El efecto anteojo

Tenemos la costumbre de precompensar, antes de que sea necesario, porque ya sabemos que los demás van a compensar de todos modos. Van a desexagerar lo que decimos aun si no exageramos. Por eso todos sabemos que nos conviene exagerar de cualquier forma. De otro modo, nuestro discurso será tomado como mucho menos que lo que es.
Nos guste o no, formamos parte de un juego de expectativas y estamos forzados a jugarlo. No sabemos si hay manera de salir, porque requiere que en algún momento todos dejemos de jugar, y además confiemos en que los demás van a dejar de jugar. Ése es todo el asunto: la confianza en los demás.
Tenemos buenas razones para no confiar en los demás. Suelen mentir y exagerar. Suelen hacer lo posible para eludir las obligaciones que les corresponde en la sociedad. No son necesariamente todos los demás los que hacen eso. Seguro que hay muchos que no. Pero el número de los que sí es suficiente como para que tengamos que tomar medidas al respecto.
Cuando negociamos, no nos conviene decir nuestro precio verdadero. Cualquier táctica que se respete arranca con un precio falso, exageradamente alto o bajo según el caso, y tiene un rango de aceptabilidad. La otra parte intentará movernos, y estaremos dispuestos hasta cierto punto. Ambos sabemos que el otro está exagerando. Lo que no sabemos es cuánto. La resolución depende de la habilidad de cada uno para desarrollar el juego.
Esto ocurre todo el tiempo. Ocurre con las leyes. Los límites de velocidad, por ejemplo, están pensados contemplando que lo lógico es pasarse, porque hay una expectativa de transgresión aceptable, y sin ella no toleramos vivir. Cuando a alguien se le ocurre exigir el cumplimiento estricto de esas normas, protestamos que es injusto, a pesar de que las normas en sí mismas siempre fueron muy claras.
Estamos acostumbrados. Tanto que ni siquiera lo notamos. Vemos a la vida de esta manera. Sabemos que lo que vemos se adapta a lo que lo deformamos para que, al final, lo que vemos sea lo más parecido posible a lo real. Es el efecto anteojo. La sociedad le da anteojos a todos.

Cuatro ojos

Los compañeros de escuela de Franco eran amigos de llamar a la gente por sus características más salientes y por eso lo apodaban “cuatro ojos”. Franco no daba bola pero eso no impedía que continuara la aplicación del apodo, cuyos proponentes consideraban muy ingenioso.
Un día el oculista le recetó anteojos, y cuando Franco apareció en la escuela usándolos sus compañeros se rieron y empezaron a apodarlo “seis ojos”.
Cuando Franco empezó a usar lentes de contacto en los ojos que no llevaban anteojos supuso que le iban a empezar a decir “ocho ojos”, pero sus compañeros no se dieron cuenta (los compañeros de Franco no eran muy brillantes) y continuaron diciéndole “seis ojos”. Hasta que en una oportunidad Franco perdió una de las lentes en la clase de gimnasia. Eso hizo que le dijeran “siete ojos”, y cuando la encontró el apodo pasó a ser el esperado “ocho ojos”.
Esto continuó hasta que el problema de su vista se agudizó y el oftalmólogo le recetó bifocales, provocando una nueva actualización del apodo, que quedó en “diez ojos”. Y fue “doce ojos” cuando Franco abandonó las lentes de contacto y empezó a usar anteojos en su segundo par. Fue cuando se inventó un dispositivo que hacía que la nariz pudiera sostener dos pares de anteojos al mismo tiempo. Pero esto era incorrecto, porque el par de anteojos había reemplazado a las lentes sin que se dejaran de contar estas últimas para el apodo. Él explicó este hecho y sus compañeros volvieron el apodo a “diez ojos”.
Esto duró hasta que el deterioro de su visión fue tal que necesitó bifocales también en el otro par de ojos, por lo que volvió su par a “doce ojos”, esta vez más cercano a la realidad.
Llegó un momento en el que la cantidad de correcciones para su vista se le hizo insoportable y decidió hacerse cirugía láser. Había esperado hasta ese momento porque la obra social sólo le cubría dos de sus ojos, y había tenido que ahorrar dinero para poder hacerse la operación de una sola vez. Pero valió la pena porque cuando volvió a la escuela sus compañeros, decepcionados, tuvieron que volver a decirle “cuatro ojos”.
Durante el resto de sus años escolares Franco siguió recibiendo el apodo e ignorándolo. Incluso sus compañeros creían adivinar una mueca sonriente cuando se lo decían, pero su visión estereoscópica no les permitía percibir los gestos de Franco con la precisión requerida. Y efectivamente Franco sonreía. Sonreía porque el apodo que le ponían revelaba que sus compañeros nunca se habían dado cuenta de la existencia de los dos pares de ojos que Franco tenía en la nuca.