Fuego y agua

La luz ilumina un pequeño círculo
rodeado por la oscuridad
infinita.
La llama es frágil
tiembla
la luz está en peligro
en cualquier momento
se puede apagar
volverá la oscuridad completa.
Basta un poco de agua
para terminar con el fuego
el agua es incolora
indiferente a la luz.
Tenemos que cuidar la llama
mantenerla seca
para que no se apague.
Pero nosotros
estamos hechos de agua
somos agua
dominada
contenida en células
la encierran
no la dejan escapar
tener controlada el agua
nos da dominio sobre el fuego.
Tenemos que evitar
que el agua de adentro
se nos escape
nos apague el fuego
y se nos vaya la luz.

Casa empanada

Tenía ganas de hacer pan. En realidad, tenía ganas de comer pan recién hecho. Por eso programé la máquina Moulinex para que amasara y horneara el pan mientras yo dormía. Esta máquina es muy práctica. No sólo me permite comer pan caliente, sino que me estimula a levantarme temprano para comerlo antes que se enfríe.
Lo único que hay que hacer es poner los ingredientes y setear la hora a la que quiero que el pan esté listo. Entonces puse harina, levadura, un poco de manteca, agua, leche y algunas semillas de lino. Después apreté el botón y me fui a dormir.
Me despertó el olor del pan. Parecía que estaba muy cerca. Y la máquina es muy útil, pero no es capaz de traerme el desayuno a la cama. Sin embargo, sentí el olor muy cercano. Y cuando abrí los ojos me encontré con un enorme pedazo de pan que ocupaba todo el pasillo entre la cocina y la puerta de mi dormitorio, y crecía constantemente.
En ese momento me di cuenta de que había puesto harina leudante junto con la levadura. Entonces el pan estaba levando de más. Claramente la máquina no había sido capaz de contenerlo, y ahora estaba ocupando cada vez más espacio en mi casa.
Entonces tuve que usar la única arma que tenía disponible. Me abalancé sobre el pan y lo empecé a comer como si yo fuera un Pacman. Tracé un túnel hasta la cocina, y a fuerza de mordiscones hice suficiente espacio para abrir la heladera. Tomé un vaso de leche y me dispuse a seguir liberando mi hogar.

Pesca automática

Ahora, con la caña automática, se terminó el aburrimiento de pescar. Ya no será necesario el tedio de esperar que los peces piquen mientras usted no tiene nada que hacer salvo mirar el constante movimiento del agua.
Ahora, con la caña automática, sólo tendrá que colocarla en un lugar adecuado. La caña hace el resto. Tira la línea y espera a que los peces piquen. Espera todo el tiempo que sea necesario. Cuando se produce el pique, un sensor lo detecta y retira la línea mientras le envía un mensaje de texto avisando el logro.
Cuando el pescado llega a la orilla, la caña lo pesa y lo mide automáticamente, para que usted tenga datos exactos de qué es lo que pescó. También le saca una foto para sus archivos. Al terminar, lo acumula en la canasta que viene incluida. O, si lo que le interesa es la pesca deportiva, lo vuelve a tirar al agua.

Descripción del cuarto

Rayos catódicos ondean sobre la pared. La cama oscila entre el violeta, el negro y el rojo. Se trata de una cama doble con tres almohadas. Una cuarta se divisa en diagonal, a punto de caer al suelo. La súbita luz blanca revela un empapelado corrugado azul con motivos florales. La cama domina el espacio. Llegar a ella requiere precisas maniobras para esquivar la cómoda, el placard y las paredes. Del lado que da a la calle, la puerta que lleva al balcón está cerrada. La cortina amarilla con blockout también. Si la puerta estuviera abierta, la cama quedaría inaccesible desde ese lado.
El placard esconde una puerta que da al baño. Se trata de una puerta falsa. Del otro lado, en el baño, hay una estantería. Para entrar y salir es preciso usar la puerta principal. Está pintada de blanco y posee vidrio esmerilado azul. Un panel tiene un agujero que está tapado con cinta de enmascarar cuyo valor práctico es inversamente proporcional al estético.
La cama, muy grande, tiene una estructura de bronce con barrotes que indica la cabecera. El barrote del medio no está. Las mesas de luz, de madera, tienen cada una un cajón grande cerrado, un espacio libre con aros, remedios, pomadas, monedas, llaveros, tickets y otros elementos de uso cotidiano. Sobre ese espacio se esconde un panel desplegable, que al ser retirado se convierte en una mesita para desayunar.
El cubrecama ocupa el espacio del suelo entre la cama y la cómoda, donde hay un televisor Grundig de 21 pulgadas encendido. El control remoto yace entre las sábanas arrugadas que dejan entrever los últimos movimientos de los ocupantes de la cama.
Sobre la cómoda hay un alhajero cerrado. Es dorado y tiene una manija negra, pero la tapa está pensada para permanecer sin ser abierta. Las mesas de luz acogen lámparas simétricas, pero una se enciende desde el cable y la otra desde el espacio en el cuerpo de la lámpara originalmente destinado a tal fin.
En la pared hay dos cuadras de marco dorado, colocados sobre el espacio que cada ocupante de la cama ocuparía normalmente durante el sueño. Del techo alto cuelga una araña que tiene cuatro focos de 60 watts, uno de los cuales no está encendido, a pesar de que la llave blanca, que está a la derecha de la puerta principal, detrás del placard, debería encender a todos.
Las sábanas blancas arrugadas dejan ver una enorme mancha roja.

Qué tal

—Buenas.
—¿Qué tal?
—¿Qué significa eso?
—¿Eh?
—¿Qué significa “qué tal”?
—Es un saludo.
—No, un saludo sería “hola” o “bienvenido”. No “qué tal”.
—Bueno, es como si fuera un saludo. Es como preguntarte cómo estás.
—¿Y por qué no preguntás “cómo estás” en lugar de esquivarla con una frase sin ningún sentido?
—Te lo pregunté con esa frase.
—No, no me preguntaste nada. Dijiste “qué tal” y eso no es nada.
—Es un saludo amistoso.
—Nada de saludo amistoso. Claramente no te interesa cómo estoy. Si no me lo preguntarías.
—Sí me interesa.
—Mentís. Vos lo que querés es que yo piense que te interesa, pero sin tener que interesarte. Te interesa hacer ver que estás interesado. Pero en realidad ni  te gastás en preguntar, porque no te importo. Sólo querés guardar las apariencias. Sos un hipócrita al final.
—Bueno, me habré expresado mal. Empecemos de nuevo. ¿Cómo estás?
—Enojado.

La responsabilidad del lector

Acá donde lo ve, este texto lo escribí yo. Es así, estas palabras que usted está leyendo no estarían juntas si no fuera por mi intervención, porque a mí se me ocurrió ponerlas así como están.
Es interesante. Las palabras le llegan a usted, y son todas palabras que usted conocía. Pero las ideas que expresan esas palabras son mías, o por lo menos son las que yo quería que estuvieran. Aunque tal vez tampoco, es posible que no haya logrado decir lo que quería decir, y sólo haya logrado decir esto.
¿Cómo saberlo? Es necesario que usted, lector, sea sagaz. Usted tiene que diferenciar lo que está escrito de lo que se quiere decir, que no siempre es lo mismo. Debe pescar los subtextos, si los hay, y saber cuáles elementos faltan, y por qué razón.
Es posible que no haya dicho algo para que se note su ausencia. Pero también es posible que no lo haya dicho porque no se me ocurrió, o porque me dio miedo. Es responsabilidad suya captar eso. La mía es sólo escribir. Su lectura implica más que comprender la sucesión de palabras que está ante su vista. Puede hacer eso solo, pero no le resultará muy estimulante.
Usted, entonces, debe ser un lector activo. Pero cuidado: no debe leer lo que no está escrito. Debe comprender el texto. Si se va a poner a inventar significados que no están, para eso vaya y escriba un texto usted.

Reloj de los tiempos

Tenemos un celular
que nos dice la hora
salvo cuando estamos hablando
ahí no sabemos cuándo es
hay que recurrir a otra cosa
relojes públicos
deducciones
cuando cortamos
sabemos
volvemos a tener el reloj
en la pantalla del teléfono
ya no llevamos en la muñeca
es poco práctico
¿cuántos relojes queremos tener?
con uno basta
casi siempre
el reloj pulsera ya no es práctico
quedó viejo
obsoleto
reloj anacrónico
hay formas más modernas
de saber la hora
ahora.

Desafío de lectura

“Usted no terminará este texto” era el arranque del texto. Por lo tanto, decidí que no importaba cuánto costara, iba a terminarlo. De alguna manera lo iba a cagar. Así que seguí leyendo. Efectivamente, era muy difícil de seguir. Además de incoherente, era aburrido. No se merecía que lo terminara. Si hubiera sido cualquier otro texto, lo habría dejado de lado sin miramientos.
Pero hacerlo hubiera implicado consentir a la predicción del principio, y no podía permitirlo. Así que seguí leyendo, página tras página. Me costaba pasar las páginas. Había como una fuerza magnética que me impulsaba a cerrar el libro. Era como si el soporte estuviera en consonancia con el texto. Cada tanto el autor me recordaba que no lo iba a terminar, y yo pensaba “vos creías que no iba a llegar hasta acá, hijo de puta”. Sentía que lo estaba logrando.
El texto, como necesitaba doblegarme, se alejaba cada vez más de cualquier cosa que uno pudiera esperar de él. De pronto aparecían recetas de cocina, letras de tangos, largos apartados con opiniones del autor sobre temas intrascendentes y distracciones varias. Parecía un filibustero del senado americano. Seguía implacable, página tras página, invitándome a dejarlo de lado, mientras yo lo continuaba leyendo.
A veces me agarraban ganas de ir al final y terminarlo indirectamente, pero eso era trampa. Lo resistí. Ya era un ejercicio de temple y disciplina. Seguí leyendo, mientras el autor me gozaba. “Ja, seguís leyendo, estás perdiendo el tiempo”, rezaba el texto, que ya había perdido respeto por su lector. Yo no podía hacer lo mismo, porque nunca le había tenido respeto al texto. El objetivo era, precisamente, que algo tan poco respetable no me ganara.
De repente aparecían pasajes en idiomas desconocidos. Me parece que algunos eran en sánscrito. Me permití saltearlos. Por supuesto, cuando volvía al castellano hacía referencia a lo que no había podido leer. Resultaba imprescindible para entender la historia. Pero yo no quería entender. Quería terminar de leer el texto. No me importaba nada más.
Pasaba las páginas, y el texto seguía. Cada tanto, volvía la advertencia: “usted no terminará este texto”. Empezaba a hacerse tedioso. Ya no tenía tantas ganas de terminar. Pensé que era más razonable dejarlo ganar, total qué me importaba. ¿Quién lo iba a saber? Pero después pensé que eso era exactamente lo que el autor quería: que me rindiera. Y jamás me iba a rendir. Este texto no sabe con quién se metió.
Sin embargo, después de varias apariciones de la advertencia, el texto me empezó a sonar conocido, a pesar de que no estaba prestando atención al contenido. Al retroceder un poco, descubrí que lo que estaba leyendo ya lo había leído. Era siempre lo mismo. El texto era un loop. Pero al principio no lo había sido. Había entrado en algún momento de las últimas páginas.
Decidí ver cuánto faltaba. Avancé hacia el final para calcular las páginas que me quedaban por leer. Faltaban doscientas. “Bueno, no es para tanto, puedo leer doscientas páginas”, pensé. Y avancé confiado en que iba a lograr superar todas las barreras que el autor había puesto, pensando que iba a aparecer alguien como yo.
Leí sin preocuparme demasiado, pero algunas horas más tarde me pareció que pasaba algo raro. Me volví a fijar cuánto quedaba, y faltaban doscientas. Aparentemente el texto se reproducía a medida que lo iba leyendo. El libro se hacía más grueso en forma gradual, porque si no me hubiera dado cuenta. Efectivamente, era imposible llegar al final. “Maldición”, pensé.
Pero decidí que podía tener una venganza. Organicé un asado, y lo usé como combustible del fuego. No necesité carbón, porque las hojas que se reproducían alimentaban el fuego. Finalmente, el calor venció. Cuando estaba sacando la última tanda de carne, las hojas se extinguieron. Festejé con un brindis. Al fin había terminado con él.

Juegos de cabeza

“Si tomás eso, se te va a derretir el cerebro”, me decían los mayores. Y durante mucho tiempo les hice caso. Pero llega un momento en el que uno tiene que decidir por sí mismo, y para asegurarse de que el que toma la decisión es uno y no los demás, la única opción es hacer lo que los otros aconsejan evitar. Así que me puse a buscar esas pastillas. Fue fácil encontrarlas. En la escuela todo el mundo las tomaba. Era cuestión de preguntarle a alguien de confianza dónde se podían comprar.
Cuando las conseguí, me decepcionó un poco su aspecto. Eran tres cápsulas blancas y sólidas. Parecían Tylenol. La indicación era tomarlas todas juntas. Era importante usar agua para tragarlas, no alcohol. Aparentemente eso hacía mal.
Luego de contemplarlas durante unos momentos, las coloqué en la parte de atrás de la lengua y las bajé con un buen trago de Coca-Cola. Me dediqué entonces a esperar que hicieran algún efecto.
Pero no me hacían nada. Empecé a pensar que me había equivocado en el procedimiento, o que me habían vendido pastillas de mala calidad. Tal vez eran Tylenol, nomás. Decidí presentar mi queja al vendedor. Me costó levantarme, porque estaba sentado en un sillón muy mullido, que parecía que me estaba tragando. Hubiera sido fácil salir con la ayuda de la mano de alguna persona que estuviera cerca. Pero no había nadie cerca, me había asegurado de que nadie me viera.
Descubrí que la clave para salir de ese sillón era hacer fuerza con la cabeza. Si me concentraba en el torso como impulso para levantar el cuerpo, no pasaba nada. Llegué a la conclusión de que todo estaba en la cabeza. Ella era la que decidía, si tenía la suficiente voluntad iba a poder salir. Entonces me concentré con gran esmero, y la cabeza me guió hacia fuera de ese sillón.
Cuando salí, estaba como colgando de la cabeza. No se notaba porque los pies llegaban hasta el suelo, pero el centro de gravedad se había trasladado. Claramente, la cabeza estaba a cargo. Podía verme desde arriba, indefenso ante mí mismo, a merced de lo que la cabeza quisiera hacer conmigo. Inmediatamente empaticé. Me identifiqué con la cabeza, y supe que ella era yo, y que yo era ella. Ambos éramos uno, o una. Nunca me sentí tan unido con mí mismo, tan consciente de la importancia de mi propio cuerpo sobre mí ni sobre mis acciones.
Pero la cabeza no era toda igual. También ella sentía una unidad. No es lo mismo la mandíbula que las orejas, sin embargo en ese momento sí eran lo mismo. Lo importante era lo de adentro, y toda la cabeza, igual que el cuerpo, estaba hecha fundamentalmente de lo mismo. Incluso el cerebro se sintió consustancial con el resto del cuerpo.
Tanta confraternidad generó una gran unidad en mí. Y eso es peligroso. Al identificarse el cerebro con el resto del cuerpo, intentó trasladarse como para hacer una visita oficial al distrito sobre el que tenía soberanía. Y se empezó a desintegrar. Me di cuenta de que el cerebro se estaba derritiendo. No lo podía permitir. Rápidamente me lo saqué y pedí ayuda. Necesitaba algo donde apoyarlo. Como ya estaba en la calle, con la desesperación entré a un montón de lugares donde no me podían ayudar. El único donde me hicieron caso fue en un lavadero. Me ofrecieron ponerlo en el secarropas, ahí seguro que no se iba a derretir. Pero no me gustó la idea. Era mucho calor. Prefería algo frío. Por eso entré a la heladería de al lado y pedí un cucurucho sin ningún sabor.
Apoyé el cerebro en él, pero se seguía derritiendo. Tenía que lamer las gotas de seso que iban cayendo sobre el barquillo para no perder masa encefálica. Un empleado de la heladería me vio y quiso ayudarme. Me ofreció bañar el cerebro en chocolate, para mantenerlo contenido. Me lo devolvió en seguida, pero fue peor. Además de derretirse el cerebro, se derretía el chocolate. Era, eso sí, más agradable de lamer.
Igual decidí sacar esa capa de chocolate, porque quería tener al cerebro bien vigilado. No fuera cosa que me lo tragara, y pasara a formar parte del aparato digestivo. Ya había aprendido los inconvenientes de pensar con el estómago.
Tener tanto tiempo el cerebro desprotegido me ponía nervioso. Tenía que devolverlo a su lugar antes de cometer algún error del que me arrepintiera el resto de mi vida. Lo llevé por la ruta más directa: lo aspiré con la nariz. El cerebro entró de a poco, como un fideo continuo, y se fue acomodando en el cráneo. Al principio no encontró la posición adecuada. Fue necesario mover un poco la cabeza para acomodarlo bien. Por suerte había música adecuada.
Me quedó el cucurucho solo, que aproveché para comer. Fue un error. Rápidamente bajó, y se me fue a las rodillas. Quedaron puntiagudas, mucho más peligrosas que antes. Me moví entonces con cuidado, porque no quería pegarle un rodillazo accidental a nadie. Pero el mundo, de repente, empezó a girar vertiginosamente. Yo me mantenía en el centro, tranquilo, como en el ojo del huracán. La gente, sin embargo, no parecía especialmente inquieta. Sí acelerada, pero por la velocidad del entorno, no por alguna respuesta propia a esa velocidad. En ese momento cometí el error de salir de ese centro. Al moverme, perdí el equilibrio y empecé a girar alrededor de mí mismo. Mi posición horizontal me hacía desconectarme. La cabeza, que estaba más lejos del centro, se separaba del resto del cuerpo. Ya no estaba a cargo. Para poder salir de esa posición necesitaba pensar rápidamente con los pies. Sin embargo, no se ponían de acuerdo. Cada pie quería algo distinto, y que el otro lo obedeciera. Eso con la cabeza nunca había pasado. Sabiamente la cabeza es una. Aunque corría peligro de reducir esa cantidad si los pies no lograban tomar una medida conjunta.
El resto del cuerpo presionaba a los pies a través de las piernas. Tuve que esforzarme para mantener la unidad en el torso, porque la fuerza de los pies podía hacer que se dividiera también. Y en ese caso habría estado en problemas.
Los pies estaban más concentrados en sus problemas que en los del cuerpo. Entonces la cabeza decidió tomar cartas en el asunto. A duras penas se arrastró como pudo hacia los pies y procedió a darles una lección. Ahí los pies se unieron, pero en contra de la cabeza. Ambos decidieron que nadie iba a venir a decirles lo que tenían que hacer. Entonces empezaron a dar patadas a la cabeza, con un gran control cefálico. Los pies hacían jueguito, se pasaban la cabeza uno al otro. A veces la compartían con el resto de las piernas, y la cabeza cerraba los ojos para evitar que la punta de una rodilla arruinara la vista para siempre.
Los pies se entusiasmaron, y el cuerpo olvidó sus problemas. Los brazos, el abdomen, los hombros, todo el cuerpo se acopló al juego. La cabeza iba de un lado para el otro. El cuerpo estaba contento de manejar a la cabeza, por una vez. El juego siguió hasta que la cabeza cayó entre los hombros, y accidentalmente volvió a su lugar.
En un abrir y cerrar de ojos, la cabeza volvió a estar a cargo. Decidió una amnistía para el resto del cuerpo, porque sabía que de otro modo se iba a venir un conflicto que podía terminar con su cabeza, o sea con su totalidad. Pero se ocupó de dejar claro quién estaba a cargo, y por un tiempo decidió hacer marchar a los pies con un compás definido, un dos un dos.
La marcha desembocó en una pared de ladrillos. La cabeza no la vio porque todavía mantenía los ojos cerrados como forma de precaución. Y funcionó, porque se hubiera dado los ojos contra los ladrillos de haberlos tenido abiertos, aunque en ese caso podría haber hecho algo para prevenir la colisión. Así que al mismo tiempo funcionó y no funcionó. La paradoja produjo en la cabeza un profundo dolor, que hizo que me acostara un rato en un sillón hasta que pasara. Me hubiera tomado un Tylenol, pero no tenía a mano.
Me desperté un rato después en el mismo sillón. Desde ahí divisé al que me había vendido las pastillas. Le exigí que me devolviera la plata, decepcionado porque no me habían hecho ningún efecto.