El golpe

Liberarse de los mosquitos no es necesariamente una tarea placentera. Muchas veces implica violencia y dolor.
Si pudiéramos elegir, los métodos serían pacíficos. No queremos la violencia. Pero las oportunidades no se dan como queremos, sino como se dan. Hay que aprovecharlas antes de que se esfumen.
Estamos condenados a actuar cuando vemos a un mosquito posado en alguna superficie. Si es, por ejemplo, una pared, corremos el riesgo de que el cuerpo del mosquito quede impreso sobre la pintura, tal vez junto a la sangre de sus últimas víctimas.
Eso no sería especialmente grave. Las paredes pueden limpiarse. El problema es cuando el mosquito se posa sobre una persona. Ahí, es necesario golpear a esa persona. Es, seguro, alguien cercano. Puede ser uno mismo, o un ser querido. El mosquito lo usa como escudo, y nos plantea el dilema de si vale la pena hacer ese sacrificio.
Lo peor es que no nos da advertencia. El mosquito se posa y tenemos que pegar el golpe. Si es a nosotros mismos, lo sabemos. Pero en cualquier momento podemos golpear a un ser querido o ser golpeado por uno de ellos.
Sabemos que es por el bien de todos. Pero igual duele pagar ese precio.

La crisis de los mayordomos

Los mayordomos de ahora no son como los de antes. Son simples sirvientes. Se limitan a complacer los deseos de sus amos. Cuando se les pide algo, lo hacen. Pero carecen de iniciativa propia. No ponen empeño creativo en su trabajo. Ya no muestran la misma pasión.
Antes, los mayordomos se adelantaban a los deseos de sus amos, antes de que ellos supieran que tenían esos deseos. Siempre estaban listos para cualquier eventualidad, y pocas veces una ocurrencia los sorprendía. Conocían a sus amos a la perfección. Eran casi una extensión de ellos. El mayordomo dejaba todo listo para que el amo hiciera las actividades que tuviera que hacer, sin que nada se los impidiera.
Si alguien se interponía entre los deseos del amo y su concreción, ahí estaba el mayordomo para defender a su empleador. A veces, si era necesario, eran capaces de recurrir a la violencia. Todavía se recuerdan grandes combates entre dos mayordomos de amos con deseos opuestos. Pero en general no hacía falta llegar a esas instancias. El mayordomo, con la mayor elegancia y velocidad posibles, convertía todos los deseos en realidad.
Pero, y es menester decirlo, a veces su celo era demasiado. A veces los amos tenían conductas que herían a los mayordomos. Los trataban con suficiencia, como si su trabajo no fuera importante para al menos dos personas. Los mayordomos, en esos casos, defendían el honor del amo. Y en ocasiones eso implicaba asesinar al amo, para que desistiera de seguir dañando su honor.
Esta costumbre ha sido el detonante de la crisis actual. Los mayordomos mayores, al estar presos, no han sido capaces de pasar su ética a las siguientes generaciones. Y los amos tampoco han estimulado esa clase de devoción. Como resultado, tenemos a los mayordomos de ahora. Los que cumplen horario. Los que esperan órdenes. Los que asignan más importancia a su propia vida y libertad que a sus amos. En otras épocas, ellos jamás habrían podido ser llamados mayordomos.

Una sola mano

Matar un mosquito es terminar con una vida. Es un ser que no existe más, aunque haya muchos otros prácticamente iguales. Matarlo es una medida drástica, sólo justificada porque es en defensa propia: los mosquitos pretenden disponer de nuestra sangre.
Pero hay que obrar con respeto. Tener en cuenta que los mosquitos son algo así como pares. Debemos rendir algún tipo de homenaje a su vida, que por más molesta que sea para nosotros, es una vida.
Los mosquitos habitualmente son ejecutados de un golpe seco. Un aplauso, o un contacto violento entre la palma de la mano y alguna superficie dura, como una pared o un cráneo. Debe aplicarse fuerza para lograr el objetivo de matar, y también que la muerte sea rápida: no queremos hacer sufrir al mosquito, ni a nadie.
En ocasiones, los mosquitos presentan dificultades. Vuelan cerca cuando una de las manos está ocupada, y es posible que el tiempo se termine antes de soltar con seguridad lo que la mano sostiene. Queda un solo recurso: acercar la mano libre al mosquito y cerrar el puño a su alrededor.
Este método es particularmente cruel e ineficaz. Es como aplaudir con una mano sola. No genera ninguna garantía de que haya suficiente fuerza para producir la muerte del mosquito. Quedará agonizando, sin capacidad de volar, pero moviéndose. Es menester, si se usa este método, dar el golpe de gracia lo antes posible.
Pero hay otra posibilidad: que el mosquito quede en un resquicio de la mano, en algún pliegue de la piel. En ese caso, huirá por el aire cuando el puño se abra, y contemplará a su fallido asesino como alguien poderoso e indigno, que ni siquiera estuvo dispuesto a dejar lo que estaba haciendo y usar las dos manos para producir la muerte de un semejante.