El zapato del presidente

El presidente perdió un zapato. Inmediatamente firmó un decreto declarándolo encontrado. Pero el zapato no aparecía. Llamó entonces a su asistente personal para preguntarle qué ocurría. El asistente no dudó: “es que el decreto no entra en vigencia hasta que es promulgado en el boletín oficial”. Mientras tanto, el asistente fue hasta el placard de la residencia y le consiguió un par de chinelas. El presidente tuvo que disculparse en la cena de gala de esa noche por usar las chinelas, pero dijo que al día siguiente el problema iba a estar solucionado.
A la mañana, el presidente leyó su decreto en el boletín oficial. Siempre lo hacía, porque le gustaba leer sus obras apenas publicadas. Cuando leyó el letrero que daba por encontrado el zapato, se alegró. Ya era oficial que estaba en su poder. Entonces llamó al asistente. Pero el asistente no estaba. Se encontraba recorriendo la casa de gobierno en busca del zapato. Pero no le había dicho a nadie porque no quería que se supiera lo que ocurría.
El presidente, entonces, no encontró a su asistente. Tampoco a su zapato. Y había algo peor: no encontraba el otro zapato. Debió recurrir de nuevo a las chinelas, y consideró componer un decreto en el que declaraba la jornada como “día casual” y obligaba a todo el país a ir a trabajar en chinelas. Pero después se acordó de que el decreto sólo podía publicarse al día siguiente. Así que abandonó la idea, decepcionado. Decidió irse a bañar para olvidarse del asunto.
Mientras tanto, el asistente había encontrado el zapato. Estaba en el baño de la oficina de la secretaria del ministro de imagen pública. Pero estaba bastante estropeado. Se notaba la diferencia al compararlo con el otro integrante de su par. El asistente supo qué hacer, porque ése era su trabajo. Llevó el zapato a uno de los lustrabotas que trabajaban en las cercanías de la casa de gobierno, que se encontraba en una zona céntrica de la capital. El primero al que le ofreció el trabajo se negó: “yo sólo lustro botas”. Pero el segundo se dignó a cambiar la descripción de su trabajo cuando se le mencionó que eran los zapatos del presidente. El asistente vio cómo el zapato antes perdido recuperaba brillo, a tal punto que brillaba mucho más que el otro. Entonces tuvo que hacer lustrar también el otro. En poco tiempo, ambos quedaron relucientes, el asistente resultó satisfecho y el lustrabotas fue más rico.
El asistente fue a toda velocidad hacia la residencia. Cuando llegó, el presidente todavía se estaba bañando. Le dejó ambos zapatos al pie de la cama. Cuando el presidente terminó el baño, salió a la recámara oficial y vio los zapatos. Luego miró en dirección al boletín oficial, con cara de satisfacción. Contento, se vistió para encarar el día. En honor al zapato recuperado, decidió ponérselos primero. Le costó bastante ponerse los pantalones con los zapatos puestos, pero eso no fue nada comparado con el trabajo que tuvo para ponerse las medias. Le resultó tan difícil que debió recurrir a un nuevo decreto.

Escondamos la plata

La reciente ola de robos a personas que salen de los bancos luego de cobrar importantes sumas de dinero puede detenerse con algunas medidas simples de camuflaje. Para poder operar, los delincuentes necesitan saber quién sale y entra de un banco con mucho dinero. Resulta ineficiente atacar a cualquier persona, porque robar cien o doscientos pesos que pueda haber sacado del cajero automático no alcanza para mantener a una banda de criminales.
Es por eso que las víctimas suelen ser las que llevan mucho dinero. Las operaciones son algo más complicadas, pero mucho más redituables. Dependiendo de la cantidad obtenida, tal vez con una al mes alcanza. De otro modo, tendrían que hacer varias por día, y correrían el riesgo de ser atrapados por las autoridades.
La cuestión es, entonces, no hacer notorio que uno transporta dinero. Hay que hacer un cambio cultural, adaptarse a una nueva costumbre, pero aquellos que lo prueben encontrarán que es muy razonable. La idea es dejar de diferenciar a las personas que transportan dinero de las que no. Que todos caminen inconspicuos por los distritos financieros, de modo que los delincuentes no los sepan identificar.
El procedimiento es simple: hay que dejar de transportar el dinero en bolsas blancas con el signo “$” escrito en ellas. Habrá que usar otros elementos: bolsos, maletines, bolsillos o tal vez algún método no inventado aún. De este modo, los ladrones verán diluidos sus botines y su trabajo será más difícil.
Sabemos que hacer el cambio implica una adaptación importante. Pruébela, vale la pena. De todos modos, si todavía no se anima, recuerde que siempre es sano, cuando uno sale de un banco, no caminar hacia las personas que usan remeras a rayas horizontales blancas y negras, particularmente si tienen también puesto un antifaz.

Escribir en sueños

Soñé que se me ocurría una idea: Argentina invadía una ciudad inglesa y como respuesta Inglaterra invadía una ciudad argentina. No sé de dónde salió esa noción, pero en el sueño la idea me gustó. La pensé un poco y decidí que las ciudades debían ser Ipswich y Pergamino. No sé por qué. Entonces me dije que no tenía que perder tiempo y me puse a escribir el cuento. Salió bastante fácil, en un rato lo tenía casi terminado.
En eso me desperté. En realidad no me desperté, sino que soñé que me despertaba. Había estado soñando que soñaba todo eso. Pero como, en el sueño, me había despertado en el medio de un sueño, me acordaba lo que estaba soñando. Entonces me sentí decepcionado por no tener el cuento escrito, pero por lo menos conservaba la idea y me seguía gustando.
Así que me puse a escribirlo. Pero me costó más que en el subsueño. Pensé que tal vez la idea no era tan buena, era de esas ideas que sólo tienen sentido en un sueño. Alguna vez me ha pasado. Pero me parecía que no era el caso, era una idea razonablemente promisoria. Así que decidí perseverar.
Entonces me metí más en la historia. Me metí al punto que empecé a soñarla, no ya como idea abstracta sino como sueño hecho y derecho. Pasé a formar parte de uno de los elementos de la historia. Me encontré en Ipswich negociando con alguien alguna cosa, en representación del gobierno argentino, o algo así, no me acuerdo bien la escena que soñé. Sí me acuerdo que tenía lugar en una escuela, por alguna razón, y creo que la escuela estaba sitiada. No sé, dentro del sueño tenía lógica.
Después desperté de ese sueño y regresé al nivel anterior de sueño, en el que intentaba escribir esa misma historia. Volví a sentir la frustración de haber perdido algo que estaba escrito. Pero por lo menos conservaba la idea y me seguía gustando. Y como, por algún motivo, era consciente de que estaba soñando, me propuse guardar la idea en la cabeza y anotarla cuando me despertara.
Esa noche escribí el cuento.

Intromisión extranjera

Cansado de la ocupación inglesa de islas lejanas que se interpretaba como una inaceptable intromisión en el territorio argentino, el gobierno ordenó a las Fuerzas Armadas trazar un plan para dar a los ingleses de su propia medicina. El Presidente recibió de inmediato los detalles de una operación destinada a invadir las Islas Malvinas y tomar el control de ellas.
Pero el Presidente lo encontró inaceptable. Llamó enojado al Jefe del Estado Mayor Conjunto. “¿Cómo es posible que se planee invadir lo que es nuestro territorio?” preguntó el mandatario. Luego dio a entender que pretendía una operación militar para quitarle a Inglaterra parte de su propia tierra, de modo que se pudiera intercambiar con las Malvinas.
Los jefes de las Fuerzas Armadas repasaron los recursos disponibles, y llegaron a la conclusión de que era imposible invadir Inglaterra sin ser repelidos. Pero igual le tenían que llevar algo al Presidente, así que armaron una operación sorpresa para tomar una ciudad pequeña y periférica. Así llegó al Presidente de Argentina la idea de invadir Ipswich Town. Entusiasmado, el comandante en jefe ordenó atacar inmediatamente, antes de que los ingleses tuvieran alguna idea de lo que se tramaba.
De este modo, en pocos días una importante flota de aviones de la Fuerza Aérea Argentina penetró en espacio aéreo inglés y descendió sobre Ipswich. Cientos de soldados bajaron de los aviones y detuvieron a las autoridades de la ciudad, con lo que tomaron efectivamente el control.
El Primer Ministro inglés no tuvo tiempo de reaccionar. Toda respuesta militar implicaba poner en riesgo a la población inglesa de Ipswich, y no quería tomar medidas irresponsables. El gobierno inglés decidió encarar la crisis por la vía diplomática y dejar la situación como estaba.
El alcalde designado por el gobierno argentino para Ipswich, brigadier Abel Arias, tomó dos medidas centrales para demostrar ante el pueblo su autoridad. Primero decidió que los autos debían circular por la derecha. En segundo lugar, designó al peso argentino como moneda oficial de Ipswich Town, y prohibió cualquier operación con otro signo.
Mientras tanto, las negociaciones se iniciaban bajo el auspicio de diversos entes internacionales que habían ofrecido su mediación y ayuda. Argentina decidió mostrar sus cartas y anunciar formalmente que sus tropas se retirarían de Ipswich si Inglaterra se retiraba de las Malvinas, de modo que ambas naciones volvieran a tener el territorio que habían perdido. Todo se podía hacer en forma pacífica y veloz. Los ingleses quedaron en contestar.
El gobierno británico estaba tentado de aceptar el trato. No perdían nada de mucho valor para ellos, y de paso se liberaban de un reclamo que ya resultaba muy molesto. Pero no querían mostrar debilidad, así que se dedicaron a ganar tiempo con excusas, de modo de dilatar la situación lo más posible.
En ese interín, la opinión pública inglesa empezó a demandar una respuesta por parte de su gobierno. Los habitantes de Ipswich se sentían abandonados, y los de otras ciudades sospechaban que el gobierno no los respaldaría en caso de algún incidente similar con otro país. De modo que el gobierno se vio en la situación de no poder aceptar totalmente los términos que exigía Argentina.
El conflicto se dilató, y se empezó a notar un fenómeno curioso. El comercio entre Ipswich y el resto del país aumentó en forma notoria. Los habitantes de los alrededores descubrieron que los precios de Ipswich estaban muy bajos, como resultado de regir el peso argentino, con lo cual se volcaron masivamente a comprar ahí. Esto generó una entrada importante de divisas, que resultó en una prosperidad inmediata para Ipswich Town, aunque sus habitantes ahora ganaran en pesos. De pronto, la opinión pública inglesa perdió interés en recuperar la ciudad que era territorio de facto argentino.
El gobierno de Londres, de todos modos, era criticado por su falta de respuestas. Así que decidió pasar a la acción. Envió un ejército a Argentina, donde tomaron por la fuerza el control de la ciudad de Pergamino. Allí establecieron la circulación por la izquierda y la libra esterlina.
El hecho provocó indignación en el pueblo argentino, pero pronto hubo muchos que aprovecharon la oportunidad. En Pergamino, los sueldos eran cinco veces más altos que en el resto del territorio considerado nacional. Se produjo una importante migración interna. Un boom de trabajo y construcción invadió la otrora pacífica localidad bonaerense. Los pueblos de alrededor también se vieron beneficiados, porque los pergaminenses comenzaron a gastar sus libras en donde podían comprar productos en pesos, y como les resultaban baratos, igual les quedaba suficiente ahorro para seguir alimentando el boom económico.
Otras ciudades empezaron a hacer campaña para seducir a los ingleses de invadirlas, de modo de recibir también los beneficios de la diferencia económica. Pero los ingleses no tenían intención de hacer nada excepto compensar lo cometido por Argentina en su territorio.
Más allá de las bondades económicas disfrutadas por las ciudades que se vieron involucradas en el incidente internacional, la opinión pública de ambos países coincidía en un punto: la ilegitimidad de las intromisiones de cada nación en los asuntos de la otra. Era una cuestión de principios, no importaba que se tradujera en beneficios para ambos países. Entonces empezó a haber rispideces en los dos pueblos. Las personas que vivían en las ciudades invadidas fueron mal vistas por las demás, y en las siguientes elecciones generales de ambos países ganaron candidatos que prometían retrotraer la situación.
Así fue que, al reanudarse las negociaciones, con ambos gobiernos dispuestos a retirar las tropas, se llegó a un rápido acuerdo. Pero no contaron con la insubordinación de los ciudadanos. Los habitantes de Ipswich y Pergamino no quisieron volver a sus países de origen. Pretendieron seguir como estaban, o por lo menos tener autonomía para hacer lo que más les conviniera.
Se generó tensión entre las autoridades nacionales y los referentes municipales. No se quería aceptar el retorno de las fuerzas armadas locales, ni el cambio de moneda, ni volver a invertir el lado en el que se manejaba. Ambas ciudades decidieron armar un ejército propio para repeler a cualquier fuerza que osara interferir en la puesta en práctica de su voluntad.
La situación escaló a tal punto que las ciudades declararon su independencia. Inglaterra y Argentina no quisieron reconocer a ninguno de los dos estados nuevos, por miedo a aceptar un precedente, pero la presión de la comunidad internacional para encontrar una solución pacífica al conflicto los terminó persuadiendo.
Con el tiempo, otras ciudades se fueron uniendo a Ipswich y Pergamino, hasta llegar a la situación actual de dos países que aparecen desperdigados, como pintitas de color en los mapas de otros países más grandes.
Se forjó así una profunda amistad entre ambas naciones, que hoy se consideran hermanas. En la plaza principal de Pergamino hay un monumento a los heroicos habitantes de Ipswich, mientras que en Ipswich cedieron uno de los edificios más emblemáticos de la ciudad para instalar la primera embajada de Pergamino.

Ser y tiempo de descuento

Introducción a la metafísica del off-side.
Ya desde los tiempos pitagóricos, la trascendencia de la geometría era de suprema importancia. Las hipotenusas más cortas son más largas que los catetos que las circundan. El balón sagrado de Pitágoras nos lleva a la comprensión del deseo secreto, el fin en sí mismo, el ilusorio poliedro.
Einstein nos dice que el tiempo es relativo a la velocidad. ¿Qué se ve al estar parado sobre un balón que avanza mientras gira sobre sí mismo mientras es atraído por un planeta que gira alrededor de sí mismo y de una estrella? ¿Se ve la expectativa del receptor, de los defensores, de las tribunas? ¿O se ve algo totalmente distinto? Nadie lo sabe, pero algunos maestros iluminados postulan que la trascendencia radica exactamente allí.
La lejana soledad tienta y seduce como los cantos de sirena, pero hace desaparecer el sentido para siempre. Retrocederá el tiempo, retrocederá el territorio, el combate cambiará de manos indeterminadamente al flamear en los aires la solferina bandera del Destino.
El Destino final en posición prohibida. Abominable ausencia de visión de futuro. Oh náyades, quién hubiera pensado en aquel inoportuno paso hacia adelante que termina con nuestro otrora prometedor porvenir. Así no se puede.
La historia está llena de caminos alternativos no transitados, de posibilidades inciertas, de injusticias consumadas, de adelantados incomprendidos en su tiempo. ¡Maldita cercanía que me ha condenado! Cual Ícaro cerca del sol, me he quemado con las mieles del triunfo y caí humillado al mar.
¿Adónde van los goles anulados? Es un misterioso destino, fuera de toda estadística, al que sólo acceden unos pocos elegidos luego de pasar por pruebas que hasta ahora ningún mortal ha logrado transponer. Su existencia intermitente los hace difíciles de ver de lejos, como púlsares de gol.
Imborrables recuerdos causan imágenes indelebles en córneas que luego no sirven para ver otra cosa. Una distancia indetectable para el ojo humano es la diferencia entre el triunfo y la derrota. Valerosos son aquellos que logran traspasarla, esquivando geometría y puntapiés. Veneremos a nuestros héroes del pasado, intentemos ser como ellos sin dejar de ser como nosotros. Llevemos en el fondo de nuestro ser el sentimiento que nace en cada carrera solitaria contra el Universo.
(texto sugerido por un lector de LR! al considerar que mis escritos eran demasiado crípticos)

Gandhi y la olla popular

Para atraer adeptos a sus protestas, Gandhi organizó una olla popular. La gente podría comer y al mismo tiempo manifestarse en contra de lo que fuera necesario manifestarse. Con gran esfuerzo, compró una gran marmita y varios kilos de fideos.
“No, fideos no, Mahatma”, dijeron algunos de sus seguidores. “¿No puede ser algo más liviano?” Gandhi no hizo caso, siguió preparando los fideos para la olla popular. Paralelamente, en una marmita más chica, preparaba una salsa de tomate. Entonces los que protestaban implementaron su propia forma de protesta, que fue irse.
“No, tomate no, Mahatma”, dijeron algunos de sus seguidores, aproximadamente la mitad de los que no habían protestado por los fideos. “Preferimos crema”, dijo uno de ellos. “No, pesto”, dijo otro. Se produjo una discusión entre ambos, que resultaron ser líderes de dos facciones numerosas. Los que querían crema propinaron una certera paliza a los que preferían pesto, y entonces se impuso la crema.
Gandhi, que no quería cometer el mismo error que antes, resolvió hacer caso a sus seguidores. Donó a un pobre que pasaba la salsa de tomates y comenzó a preparar la crema.
En ese momento saltaron los otros seguidores, los que hasta ese momento se habían mantenido en silencio y no habían participado de la pelea. “Eh, Mahatma, ¿por qué les hace caso? Nosotros queríamos tomate”. De inmediato los partidarios de la crema se enojaron y se produjo una nueva pelea. Pero fue más pareja que la anterior. Los dos bandos se trenzaron durante un largo rato, a tal punto que los fideos se pasaron sin que nadie comiera nada. Sólo el Mahatma se dignó a probar un plato.
Cuando terminó de comer, los seguidores seguían peleándose. Al mirarlos, Gandhi tuvo una visión. Decidió que, a partir de ahora, lucharía para terminar con la violencia. Y también que lo haría sin comer.

Historia de Juan y Pinchame

A pesar de ser amigos desde la infancia, Juan y Pinchame tenían personalidades muy distintas. La diferencia más notoria era que Juan era más aventurero, más lanzado. Pinchame, en cambio, era más conservador. Prefería evitar los riesgos, porque pensaba que no valía la pena jugarse en forma irracional.
Muchas veces Juan tenía ganas de realizar alguna actividad alocada y Pinchame le hacía ver que no era conveniente. Podríamos decir que le pinchaba las ilusiones. Pero no era ésa la intención de Pinchame. Por el contrario, tenía intención de divertirse. Sólo que su estándar de seguridad era más alto que el de Juan.
De cualquier modo, muchas veces Juan lo convencía de hacer ciertas cosas. Pinchame, por ejemplo, durante un tiempo se negaba a ir a una montaña rusa. Le parecía inútilmente riesgoso, decía que no valía la pena, pero en realidad tenía miedo. Juan insistió mucho, hasta que logró que fuera. Y no se sorprenderán al enterarse de que Pinchame disfrutó la experiencia. Sin embargo, no quiso repetirla. Una vez era suficiente para él.
Juan se frustraba, aunque respetaba las opiniones de Pinchame. Muchas veces iban juntos a algún sitio, y Pinchame se quedaba mirando a Juan mientras corría algún riesgo. Habitualmente Juan salía ileso, y reprochaba a Pinchame la actitud que él veía como amarga. Pero Pinchame no estaba de acuerdo. Decía que tarde o temprano Juan iba a tener un accidente, y él iba a tener que lamentar la muerte de su amigo.
Desgraciadamente, Pinchame tuvo razón. Aquel día de crecida, Juan quiso ir a nadar. Estaba verdaderamente insistente, entonces Juan y Pinchame se fueron al río. Pinchame se quedó en la costa, Juan se tiró a nadar. Pronto lo agarró una fuerte corriente que no pudo dominar. En poco tiempo, Juan se ahogó. ¿Quién quedó? El que había tomado la precaución de no correr riesgos.

Obra revolucionaria

Benjamín no tenía un pensamiento político. Tenía algunas simpatías, sí, pero no obedecían a un análisis exhaustivo ni a un entusiasmo particular. Era más bien ajeno a lo que ocurría en la política. Se concentraba en su obra literaria, que era aclamada por sus contemporáneos. Se la exaltaba como revolucionaria.
El gobierno del país donde Benjamín vivía desconfiaba de los escritores en general. Y los elogios a la obra revolucionaria de Benjamín hicieron que tuviera problemas con las autoridades. Varias veces fue detenido y sufrió allanamientos. Tuvo que explicar en diferentes oportunidades que no pertenecía a ninguno de los grupos revolucionarios que pretendían tomar el poder en el país. Él no era revolucionario, su obra lo era.
Benjamín lamentaba tener que explicar un concepto tan simple a los agentes del gobierno. Los episodios autoritarios le habían hecho perder respeto por un régimen por el que antes había simpatizado hasta cierto punto. Pero no llegó al punto de unirse a sus enemigos. No sabía qué se proponían los grupos revolucionarios, y tampoco le interesaba demasiado enterarse. Él estaba en otra.
Ocurrió luego un vuelco en la situación. Uno de los grupos revolucionarios consiguió su objetivo de hacerse con el poder. De inmediato recayeron sobre Benjamín grandes honores, como autor revolucionario que era. Estos honores le molestaron bastante, porque lo distraían de las actividades que él prefería realizar, en particular continuar la obra revolucionaria que había sabido crear.
Los homenajes públicos llegaron en demasía, a tal punto que se volvieron más molestos que las persecuciones del antiguo régimen. Los ahora opositores vieron en esos homenajes una reivindicación de su postura sobre Benjamín, y lanzaron un enérgico repudio a su figura.
Benjamín se vio en una encrucijada. Pensó en aclarar al público sus simpatías, o su falta de ellas, pero no era bien visto en el clima reinante. También quiso explicar la diferencia entre el autor y su obra, y decidió hacerlo mediante su obra.
Pero fue inútil. Eran muchos más los que admiraban su obra por lo que pensaban que debía ser que los que la leían, y de estos últimos sólo un porcentaje entendía lo que Benjamín quería significar. De los que entendían, algunos ya lo sabían, y otros decidían ignorar las posturas citadas.
Fueron estos últimos quienes se convirtieron en el sustento intelectual del régimen que estaba en el poder. Ellos se ocuparon de refutar las objeciones de Benjamín, porque después de todo un autor no es la persona más indicada para analizarse a sí mismo.

De casa al hotel

Estaba pasando demasiado tiempo en casa. Necesitaba escaparme un poco. Así que decidí pasar unos días en un hotel. Quería estar tranquilo, en paz, en un lugar donde se ocuparan de mí. Necesitaba distancia del ambiente que se respiraba en casa. Estábamos todos peleados, las discusiones eran permanentes, cualquier cosa era motivo de conflicto. Encima, había una obra en la vereda que inundaba toda la casa de un ruido permanente y atronador. Era una reparación de la red de gas. Como resultado, no teníamos calefacción en toda la casa, con lo cual hacía un frío importante. Para colmo, al no haber gas tampoco podíamos cocinar, de modo que teníamos que arreglarnos con comida de microondas. Eso caldeaba más los ánimos, que eran lo único que estaba caliente en casa en ese momento. Por eso decidí ausentarme durante unos días. Así que me fui al hotel.
Elegí uno, pregunté si tenía las comodidades que buscaba, pagué la habitación y me dejé llevar hacia ella. Recién cuando ya estaba instalado leí la nota de bienvenida del hotel. En ella se decía que todo el personal se esmeraría en hacerme sentir como en casa.

Dios contra el mundo

Dios se enteraba de todo lo que pasaba en el mundo. Conocía las mentiras de la gente, los pecados de cada uno, las virtudes de todos. También conocía cada detalle intrascendente. Era capaz de saber cuántas veces cada persona que alguna vez existió se cortó las uñas de los pies, y era capaz de desglosar esa estadística. Dios sabía que el dedo equivalente al anular del pie era el que más frecuentemente evitaba que su uña fuera cortada. Lo sabía, pero no le importaba. Era uno de los muchos datos que uno conoce cuando es omnisapiente.
Llegó un momento en el que Dios se hartó del mundo. No quiso saber nada más. Pero era difícil deshacerse de toda la información. Tenía el hábito formado desde hacía mucho tiempo, y además era su responsabilidad que el mundo, y el Universo, marcharan como él mandaba.
Se acordó de que era omnipotente, entonces empezó a tentarse. Podía hacer cualquier cosa, pero no todo lo que podía hacer iba a dar buenos resultados. Dios sabía eso mejor que nadie, y ya estaba empezando a cansarse de esa limitación a su omnipotencia. Pero también sabía que quitar esa limitación (lo cual podía hacer) era peor que no quitarla, porque traería más problemas que antes. Todos dependerían de las acciones de Dios, y lo que en ese momento quería era deshacerse de problemas, no ocuparse de nuevos.
Pensó en alejarse del mundo, aunque fuera por un tiempo. Tomarse unas vacaciones, visitar alguna otra comarca del Universo. Pero dos motivos la convertían en una opción inconveniente. Uno era que ya estaba en todas las otras comarcas del Universo, de las cuales también conocía todos los detalles. El otro era que, en caso de irse del mundo, perdería su omnipresencia. Existía un solo artilugio para alejarse sin perder esa característica: destruir el mundo.
No le hubiera costado mucho. Ahí sí tendría paz, por el tiempo que quisiera y todo. Pero Dios no quiso llevar a cabo esa opción, porque Dios es misericordioso y no quería ser responsable de otro genocidio. Es cierto, podría haber creado más tarde un mundo nuevo, mejor que el anterior, y también podría haber revivido a todos los muertos del mundo por él destruido. Pero eso no implicaba no haberlos matado.
Otra posibilidad era hacer que las cosas dejaran de pasar. Hacer una pausa en el mundo, para relajarse durante un tiempo. Pero no era conveniente, porque sabía que después de cinco minutos de pausa el mundo se reanudaba solo. Era uno de los mecanismos que había colocado al crearlo para facilitar las reparaciones posteriores. En su momento, Dios había sabido predecir que se arrepentiría de ese detalle, pero lo había puesto igual. Se había dejado llevar por el impulso.
Dios consideró que era mejor no tomar medidas drásticas. El mundo estaba más o menos bien como era. Dios se dio cuenta de que su molestia no era culpa del mundo, sino de él mismo. El mundo sólo hacía lo que Dios había iniciado. Tenía que encontrar la forma de que no le molestara más el conocimiento de cada detalle.
En su infinita sabiduría, Dios encontró la respuesta. Lo que tenía que hacer no era alejarse del mundo, ni destruirlo, ni dejar de percibir todo. Lo único que necesitaba era que no le importara más lo que sabía. De este modo se podría liberar de la responsabilidad, total el mundo hacía tiempo que andaba sin ayuda.
Dios, entonces, se preguntó si podría hacer que no le importara nada. Y conocía la respuesta.