Sed

En la Cervecería Modelo de La Plata dan maní gratis. La idea es que el cliente pida cerveza, y en general lo consiguen. Por eso cuando se acaba el maní vuelven a traer. Pero no es eso lo que destaca a la Modelo entre los muchos lugares que tienen esa costumbre. Lo que distingue a la Modelo es que las cáscaras de maní se tiran al piso, lo cual genera un placer inigualable.
En todas las mesas los clientes de la cervecería reciben maní, lo comen y tiran la cáscara al piso. El piso queda cubierto de ellas. Parece el suelo peludo de una peluquería. Al caminar por ese suelo, muchos pisan intencionalmente las cáscaras descartadas para que se genere el ruido crocante característico.
No paré de comer maní en mi visita a la Modelo. Empleé distintas modalidades para descartar las cáscaras. Rompía una y la tiraba al suelo. Rompía varias, juntaba un montón y tiraba todo el montón al piso. Después, cuando me levantaba por cualquier motivo, pisaba con alegría el suelo crocante. Comí cualquier cantidad de maní.
Todo el maní me terminó dando una sed como nunca había sentido. Tenía tanta sed que me tomé toda la gaseosa que pensaba que me duraría la cena entera. Pedí otra, luego una más, luego otra, y otra. La sed no se me iba. Terminé las existencias de gaseosa, y tuve que pedir cerveza, a pesar de que no acostumbro tomarla. La sed resistió a las cervezas y a todas las otras bebidas. Llegó un momento en el que me echaron del baño porque no paraba de tomar agua de la canilla. Me tuve que ir del lugar, pero mi sed seguía intacta.
Vacié los quioscos y estaciones de servicio en el camino hacia la autopista, sin que mi sed sufriera modificaciones. Al contrario, era cada vez mayor. Estaba tan desesperado que cuando pasé por los piletones del sistema de distribución de agua, me bajé de la autopista y me tomé toda el agua. La sed se calmó un poco, pero minutos después volvió en todo su esplendor. Entonces salí definitivamente de la autopista, me interné en el Río de la Plata y me lo bebí completo.
Bebí también el Riachuelo y el arroyo Maldonado. Mi sed seguía aumentando.
La desesperación que tenía era enorme. Ya no me hacía nada tomarme una botella de agua o un bidón de veinte litros. La sed ni se mosqueaba con esas cantidades. Me tomé los lagos de Palermo y el Parque Centenario, luego me fui hasta el delta del Tigre y bebí, así como venían, el Paraná y el Uruguay.
Como no era suficiente, fui hacia el otro lado y me tomé el océano Atlántico, luego el Índico y más tarde el Pacífico. Pero el agua salada me hizo peor. La sal me dio aún más sed, y tuve que ir a las altas montañas, a los deshielos, a los grandes lagos y a todos los ríos del mundo.
Cuando terminé de beber el último río, noté que la sed se estaba yendo. Bebí los últimos sorbos lentamente, hasta que sentí que me saciaba. En ese momento suspiré aliviado y me relajé. Pero me duró poco tiempo, porque al relajarme me vinieron ganas de ir al baño, y supe que todavía faltaba la mitad de la experiencia.