Se oían ruidosas celebraciones cuando a algunos afortunados les tocaban los números más altos. Sabían que, mientras más alto el número, mayor era la probabilidad de ser asignados a la Marina, y así tendrían por delante una conscripción de dos años, en lugar de la normal de uno. Es decir que pasarían el doble de tiempo al servicio de la Patria. Muchos llegaban a las lágrimas al darse cuenta de que cumplirían el sueño que tenían de chicos, cuando se vestían con traje de marinero.

Algunos familiares se preocupaban porque lo primero que iban a hacer estos chicos en el mundo adulto era entrenarse en el uso de armas. Aunque los padres lo habían hecho, se unían a las madres en pensar que sus hijos, niños apenas ayer, no estaban preparados para afrontar semejante responsabilidad. Temían por la Patria, porque si quienes la defienden no están a la altura, se corre el riesgo de sucumbir ante las amenazas que rondan por el mundo.

Pero los jóvenes aspirantes a héroes estaban convencidos de su lealtad al país donde habían nacido y crecido. Algunos familiares que tenían influencia ofrecían cambiar el destino por alguno donde la experiencia no fuera tan dura, como las oficinas del ejército, o la banda musical. Pero los flamantes conscriptos se negaban.

—¡Jamás! ¡Estaré allí donde la Patria me necesite!

Se veía por televisión que, en las provincias remotas, jóvenes analfabetos tenían el mismo entusiasmo. Se sabían igual de argentinos que cualquiera, y estaban ávidos de ir a encontrarse con la gratitud de un pueblo que los consideraba iguales y los honraba con su servicio. Por eso festejaban cuando alguien les explicaba que había salido su número. Servir a la Patria era un motivo de gran orgullo.

Pero estaban también los otros. Los que en el sorteo sacaban un número bajo. Eso implicaba que, llegado el caso, no iban a tener la suerte de armarse en defensa de la Nación. Y lloraban. Ellos querían estar ahí, en el frente, en el momento que hubiera que enfrentar a algún fiero enemigo externo o interno. Los desconsolaba no tener la oportunidad de mostrar su valor.

Los familiares intentaban darles ánimo. Les decían que igual podían enrolarse. Pero sabían que no era lo mismo que recibir el llamado. Querían saberse valorados, sentir que pertenecían. Ellos, como todos, también aspiraban a acceder a los beneficios personales que traía el servicio. Porque cuando un joven sirve a la Patria, ella a cambio lo devuelve mejor. Querían desarrollar valores como el orden, la pulcritud, la puntualidad, la exactitud, la higiene y la obediencia incondicional a la autoridad. En pocas palabras, querían hacerse Hombres.

De ahí la tristeza. No tendrían la oportunidad de hacer una experiencia igualmente enriquecedora para ellos y para la sociedad. Y tenían también la extraña sensación de saber que la Patria no los necesitaba para defenderse. Había demasiada gente para eso. Es feo saber que uno sobra.