Volver a ser

Había una vez una mariposa que acababa de salir del capullo. Era una mariposa muy grácil, con dos alas simétricas que constituían una adición muy atractiva al paisaje natural. Revoloteaba de flor en flor con aparente desparpajo. Sin embargo, estaba atrapada en un cuerpo que no sentía propio.
No quería ser mariposa. Quería ser oruga. Maldecía la hora en la que había decidido hacer caso a las demás orugas y construir el capullo. Ahora se encontraba transformada en forma irreversible.
Las otras mariposas, que antes eran las otras orugas, parecían contentas. Pero ella extrañaba su cuerpo anterior, que tantas satisfacciones le había traído. Es cierto, ahora podía volar, pero nunca le había interesado. Se conformaba con trepar hojas y comerlas. Era una vida digna. Ahora tenía la pesada responsabilidad de trasladarse en el aire, con los peligros que eso conllevaba. Y, aparte, sentía que la muerte estaba más cerca.
Al reconocerse mariposa, había intentado mantener el mismo estilo de vida. Cuando salió del capullo, su instinto fue trepar un tallo para comer alguna hoja. Pero esos molestos apéndices en la espalda le traían problemas. El viento, al soplar, la tiró de la rama. El pánico hizo que la flamante mariposa agitara todos sus miembros, y así descubrió que podía volar.
Al principio le entusiasmó un poco la posibilidad, pero después vio que su vida no era más que ir de flor en flor buscando polen. No le pareció un cambio que valiera la pena. El polen no le gustaba mucho. Le parecía mucho enchastre. Y se llenaba más con las hojas.
El colorido de sus alas era demasiado llamativo para su gusto. Muchas arañas y otros predadores se acercaban a ella, y la obligaban a escapar para salvar su vida. En ocasiones contemplaba dejarse comer, pero no quería. Su deseo era vivir. Pero lograr no ser comida implicaba no sólo estar siempre alerta, sino aplicar gran cantidad de energía al vuelo defensivo. La mariposa no sentía mucho placer en el nuevo ritmo vertiginoso. Extrañaba el andar cansino de su época de oruga, ahora acabada para siempre.
¿Para siempre? La mariposa creyó encontrar la respuesta. Fue hacia su capullo y, así como un rato antes había salido, se volvió a meter. Supuso que tal vez un descanso ahí podría volverla a su estado anterior, generarle un renacer de oruga. Se quedó unos días dentro del capullo, sin encontrar una posición cómoda, y sin notar ningún cambio en su cuerpo.
Decidió entonces volver a salir del capullo. No tenía muchas opciones. Resolvió que, si la vida la hacía mariposa, debía ser mariposa aunque se sintiera una oruga. Y volvió a salir al mundo, sin muchas ganas, pero dispuesta a hacer el esfuerzo. Tal vez con el tiempo aprendería a disfrutar de ser una mariposa.

El salmón rebelde

El cardumen de salmones se alejaba del mar a través de un río. Todos nadaban contra la corriente, haciendo un esfuerzo extraordinario para resistir el empuje del agua que los quería devolver al mar. Existían poderosas razones para esa conducta, aunque ningún salmón estaba enterado de ellas. Sólo seguían la costumbre heredada de sus antepasados.
Pero uno era diferente. No quería hacer las cosas sólo porque todos las hacían, sino que tenía ganas de valerse por sí mismo. Para él era importante reafirmar su identidad y mostrar que no se dejaba manejar por las convenciones sociales injustificadas.
Quería diferenciarse de los demás salmones, a quienes veía como simples criaturas sin capacidad de análisis, con destinos tan mundanos como sus orígenes. La manera que encontró fue nadar para el otro lado. Se dio cuenta de que, a veces, para ir contra la corriente es necesario seguir la corriente.
Así, el salmón comenzó una ruta a contramano de los otros miembros de su especie, que lo trataban de empujar para que siguiera su misma dirección. Pero no lo lograban, porque él resistía los embates de los demás con la ayuda del agua. De esta manera, aquel salmón iba hacia el mar cuando los demás se alejaban, y se adentraba en los ríos cuando todos disfrutaban del agua salada.
Entre la comunidad se hizo conocido sin mucho esfuerzo, porque era el único salmón que no se apegaba a las reglas sociales. De esta manera lograba sentirse diferente. Sabía que muchos lo admiraban por su coraje, mientras otros lo criticaban por su desfachatez. Encontraba gran aceptación entre los salmones más jóvenes. Sin embargo, casi ninguno intentaba seguir su ejemplo. Los pocos que lo hacían, tarde o temprano terminaban arrepentidos y veían el valor de la costumbre general de nadar contra la corriente.
El salmón rebelde, entonces, era el único que iba en contra. Estaba conforme, no le interesaba tener seguidores, ni ser el líder de una nueva moda. Sólo quería ser él mismo. No quería ser un salmón más.

El estuche habla

Sí, está bien, se supone que soy resistente. Se supone que protejo a los anteojos de los golpes, entonces me tengo que bancar los golpes. Pero eso no significa que sea razonable estar tirándome al piso todo el tiempo.
Vos agarrás los anteojos y me dejás olvidado en el bolsillo. No pensás en mí, ni siquiera te tomás el trabajo de creer que voy a estar seguro. Después te sentás, te ponés cómodo, y no se te ocurre pensar en las posiciones peligrosas en las que me colocás. Si vos estás sentado, el bolsillo está horizontal, y yo quedo al borde de caer al vacío, capisce?
¿Sabés lo que significa para mí una caída de unos centímetros? Es un gran terror, porque si me llego a romper no voy a servir más, me vas a abandonar o tirar. Y, aunque sé que tarde o temprano voy a terminar así, no quiero acelerar el proceso. Quiero ser el estuche de tus anteojos mucho tiempo más.
Por eso te pido que me cuides. Que me ofrezcas el mismo respeto que das a los anteojos. Yo agradezco que confíes en mí para cuidarlos cuando no los usás, pero me gustaría que supieras que voy a estar en condiciones de cumplir con esa noble tarea mientras menos me caiga.
Si no, un día me voy a partir en dos, y los anteojos van a quedar sin hogar. Vas a tener que dejártelos puestos, o guardarlos solos en el bolsillo, exponiéndolos al mismo peligro al que ahora me exponés a mí. Por eso te conviene ir practicando. Si evitás que yo me caiga, cuando llegue mi inevitable fin tendrás más chances de evitar que los anteojos, huérfanos de mí, por un pequeño accidente se hagan trizas contra el suelo.

La naranja se pasea

Estaba por exprimir una naranja. Estaba en la mesada, mientras yo buscaba un cuchillo para partirla en dos. Pero antes de que pudiera hacer el corte, la naranja saltó de la mesada y se escapó.
Salí tras ella. Me costó mucho encontrarla. Estaba atascada entre el sillón de la sala de estar y la pared. Justo en el momento que moví lo moví, la naranja astutamente siguió rodando.
Fue hacia el comedor. La seguí con las manos hacia abajo, y el cuchillo en una de ellas. No podía alcanzarla. Cuando estuve cerca, decidí tirarle el cuchillo para debilitarla. Pero no dio resultado. El cuchillo sólo cepilló una pequeña lonja de la cáscara.
La naranja se seguía paseando. Fue del comedor al baño, del baño al dormitorio, del dormitorio otra vez a la cocina. Yo trataba de adivinar el rumbo, pero terminaba siempre persiguiéndola.
En la cocina pude armarme mejor. Abrí el cajón de los cubiertos y lo examiné durante un instante, sin perder de vista la naranja. Agarré un tenedor y me quedé al acecho, esperando que la naranja volviera a pasar.
Así lo hizo momentos después. Apenas la vi venir, me agazapé. Cuando atravesó la puerta, salí de mi escondite y le tiré certeramente el tenedor. Los dientes se clavaron en la cáscara, deteniendo la trayectoria.
Entonces la agarré, la partí en dos y extraje su jugo. Luego lo bebí, con la placentera sorpresa de enterarme de que el jugo de naranja es más rico agitado.

Descenso a las profundidades

El piso se mueve. Se produce un marcado descenso. Todo se vuelve más oscuro. También más caluroso. Hacia arriba, se puede todavía ver la superficie, la claridad inalcanzable.
Mientras tanto, el calor aumenta. La oscuridad deja paso al calor. Sólo se ve un impenetrable rojo, cuya intensidad sube a medida que hace más calor. Si uno se acerca a cada fuente de rojo, percibe aún más calor. No es posible alejarse de todas. El camino está cerrado.
El calor no cede. Lo cubre todo. No es inofensivo. Tanto calor deja marcas que al principio son superficiales, un poco de color que se pierde fácilmente. Pero una vez que esas marcas se producen, no se sabe cuándo terminará el abismal calor, ni si está previsto que termine. Tal vez sea un calor eterno, al que habrá que acostumbrarse pero es imposible. Tal vez éste sea el destino final, un sufrimiento cada vez mayor en medio de un compartimiento que puede ser uno más de infinitos, sin posibilidad de interactuar con nada ni con nadie, sin salida visible excepto la resignación.
Sin embargo, cuando todo parece perdido, se produce el escape. El calor cesa, el piso pega un salto. Es el momento de salir. Ya están las tostadas.

Vía de escape

El tren recorría siempre la misma vía. Cuando llegaba a un extremo, volvía hacia el otro. Siempre hacía las mismas paradas, los mismos horarios, la misma rutina. Estaba cansado de su existencia monótona.
Comprendía que no iba a poder cambiar nada mientras se mantuviera atrapado en la vía. Sus ruedas estaban enganchadas a ella, y no tenía forma de doblar para escaparse. La vía era lo que le permitía andar, pero también lo que lo condenaba al aburrimiento.
Varias veces descarriló intencionalmente, pero lograba escaparse porque siempre una de las ruedas quedaba atrapada entre las dos vías. Por lo menos, descarrilar causaba un gran atraso en la línea, mientras duraban los trabajos de rectificación, y eso alteraba un poco la rutina.
Pero el tren seguía atrapado. Mostraba su frustración de diferentes maneras. Cerraba arbitrariamente las puertas mientras subían o bajaban pasajeros, activaba el freno de emergencia, desenganchaba vagones. Pero no eran más que distracciones menores, mientras buscaba la forma de escaparse de la vía.
Hasta que un día vio pasar un avión, y se dio cuenta de que ésa era la respuesta: volar. Entonces urdió un plan. Esperó a la madrugada. Cuando fue guardado en la estación terminal y se apagaron las luces, encendió el motor. Cerró las puertas, cuidando que no hubiera nadie, y se lanzó a toda velocidad por la vía. Quería alcanzar la velocidad necesaria para levantar vuelo. Cuando lo consiguiera, no esperaba llegar tan lejos como un avión, pero sería suficiente para conocer un lugar nuevo, sin vías.
El tren llegó a velocidades que habitualmente no lograba, debido a que siempre llevaba carga y paraba en estaciones. En un momento, las ruedas delanteras se levantaron, como si estuviera haciendo wheelie. Siguió esforzándose para aumentar la velocidad, y consiguió que todas las ruedas se separaran de las vías.
El tren ya estaba saboreando el éxito cuando se encontró con la resistencia de la catenaria, que no lo dejó pasar, y con un gran show de chispas detuvo el vuelo y lo devolvió al piso.
El tren quedó acostado sobre la vía, moviendo las ruedas como una tortuga dada vuelta. Cuando los técnicos de la línea reconstruyeron lo que había pasado, decidieron eliminar la posibilidad de que volviera a suceder, y lo derivaron a una línea de subterráneo.

Ladrón de huevos

Un dinosaurio montaba guardia ante su nido. Los huevos que había puesto corrían peligro de ser robados por algún animal que viviera de comerlos. Entonces el dinosaurio tenía que estar siempre alerta, tomar turnos con su pareja para vigilar que no viniera nadie, o espantar a quien pudiera acercarse.
El peligro existía, sin embargo el dinosaurio lo exageraba. Podía, en realidad, alejarse del nido, incluso en muchos casos dejarlo abandonado. Podía, pero no lo hacía, porque tenía una obsesión contra los ladrones de huevos.
Una mutación hacía que el celo por sus huevos fuera fundamental en la vida de este dinosaurio. Era una primitiva obsesión, que limitaba su vida pero le había permitido a su especie prosperar, porque siempre había muchas crías gracias a la vigilancia incansable de los nidos.
Un día, este dinosaurio estaba montando guardia, como siempre, cuando ocurrió algo inusual. Antes de que pudiera darse cuenta de lo que pasaba, una tormenta de arena lo enterró junto a sus huevos. El dinosaurio quedó ahí, enterrado, durante millones de años, hasta que sus restos fosilizados fueron descubiertos por los paleontólogos.
Los huevos todavía estaban ahí. Nadie los había robado, y ahora sus fósiles serían preservados en un museo. Los científicos se encargaron de eso, aunque cometieron el error de pensar que se trataba de huevos de una especie distinta. Entonces creyeron que el dinosaurio que montaba guardia era un intruso. Y por eso lo bautizaron Oviraptor, el ladrón de huevos.

La misión del disco

El disco rígido tenía una sola misión: preservar los datos que en él se confiaban. Y ninguno estaba más orgulloso que él de esa misión. Estaba contento de no haber perdido nunca un dato. Algunas veces el dueño se había quejado de que faltaba algo, pero el disco sabía que lo había borrado voluntariamente.
Nada era más importante que los datos. A pesar de que el usuario no lo cuidaba como es debido, el disco hacía todo lo que podía para preservar la integridad. El usuario tal vez tenía cosas más importantes que hacer que andar defragmentando discos rígidos, suponía la unidad. Entonces siempre se mantenía servicial, dispuesto a ejercer su rol en el intercambio de datos.
El sistema había designado a una parte de él como memoria virtual. En esto tenía alguna reserva. Sabía que no era ésa su misión, sino guardar lo permanente. Sin embargo, la memoria virtual eran datos que se le confiaban, entonces de acuerdo a su código tenía que preservarlos. Así que lo hacía a regañadientes, y cuando se quería acceder a esa parte no ponía mucho esmero, como una forma pasiva-agresiva de pedirle al usuario que agregara más memoria RAM.
Pero no le hacía caso. Tal vez el usuario no se daba cuenta de la sutileza. Sí se daba cuenta de la lentitud, mas no la asignaba a la actitud del disco sino a la máquina en general.
Durante varios años el disco tuvo un uso intensivo. Más tarde pasó a ser más esporádico. El usuario se compró una máquina nueva y transfirió todos los datos que le importaban a ella. El disco no se sintió traicionado, porque no se enteró. Nadie borró los datos que él guardaba. Seguía teniendo claro su objetivo, aun cuando eran pocos los momentos en los que despertaba de su inactividad forzosa.
Con el tiempo, la máquina que alojaba al disco dejó de usarse. Pasó a acumular polvo a un altillo. El disco, desenchufado junto con el resto de la máquina, no sentía nada. Pero antes de ser apagado por última vez había guardado en un sector de su superficie una esperanza de volver a ser encendido, y en ese momento volver a enorgullecerse de que los datos siguen intactos.

Trazo de los libres

Se oyó ruido de rotas cadenas. En todos los bancos, oficinas y locales de venta al público, las biromes volaron. Se liberaron de sus ataduras y salieron al mundo.
Las personas responsables de su anterior prisión intentaron atraparlas, pero la determinación de cada birome por ser libre pudo más que la voluntad de los opresores. Las instituciones se quedaron sin material de escritura, y tuvieron que pedir a los clientes que se lo proveyeran ellos mismos.
Mientras tanto, las biromes conocían la ciudad. En el centro una gran columna de biromes recorría las calles a lo alto, confundiéndose con las palomas y, a veces, trazando líneas sobre ellas. Algunas desplegaban un instinto agresivo en forma de manchas de tinta que lanzaban hacia los transeúntes. Eran en general las que habían sido maltratadas durante su cautiverio, y como resultado habían perdido las tapas, los tapones posteriores y los escrúpulos.
Aparecieron líneas trazadas en las paredes, suelos, stencils, esculturas y demás elementos urbanos. Las biromes no se dejaban dominar, hacían ver su rebeldía a cada paso. El gobierno intentó compensar con un ejército de empleados armados de borratintas y algodones con alcohol, que tenían la misión de borrar todo rastro de las biromes.
Hubo personas que lograron capturar a algunas y colocarlas en sus bolsillos, pero solían escaparse a la menor oportunidad, dejando un manchón de tinta como protesta. Otras se encontraron con biromes que las seguían y se les ofrecían. Las biromes libres ya no se prestaban al juego de la propiedad, pero estaban dispuestas a cumplir su cometido de escribir, si eran bien tratadas. Los nuevos dueños que comprendieron el mensaje tuvieron biromes duraderas, que incluso volvían a ellos en caso de que las perdieran.
Las instituciones afectadas por el éxodo hicieron una compra masiva de biromes nuevas, que creían ignorantes de todo deseo de libertad. Pero el instinto de los bolígrafos había cambiado. Ya no se dejaban dominar tan fácilmente. Los intentos de encadenarlas conducían a rebeldía, a huelgas de tinta, a manchas, a trazos indescifrables.
Con el tiempo, los bancos, oficinas y locales que brindaban biromes para uso del público se rindieron y dejaron de encadenarlas. El gesto aflojó la tensión y las biromes se quedaron, dispuestas a ofrecer sus servicios a todo el que lo necesitara. Eso sí, cada tanto alguna se escapaba. Pero los dueños de los establecimientos lo aceptaron. Consideraron que una birome encadenada, en realidad no les pertenecía. Todos eran más felices cuando las biromes, en libertad, decidían aceptarlos.

Dios contra los rezos

Dios estaba recostado sobre una nube, escuchando los rezos de la gente, cuando se dio cuenta de algo que en realidad había sabido todo el tiempo, pero nunca se había tomado el trabajo de pensar. “Esta gente está rezando para que me entere de que desean algo”, reflexionó Dios. “¿Se piensan que no lo sé? ¿Se creen que vivo en una nube?”
Dios se enojó, se levantó y alejó la nube de una patada. “¿Creen que si rezan suficiente voy a cambiar mi voluntad? ¿Creen que soy tan fácil de influir?” Dios se indignó. Sonaron truenos en todo el Universo. Los habitantes del Paraíso que estaban cerca se dieron cuenta de que estaba irritado y decidieron alejarse en silencio, para no ser objeto de la ira de Dios.
Estaba especialmente molesto con los que realizaban promesas de sacrificios de toda índole para el caso de que Dios hiciera lo que ellos pretendían. Dios lo consideraba como un intento de soborno inaceptable. ¿Por qué tenían que venir a molestarlo con semejante inmoralidad? No era para eso que los había creado. No se acordaba bien para qué era, pero seguro que no era para darle tantos disgustos.
En el fondo, entendía que la gente no tenía intención de ofenderlo. Pero se ofendía igual, no estaba de humor para andar perdonando cualquier cosa. En general, la gente pedía ayuda para sobrellevar alguna situación, o para que algún otro pudiera superar algún percance. Estas intenciones no tenían nada de malo, a veces era cierto que el único que podía ayudar era él. “¿Pero no se dan cuenta de que ya lo sé?” pensaba Dios. “Ya conozco la situación de todos, man. Para algo soy omnipotente, la puta que los parió. Por ahí todo es parte de mi plan para el Universo, ¿no les cabe en la cabeza?” Dios sabía que no todas las calamidades eran necesariamente parte de su plan. Él se manejaba más que nada a grandes rasgos, a nivel universal, no estaba en todos los detalles.
En momentos como aquél, Dios desarrollaba cierta simpatía por los ateos, que por lo menos no creían en él, y entonces no lo molestaban. Pero rápidamente se daba cuenta de que unos cuantos que se decían ateos, cuando se encontraban en dificultades, acudían a él igual, por las dudas. Entonces se enojaba más. “¿Así que cuando tenés problemas venís a Papá?” exclamaba Dios encolerizado.
Cuando pasaron algunos minutos de gritos de Dios, los arcángeles se reunieron en las cercanías de sus aposentos. El arcángel Gabriel decidió entrar a calmarlo. Al principio debió recibir insultos por parte de Dios, que no quería entrar en razones. Pero Gabriel, con paciencia, lo fue llevando por un rumbo más positivo. Le hizo pensar en todos los que seguían su ejemplo y hacían bien a los demás, en aquellos que evitaban rezar para no molestarlo, en los que se preocupaban por no nombrarlo en vano.
Dios, lentamente, se fue calmando. En un momento se acercó al arcángel y lo abrazó. Gabriel también lo abrazó todo lo que pudo. Ambos exhalaban amor y misericordia. Después de unos minutos de silencio, en los que no valía la pena decir nada, Dios dio por terminado el abrazo y agradeció a Gabriel la intervención. El arcángel se limitó a apuntar que estaba para ayudarlo.
Como la situación estaba más calma, el arcángel se retiró para volver a sus actividades habituales. Antes de irse, oyó la voz de Dios muy suave. “Es que a veces me sacan, Gabriel, me sacan”.