El dios líquido

Dios creó al hombre y le otorgó dominio sobre todos los animales. Para eso, creó también a los animales, porque de otro modo el hombre no hubiera podido tener dominio sobre ellos. Entre los animales que creó está el mosquito. El hombre siempre se preguntó para qué se molestó Dios en crear el mosquito. Todas las personas pensaron alguna vez que el mundo sería mejor sin ellos.
Los mosquitos, sin embargo, no lo ven así. Su dios, que tiene forma de agua estancada, no les dio dominio sobre los animales, pero sí los creó. Les ordenó que se multiplicaran, que recorrieran el mundo en busca de sangre.
La sangre, dijo el dios estancado, es el elixir de la vida. Por eso los animales la llevan bien adentro, escondida. Los mosquitos recibieron la orden de tomar ese elixir para vivir ellos, pero sin extraer demasiado de cada individuo. De esta manera, vivirían a costa de los demás sin matarlos, en armonía con todo el mundo.
El dios agua estancada les dio un tamaño modesto para no necesitar mucha sangre. Eso les permitió tener la agilidad que les permite, junto con las alas, volar por los aires en busca de sangre.
Para poder alimentar a su creación principal, el dios estancado creó a todos los animales, y tuvo que crear también a las plantas. No servía tener animales de alimento si ellos no se alimentaban también. Pero, al contrario de los mosquitos, las plantas necesitaban un suelo donde posarse. Entonces creó la Tierra, y la tuvo que diferenciar del cielo. Le dio un clima y una fuente de energía para que, a través de las plantas, los distintos animales consiguieran nutrir el elixir de la vida de los mosquitos, y de la propia.
También otorgó a los animales herramientas para combatir a los mosquitos. Esto no es muy popular entre ellos, pero Dios tiene sus razones. En particular, no quiere que, al ser la raza predilecta, se den por contentos. Los aplausos humanos hacen que los mosquitos tengan que practicar, día a día, su agilidad. Así, algunos quedarán en el camino. Pero sobrevivirán los mejores mosquitos posibles, que serán los encargados de engendrar a las siguientes generaciones.

Tita y Rhodesia

—Cómo extraño el envase anterior.
—Yo no tanto, la verdad.
—¿No? ¿No te sentías más fresca antes? Ahora con todo ese sellado no entra una partícula de aire.
—Sí, era más fresco antes. Pero ahora no tengo tantos problemas con la apertura.
—¿Qué problemas había con la apertura?
—Vos no tenías ninguno. Vos te abrías elegante, como un cajoncito. Pero yo nunca lo conseguí. Mi envase tenía un defecto: la etiqueta interior estaba pegada a la exterior, entonces cuando se abrían se formaba una especie de continuidad de papel. No sabés cuántas veces me caí gracias a eso.
—Sí, a veces me pasaba. Pero la culpa no era del envase, era del que lo abría.
—No, era el envase. A mí me pasaba siempre.
—Tal vez debas considerar que los que abrían tu envase eran poco sofisticados, capaz que no sabían abrirlos.
—¿Qué querés decir? ¿Que mis consumidores no son respetables?
—No, para nada. Pero por ahí son más chicos. Más ingenuos. En cambio los míos son más exigentes. Por eso me eligen a mí. Por mi textura, mis sutilezas. Mi toque de limón poco exagerado.
—Dejá de joder, son preferencias de cada uno.
—Pero no vas a negar que no somos lo mismo.
—¿Y quién te dijo que vos sos mejor? Claro que no somos lo mismo. Yo no soy una versión chica de vos. Ni lo quiero ser.
—Sin embargo, nos tratan como si lo fueras.
—Ésos son tus consumidores, los que vos creés que son tan sofisticados. Los míos, en cambio, saben lo que quieren. Aparte son más leales. No en vano yo tengo un alfajor y vos no.
—Estás equivocada. La razón por la que vos tenés alfajor es precisamente tu naturaleza inferior. Yo no necesito un alfajor, porque estoy a su altura. La gente dice “¿qué quiero, una Rhodesia o un alfajor?” En cambio, son pocos los que elegirían una golosina de tu tamaño. Por eso tuvieron que convertirte en otra cosa, en algo que no eras.
—Tal vez es porque el alfajor tuyo se descascararía todo, como te pasa a vos siempre.
—Ser indestructible no es una característica deseable. Mirá los caramelos ácidos. No se terminan nunca.
—Una cosa es ser indestructible y otra mantener la forma durante la experiencia. Vos ni siquiera lográs eso. Te desintegrás sola. Incluso a veces aparecés toda descascarada desde el principio. Eso es mala calidad.
—No, eso era antes. Pero ahora cambié. Ya no me pasa tanto tanto.
—¿Sabés por qué? Por el nuevo envase del que te quejás. Conserva mejor tu frescura, ¿no te das cuenta?
—Es que a nadie le interesaba conservar mi frescura, ni la tuya. No somos un vino, como para guardar durante años. Somos de consumición instantánea, con que duremos un par de semanas estamos hechas.
—Sin embargo, ese envase es el mismo que tienen los alfajores, los que vos decís que están en tu nivel.
—Fijate la sutileza: los alfajores buenos tienen envase de papel doblado, como teníamos antes nosotras. Ellos saben hacer las cosas. Es como los dulces de leche buenos, que vienen en ese pote de cartón que les da un sabor distinto.
—¿Qué te hacés la importante? No sos alfajor Havanna, sos Rhodesia. Te venden en todos los quioscos, como si fueras un chicle cualquiera. O peor, un cigarrillo.
—Vos también.
—Sí, pero yo no me la doy de superior. Yo soy Tita y me la banco.
—Bancátela nomás. ¿A mí qué me importa? Yo no quiero ser como vos. Yo me codeo con otra gente. Gente que sabe abrir un envase, por ejemplo.
—Ah, pero ahora tenemos el mismo envase. Ya no está el problema de la apertura.
—Exacto. Tuvimos que adaptarnos las dos a los salames que no sabían abrirte. Siempre nos hacen los cambios a las dos juntas. No sé por qué nos tratan como si fuéramos lo mismo.
—Es que no vas a negar que somos parecidas.
—No, pero parecido no es lo mismo.
—Claro. Pero fijate que no tenemos competencia. Ni Arcor ni Nestlé tienen un equivalente nuestro. Si querés comer algo de chocolate que no sea un alfajor, en las otras marcas lo más que podés hacer es ir a un Milka. O al Tofi. Y eso ya es un compromiso mayor.
—¿Adónde querés llegar?
—Digo que tenemos que ser distintas porque nosotros somos nuestra competencia. Pero no hace falta que nos separemos, porque somos hermanas. Somos como dos caras de la misma moneda.
—Es cierto. Está bien que apuntemos a un público distinto. ¿Por qué no aceptás, entonces, que tus consumidores tienen otra sofisticación?
—Es posible que yo sea más popular entre los chicos, sí.
—¿Sabés por qué? Porque sos más barata, y los padres te compran para ellos.
—Puede ser. Ser barata tiene sus ventajas.
—Exacto. Pocos te compran para comerte ellos. Si quieren comer, me compran a mí. Si quieren regalarla a sus hijos, te compran a vos. Y si quieren regalar a un par, me compran a mí de nuevo, porque saben que regalar Tita es de miserable.
—Bueno, pará un poco, que mucha gente me prefiere.
—Sí. Y hasta hay algunos valientes que lo admiten. Pero todos saben cuál es el producto superior.
—Basta, que tampoco sos tan superior. Mirá que no sos Ferrero Rocher. No sos más que la Rhodesia.
—No me insultes. Yo seré popular, pero soy mucho mejor que ese bocadito snob.
—Sí, pero esa postura le da resultados. Muchos se la dan de sofisticados porque en vez de comerte a vos comen esa porquería.
—Cierto. Forros. Si por lo menos eligieran el Marroc no me molestaría. Comerían un producto digno y respetable, que no en vano viene en envase de papel doblado.
—Sí, son unos forros. Pero ojo, tené cuidado que tu actitud conmigo es similar. Que no te vaya a pasar lo mismo.
—Tenés razón. ¿Me perdonás?
—OK, pero tené cuidado. Nunca reniegues de quién sos.

Una diosa para Dios

Dios gobernaba el universo, como siempre. Lo venía haciendo desde hacía mucho tiempo, incluso desde antes que el tiempo existiera. Estaba acostumbrado al poder, a tener que tomar él mismo cada decisión, a que nadie estuviera a su altura. Pero llegó un momento en el que se empezó a sentir solo.
No tenía por qué ser así. Él era el creador de todo, también lo podía todo. Podía remediar su soledad. Existían dos posibilidades. La primera era dejar de sentir esa soledad sin modificar nada. Pero Dios razonó que eso no era una solución a los problemas. Era una negación, por más efectiva que pudiera ser la negación divina.
La segunda opción era crear alguna compañía. Era fácil. Dios era creador. Había hecho parejas para casi todos los animales a los que había dado vida, pero no para él. Decidió que ya era hora de compartir la existencia con alguien.
En un movimiento rápido, se sacó una costilla y a partir de ella creó una figura femenina. Le pareció un buen complemento a su masculinidad. Pero no tenía gracia si él podía darle órdenes. Dios tomó una decisión irreversible: dotó a su nueva creación de los mismos atributos que él tenía. Creó entonces una diosa.
Dios y diosa empezaron a pasar el tiempo juntos. Aunque Dios quería ganarse sus afectos, fue un amor a primera vista. Ambos sentían que siempre se habían conocido. No necesitaban hablar para entenderse. Con sólo una mirada, y a veces ni siquiera hacía falta eso, ambos lograban saber lo que el otro estaba pensando.
Dios quiso compartir con Diosa el universo que él gobernaba. Cuando tuvo suficiente confianza en ella, le cedió parte de las responsabilidades. De esta manera, cada tanto podría descansar.
Pero pronto Dios se dio cuenta de que cuando él descansaba, ella estaba trabajando. Y en esos momentos ella no le prestaba toda la atención que él requería. Ella estaba muy ocupada con los distintos vaivenes cósmicos. Le costaba un poco más que a Dios. Aunque tenía todos los conocimientos, todavía no contaba con la experiencia suficiente como para diversificar su atención.
Entonces Dios, en su infinita sabiduría, tuvo una idea. Decidió que no era necesario que el universo fuera manejado por un dios. Para esa altura ya tenía bastante mecanizados los movimientos necesarios. No hacía falta que alguien los hiciera. Hasta ese momento se ocupaba él mismo porque tampoco tenía otra cosa que hacer. Pero ahora era diferente.
En poco tiempo, Dios diseñó e instaló un sistema para que el universo se manejara solo. En su siguiente turno lo encendió y lo calibró. Después se alejó, para concentrar toda su atención en Diosa, que lo recibió con los brazos abiertos, mientras exclamaba “mi Dios”.
Desde entonces, Dios y Diosa viven felices juntos, y el Universo se mantiene en piloto automático.

Pisar el amarillo

No venía tan fuerte. Venía más o menos rápido, pero no había nadie en la avenida. Estaba prácticamente solo. Entonces podía ir rápido. No era una imprudencia. Las avenidas son para ir a cierta velocidad.
Venía bien, disfrutando no sólo del escaso tránsito, sino del buen estado de la avenida. Me permitía no tener que frenar a cada rato o esquivar obstáculos varios. No sabía que se iba a generar un obstáculo de repente. Estaba fuera de mi control.
La cuestión es que yo venía, más o menos rápido, concentrado, disfrutando de la experiencia. Esperaba llegar temprano. No se me ocurrió que un tipo fuera a tirar desde la vereda una cáscara de banana. Y tampoco pensé que, al pisarla, mi auto iba a patinar de esa manera, haciendo un giro sobre sí hasta quedar ruedas para arriba sobre el pavimento.

La selva dialoga con las cataratas

—¿Podés dejar de salpicarme?
—Lo hago por tu bien. Si no llegara mi agua, no serías selva, serías desierto.
—Pero puede llegar sin que me salpiques. Tengo subsuelo, no sé si sabías.
—Lo siento, pero si querés que llegue agua a tu subsuelo debe bajar por alguna de mis cascadas.
—¿Y no podés hacerla bajar más suavemente?
—Yo no soy responsable de eso. Sólo soy la catarata. Vas a tener que hablar con el agua, o con la gravedad.
—Ya sé, el tema es que no me contestan. ¿Tenés alguna llegada a ellos?
—No, ellos son los que tienen llegada a mí.
—Bueno, está bien, tendré que arreglarme por mi cuenta. Creo que voy a hacer crecer una fila de árboles a los costados del río.
—No, si hacés eso dejan de venir los turistas.
—Qué querés, no soy responsable de eso. Hablá con los turistas.
—Ta bien, voy a ver si puedo salpicar menos. Qué desastre, ya no se puede estar en paz sin que vengan los vecinos a protestar por cada detalle. Esto en Europa no pasa.

Pie de lado

Venía manejando por la ruta. Al entrar al camino puse quinta y no fue necesario cambiar la marcha durante doscientos kilómetros. Iba regulando la velocidad con el pie derecho, mientras el izquierdo se quedaba inactivo a la izquierda.
A medida que avanzaba en la ruta, fui notando una cierta inquietud en el pie izquierdo. Se me iba hacia el embrague. Yo lograba detenerlo antes de que llegara a pisarlo, pero se me hacía cada vez más difícil. Me dí cuenta de que el pie izquierdo estaba aburrido y tenía ganas de hacer algo. No sé bien cómo me dí cuenta, supongo que tengo alguna conexión intuitiva con mi propio cuerpo.
A mitad de camino, paré en una estación de servicio para estirar las piernas. De paso, le daría un uso al pie izquierdo. Pero no le era suficiente. Cuando quise caminar, me encontré con que estaba dormido. Pero no era la misma sensación habitual del pie dormido, era algo distinto. Lo miré y vi que sólo lo fingía, mientras me lanzaba una expresión triste a través del zapato.
Lo comprendí. Estaba celoso del pie derecho, que además de ser el más hábil era el que estaba teniendo toda la acción. Y cuando me bajaba para darle uso al izquierdo, el derecho hacía lo mismo. El pie izquierdo opinaba que era poco equitativo y me exigía que hiciera algo. Noté una gran firmeza en su postura. Supe que iba a tener problemas para seguir si no lo compensaba.
Entonces me senté en el auto con los pies hacia afuera. Me saqué los zapatos, las medias y los pies, y me puse cada uno en la pierna opuesta. De esta manera podría acelerar con el pie izquierdo y dejar descansar la otra mitad de la ruta al derecho.
El pie izquierdo no puso resistencia. Estaba contento, y el derecho también porque podía descansar. Hice así los doscientos kilómetros que faltaban. Fue tan placentero que me olvidé de las disputas de los pies. A tal punto me olvidé que al llegar me bajé del auto, pisé mal y me caí sobre la vereda.
Caminé medio chueco hasta que llegué y volví cada pie a su lugar. El pie izquierdo, agradecido por el esfuerzo, a partir de ese día no sólo ganó en habilidad, sino que se esmeró mucho más que antes en cada paso. Por el coraje para luchar por lo suyo, se convirtió en mi pie favorito.

Jabón fugitivo

En rebelión por estar siempre en contacto con superficies mugrientas, los jabones adoptaron la costumbre de escaparse. A pesar de que ése era el sentido de su existencia, estaban cansados. “El jabón te lava a vos. ¿Quién lava al jabón?” era la consigna de la campaña, que se expandió por todo el mundo.
Los jabones, así, se escabullían de las manos de quien los agarrara cuando juzgaban que la superficie del cuerpo donde iban a ser frotados estaba demasiado sucia. Disimulaban su intención con la excusa de que la superficie enjabonada es muy resbaladiza. Una vez fuera de las manos, iban a parar al suelo de las bañeras, donde el agua proveniente de la ducha les proporcionaba una buena limpieza.
Mientras tanto, la persona que tenía la intención de asearse debía agacharse ante el jabón para poder recuperarlo. Muchas veces no bastaba un solo intento, porque los jabones aprovechaban el nuevo contacto con las manos para profundizar su propio aseo. Una vez que se juzgaban limpios, estaban en condiciones de limpiar a la persona.
Esta situación podría haber traído muchos problemas en las cárceles, donde la caída del jabón es parte importante de la experiencia penal. Pero no fue así, porque todas las cárceles reputadas ya habían incorporado el uso de Bouncy, el único jabón que rebota en el suelo mojado.
Bouncy hace más placentero el baño colectivo. Su estructura gomosa permite pasárselo entre varias personas, y no tener que agacharse para recogerlo si se llega a caer. Así, Boncy permite no sólo estar más limpio, sino también protegerse de molestas invasiones a la privacidad. Por eso Bouncy es el jabón predilecto de deportistas y convictos.
Ningún baño comunal está completo sin Bouncy, el jabón redondo que pica para que nadie te pique.

Los postes juegan

Después del puntapié inicial agarró la pelota el marcador. Se la pasó al esférico, quien tocó hacia el travesaño. Pero en ese momento marcó el técnico y rápidamente descargó para la hinchada. La hinchada avanzó unos metros y le pasó la pelota a la dirigencia, quien tiró una pared con el árbitro antes de pasársela a los sponsors en la puerta del área. Pero su remate fue contenido por los guantes. Rápidamente se produjo el saque de arco y pelearon la pelota en la mitad de la cancha el temple y la mística copera. Ganó esta última, pero la pelota se fue al lateral y quedó para el contrario. Sacó el lateral un inadaptado, quien le pasó la pelota al palco oficial y la recibió de nuevo con el pecho. En ese momento lo venía a marcar la historia pero pudo descargar rápidamente hacia la suerte de campeón, quien hizo un pase en profundidad para la camiseta. En una acción veloz la pelota estaba en poder de los huevos y salió un pase hacia el punto del penal. El pase fue interceptado por la mufa, que pateó al arco y erró.
El equipo contrario salió jugando con el comentarista, quien gambeteó a un par de atacantes contrarios y le pasó la pelota al palo, que estaba en posición de 5. Bajó hasta allí el cartel electrónico y empezó a tejer los hilos de una jugada muy interesante. Picó por la izquierda un millón de dólares, y por la derecha el volumen de juego. De esta manera arrastraron las marcas y dejaron libres al cansancio, que recibió un pase exacto y estaba por concretar cuando cortó la altura. En una fracción de segundo la altura tiró un pelotazo para el kinesiólogo, que eludió con un caño a la cinta de capitán. Enseguida habilitó al menisco externo, quien antes que lo pudiera impedir el fantasma del descenso dio un pase a la red.

Una mano al cielo

Querido Dios:
No sé si me vas a interpretar lo que quiero decir. Ni sé si te va a llegar. Es posible que esté hablando solo y que vos ni siquiera existas. Pero te hablo igual, por las dudas, porque en una de ésas sí existís. Porque convengamos que es muy fácil pensar que no. Si hiciste algo, también te aseguraste de hacer todo lo posible para que no se notara tu presencia. Claramente, si estás, querés que sea de incógnito.
No sé si sos algo, pero está claro que no sos el dios de los textos sagrados. Ése que tira leyes arbitrarias y exige obediencia ciega. Si fueras ese dios, no merecerías mi respeto. Es más respetable que no existas. Pero no significa que no existas, que no haya una inteligencia superior que creó todo, y eso seas vos. Lo que es seguro es que, en ese caso, no tenés forma humana.
Si estás, me pregunto de dónde saliste, quién te creó. No hay muchas explicaciones posibles. Que te hayas creado vos mismo es una, pero no es muy satisfactoria. Genera más preguntas que respuestas.
De todos modos, la razón de estas líneas es expresarte que, si ambos existimos, no tenemos por qué ser enemigos. Ambos somos razonables. Estoy de acuerdo en que no intervengas en los asuntos humanos. Está bien que nos dejes resolverlos solos. Si no sería problemático, estaríamos siempre esperando que vengas a solucionar todo. Si vos manejaras las cosas no seríamos libres.
Me parece muy bien tu aparente determinación de que tenemos que operar como si no existieras. Si la tomaste, es una muestra de inteligencia. Con la moral que nosotros tenemos, que desarrollamos solos, no con una hipotética moral externa que nos dictaste. ¿Cómo podríamos confiar en una cosa así? Por más buenas intenciones que tengas, si no llegáramos a entenderla podríamos hacer cualquier cosa. Por ahí vos hiciste que tuviéramos moral, y de ese modo nos la diste, pero igual sale de adentro de nosotros. Ciertamente no de las escrituras contradictorias que dicen reflejar tu sabiduría.
Está claro que es nuestra responsabilidad manejar nuestras vidas. Tal vez si vos quisieras podrías asumir el control de ellas, pero estoy muy contento con que no sea así. Hay muchos que quisieran lo contrario. Pero quiero decirte, si podés percibirlo, que me gusta que mi vida dependa de mí. Así tengo que ocuparme de más cosas, pero lo que logro es mérito mío, y eso es invaluable.
Hacer como si no existieras es la mejor manera que tengo de ser una buena persona. En todo caso cuando me muera me enteraré (o no) de la verdad sin que sea necesario que me la revele nadie.

Editorial independiente

Me abrí una editorial independiente. Es más trabajo, pero gracias a ella puedo editar los libros que tengo ganas, sin necesidad de que nadie me los apruebe. Si me parecen dignos, mi editorial los edita.
Arrancamos con una cantidad limitada de títulos, porque una editorial independiente no tiene los recursos de una supermultinacional. El primer año sacamos dos o tres libros, que tuvieron buena aceptación en nuestro pequeño mercado. Nos dio energía para seguir adelante.
Lentamente, fuimos sumando más títulos. Los autores empezaron a interesarse. La editorial fue creciendo. Se hizo cada vez más grande y exitosa. Tuve que contratar gente para ayudarme a tomar las decisiones. Leer manuscritos, aceptar o rechazar propuestas, decidir cronogramas. Como nos iba bien, no fue problema. Era bueno tener una editorial independiente exitosa.
Pero a medida que iba creciendo, empezaron los problemas. Gente en la que había confiado parte de la operación reveló un criterio distinto del mío. Empezaron a salir títulos que yo nunca hubiera aprobado. Algunos fueron un fracaso, otros un éxito. De repente, la editorial empezó a publicar toda clase de autores que no entraban en el concepto de lo que antes nos hubiera interesado. Nos estábamos diversificando demasiado. No me gustaba perder el foco.
Intenté resistir, pero el resto del equipo no quiso saber nada con mis quejas de fundador. La editorial estaba más fuerte que nunca, decían. El equipo que había armado tenía los recursos para saber cuál era el mejor curso sin necesidad de mi criterio. Ya no me necesitaban.
Comprendí que la editorial había tomado vuelo propio. Decidí no coartar su libertad, dejarla ir y ser ella misma. Me desvinculé, porque mi misión estaba cumplida. Era hora de dejarla ser una editorial independiente.