Inmortalizar mi calle

Quiero inmortalizar mi calle en un poema. Sé que puedo hacer algo muy bueno y significativo para mucha gente, porque al pintar mi pueblo pinto el mundo. Puedo transmitir vivencias, significados, una muestra de cómo veo la vida a partir de la calle donde vivo, que será al mismo tiempo específica para esa calle y general, para que todos sepan y sientan lo que digo.

Pero existe un peligro si hago eso. No quiero que pase lo que pasó con Borges, que vivía en la calle Serrano, escribió sobre ella, y en su homenaje le dieron su nombre a Serrano. La calle que inmortalizó Borges ahora se llama Borges, y si fuéramos a actualizar el poema estaría hablando de él mismo.

No quiero que, cuando este poema me vuelva célebre, mi calle tenga mi nombre. No quiero que se borren las huellas de donde estuve, ni ser en ningún sentido yo quien las borre. Porque, si bien el poema podrá ser entendido por todos, dejará de referirse también a un lugar real, y perderá ese nivel.

Se puede pensar al revés: que el cambio de nombre hace que el lugar sea mítico, es todos los lugares y no es ninguno. Pero eso ya pasa. Las calles cambian. Sólo mantienen su nombre, que es una forma de mantener su historia, por más que no se mantenga en pie ninguna casa, se reemplace el asfalto por algo mejor, y la gente que la transita sea distinta. Estamos caminando los mismos senderos que nuestros antepasados abrieron, y queremos saberlo.

Así que no voy a escribir ese poema. O lo haré con alguna calle cuyo nombre me parezca feo. Será un sacrificio de la literatura, pero un bien para la fisonomía de la ciudad, y para no matar a la calle con la inmortalidad que le legué.

El homenaje a James Penny

Si uno mira El nacimiento de una nación, de 1915, presencia el punto de vista del racismo. La película muestra escenas de esclavos viviendo felices en una plantación del sur de Estados Unidos, compartiendo la comida con sus amos. La concordia se quiebra cuando tienen que soltarlos después de la guerra civil, porque los negros son salvajes y no están preparados para ejercer las responsabilidades que implica la libertad. Al adquirir poder político, los negros, numerosos, copan las instituciones y someten a los blancos, que se consideran los legítimos habitantes de la región. El Ku Klux Klan es presentado en la película como una organización heroica que logró amedrentar a los negros y ponerlos en su lugar, permitiendo la restauración del poder de los blancos y poniendo fin al tiempo del terror.

Al adentrarse en la Historia, uno se da cuenta fácilmente de que no es un juego de buenos contra malos, en el que nuestro rol es tomar partido por los buenos, sino que hay texturas, incluso en los debates que se supone que han sido resueltos. Esa película, filmada cincuenta años después de la Guerra Civil, reconstruye la vivencia de los acontecimientos por parte de aquellos que tenían esclavos. Eran distintas visiones del mundo que chocaban. La división no era necesariamente exacta. Había abolicionistas que pensaban que los negros no eran exactamente humanos. Los grandes temas de este debate (que científicamente está cerrado) siguen existiendo con otras manifestaciones.

Hubo épocas en las que se podía ser abiertamente partidario de la esclavitud y ser una persona respetada en la sociedad. Llegó un momento en el que no, porque el zeitgeist se movió hacia otro lado. Algunas ideas que eran aceptadas dejaron de serlo. Y con el correr del tiempo, no quedó nadie que las sostuviera en público. Lo que sí quedó fue el mundo que las generaciones anteriores nos dejaron, que en todas partes muestra huellas del pasado.

Lo que nos lleva a James Penny. Este señor que vivió en el siglo XVIII se dedicaba al comercio de esclavos. Durante décadas los transportó en la ruta del Atlántico, primero como marinero y después como capitán y dueño de flota. Exitoso en su negocio, se convirtió en un hombre notable de su ciudad, porque tal cosa era compatible con los valores de la época.

Ya entonces, no obstante, se cuestionaba la institución de la esclavitud, y existían movimientos abolicionistas. James Penny se convirtió en una de las voces del antiabolicionismo. En tal carácter testificó ante el parlamento británico, donde habló sobre cómo trataba a los esclavos en sus barcos, y mencionó la tasa baja de mortalidad de su empresa (que lo convertía, para los estándares de la época, en un mercader humanitario). Pero el principal argumento era económico. Sostenía que abolir la esclavitud iba a traer un efecto adverso en el comercio, e iba a afectar particularmente a la ciudad de Liverpool, desde siempre uno de los puertos más importantes de Inglaterra.

Posiblemente debido a esa defensa de la ciudad, se convirtió en una de las muchas figuras esclavistas homenajeadas con una calle. Se bautizó con su nombre a una avenida: Penny Lane. Una búsqueda rápida en Google Maps muestra que hay otras calles con el mismo nombre en el mundo, particularmente en Estados Unidos, donde él comerciaba.

Un par de siglos después, surgió una iniciativa en el Reino Unido que proponía renombrar todos los lugares que homenajeaban a figuras de la esclavitud. Entre ellas figuraba Penny Lane, y su presencia hizo que la iniciativa se cayera. El nombre de Penny Lane se había resignificado gracias a la canción de McCartney.

Debido a la canción, no sólo el nombre Penny Lane había adquirido poesía más allá del origen, sino que la avenida se volvió una atracción turística. El argumento para no abolir la esclavitud podía aplicarse ahora para no renombrar Penny Lane: hacerlo implicaría un perjuicio para la economía de Liverpool.

Este fenómeno es una de las consecuencias del hecho de que el lenguaje está vivo. Cuando se pone un nombre a una calle, pasa a formar parte de del día a día de los que transitan la zona. Son pocos los que piensan en el origen del nombre, y menos a quienes les importa ese origen.

La resignificación es más fácil cuando los nombres son concisos. Si esa calle se hubiera llamado James Penny Lane, seguramente habría sido más difícil no sólo ignorar que se trataba de una persona y no de un centavo, sino que McCartney lo encontrara lo suficientemente atractivo como para titular una canción con ese nombre. Los nombres cortos facilitan la poesía.

En Buenos Aires existe la tendencia opuesta. Se han alargado los nombres de muchas calles, explicándolos. No hay una calle India, sino República de la India. No hay calle Israel, sino Estado de Israel. Veinte años atrás a un tramo de Rawson se lo renombró Palestina, y hace poco se completó: Estado de Palestina (que se cruza con Estado de Israel, y debe haber legisladores que consideraron que crear esa esquina era un aporte a la paz en Medio Oriente). Lo mismo ocurrió con Venezuela y Bolivia, que recibieron los nombres oficiales actuales de esos países. Por el momento no ha corrido la misma suerte la calle que homenajea a los Estados Unidos Mexicanos.

Con los nombres de personas ocurre lo mismo. Para homenajear a Ringo Bonavena, se dio su nombre a una calle de Parque Patricios, que pasó a llamarse Oscar Natalio Bonavena. Alguien decidió que el apodo o el apellido no era suficiente para el nombre de una calle, y decidieron usar lo que figuraba en su DNI. Cerca está la calle Prof. Dr. Pedro Chutro, para la que se consideró que era imprescindible que los transeúntes se enteraran de que el homenajeado no sólo era doctor sino también profesor.

Por su parte, hay muchas calles que recuerdan combates, como Piedras, Suipacha, Pasco, Ayacucho o Tacuarí. Nadie se entera de que fueron combates por el nombre. Hay que conocer Historia o leer las placas colocadas en el nacimiento. A este autor le gusta que exista una calle que se llame Piedras, independientemente de cuál fue el origen. También que sea continuación de Esmeralda. Le gusta además que haya una calle llamada Pozos, sin embargo las autoridades consideraron pertinente alterar ese nombre, y desde hace décadas se ha llamado Combate de los Pozos. Algunos vecinos ahora la llaman, simplemente, “Combate”.

La adición de complicaciones innecesarias en la nomenclatura urbana no sólo puede causar confusiones. También, y más importante, dificulta la poesía. Tal vez nadie iba a escribir una canción titulada Chutro, pero es mucho más difícil que se escriba la balada Profesor Doctor Pedro Chutro.

El homenaje no es tan importante. Sólo existe para aquellos que se toman el trabajo de averiguar de quién se trata, y usted, querido lector, ha de saber que este autor está mencionando por tercera vez a Pedro Chutro sin haberse molestado en averiguar quién fue ese buen señor.

Pero no hace falta ensañarnos con el profesor doctor. Se puede eliminar no sólo títulos o cargos, también los nombres de pila de las personas que donan la denominación. No hace falta que exista la avenida Juan de Garay cuando puede ser Garay, del mismo modo que Rivadavia no necesita el Bernardino. Nadie le dice Jerónimo a Salguero. Figueroa Alcorta tiene un nombre suficientemente largo como para agregarle que fue presidente. Seguí sería una calle magnífica si no le agregaran el Juan Francisco. Lo mismo Oro sin el Fray Justo Santamaría. Y no se limita a los nombres de personas: Ciudad de La Paz se ocupa de aclarar que es por la ciudad, por si alguien llega a confundirse y pensar que es por la paz.

Los nombres no tienen por qué ser algo importante en sí mismo. Dar el nombre de alguien o algo a una calle, o a un edificio público o estación de subte, es invitarlo a formar parte del paisaje público. A integrarse en la vida de una ciudad, a dejar de ser lo que fue para ser un lugar específico, con personalidad, cultura, idiosincrasia. Al darle excesiva importancia al nombre, esa integración se perjudica. Y es una lástima.

Este autor se permite presentar una serie de reglas que podrían seguirse para conseguir más armonía en la nomenclatura:

  • Sólo usar la parte más distintiva de un nombre. Nada de aclaraciones sobre de qué se trata. Nada de nombres de pila. Únicamente utilizarlos cuando no hacerlo pueda inducir a confusión, habiendo considerado previamente si vale la pena tener nombres casi repetidos.
  • Tener en cuenta el uso. A veces los habitantes llaman a un lugar con un nombre que no es el oficial, que sólo sirve para que los pedantes digan “es la plaza Cortázar, no la plaza Serrano”. En esa plaza, por otra parte, nace la calle Jorge Luis Borges, cuyo homenajeado se llamaba a sí mismo simplemente Borges.
  • Evitar los cambios caprichosos de nombres. Serán resistidos, porque es alterar ese paisaje público. Es también una interrupción del imaginario, en el que se ve la mano de las autoridades. Una ruptura de la cuarta pared que sólo debe ocurrir por buenas razones y debe ser manejada con elegancia.
  • Considerar el daño a las curiosidades. Es una lástima que se haya eliminado la esquina de Gallo y Cangallo. También que ya no se pueda vivir entre Lavalle y Lavalleja. O entre Europa (hoy Carlos Calvo) y Estados Unidos. Sí se puede, por ejemplo, vivir en la franja mesopotámica entre Paraná y Uruguay (este autor desconoce si el nombre de esas calles proviene de los ríos, y desea que sea así). Pero si, de pronto, la calle pasara a llamarse República Oriental del Uruguay, esa adición sería una pérdida.
  • Valorar los nombres naturales. Existía en Buenos Aires una calle llamada Arena, porque su suelo era muy arenoso. Más tarde pasó a ser Sánchez de Loria y su continuación Almafuerte. Cien años después se decidió construir un subte bajo Almafuerte. Y la construcción sigue teniendo muchas dificultades, demoras y costos innecesarios debido al suelo arenoso.

La nomenclatura pública no es sólo un espacio disponible para los homenajes que se determinen apropiados. Es parte de lo que se puede hacer, no lo único. Es sano tener en cuenta la elegancia y la armonía. Evitemos poner obstáculos donde no hay. Los nombres de los espacios deben contribuir a hacer más rica la vida.

Calle Rivadavia

La avenida Rivadavia tiene orígenes humildes. Es una de las arterias más importantes de Buenos Aires. Puede haber sido la avenida más larga del mundo. Sin embargo, si uno la encuentra en el centro, donde tiene numeración de tres dígitos, es una calle más, igual a las otras, sin atisbo de su grandeza posterior. En realidad, con uno solo: al cruzarla, las otras calles cambian de nombre. Se convierten en calles que no eran. Rivadavia es influyente desde el principio. Una base sólida para después convertirse en lo que llega a ser.

Arenales

La gente que vive sobre la calle Arenales nunca sabe qué hacer. No saben para qué lado tomarla. No garantiza nada que ayer fuera mano para la derecha. Hoy puede ser mano para la izquierda, o doble mano, o peatonal. Y mañana algo distinto. Puede funcionar una pista de automovilismo, o un escenario para recitales al aire libre.
La gente que vive sobre la calle Arenales está acostumbrada al cambio. Son gente dinámica, que se adapta a las circunstancias. Salen de sus casas y deben mirar qué hacen los autos. Tienen que asegurarse de que su propio auto no haya quedado mal estacionado, para que no les vengan multas por haberlo estacionado mal cuando eso era estacionarlo bien.
El mundo cambia a su alrededor, y en ningún lado se siente más que en la misma calle Arenales. La calle de los péndulos, de los dobles sentidos, de las idas y vueltas, de la alternancia democrática, de los ciclos eternos, de los vaivenes económicos, del latido del corazón. Arteria que a veces es vena, se eleva cada vez más a medida que es pintada con nuevas indicaciones que reemplazan a las anteriores.
Arenales mira desde su vanguardia la estabilidad obsoleta de las otras calles. Ya no tiene rutina. Su paisaje cambia. Es recorrida exhaustivamente por distintos tipos de tránsito. Y los vecinos que viven en ella no tienen por qué acostumbrarse a una vida monótona. Saben que toda realidad es pasajera. Que todo, lo bueno y lo malo, se termina. Y esperan el momento del próximo cambio, para experimentar otra vez el vértigo de lo desconocido.

Progreso y Armonía

El 15 de noviembre de 1889, Brasil dejó de ser imperio y pasó a ser una república. Sé muy bien la fecha porque vivo a media cuadra de la calle que tiene como nombre justamente esa fecha, con año y todo. Una rápida búsqueda me permite saber que fue viernes. Esta información que no figura en el nombre oficial de la calle, a pesar de que es tan completo que, durante muchos años, en la señalética figuraba con letra más chica que las otras calles.
No tengo nada contra Brasil. Estoy a dos cuadras de la avenida con su nombre. Tampoco tengo nada contra su forma de gobierno. Me parece muy bien. Pero no sé si me gusta tanto tener como entrecalle a la conmemoración de la fecha en la que se estableció esa forma de gobierno, en lugar de conmemorar a la forma en sí. No está la calle Repúblicas Limítrofes, ni la calle Abolición de Imperios. Sólo esa fecha, que hay que buscar meticulosamente para saber a qué corresponde. Sólo me enteré porque en una visita a Brasil (el país) encontré una calle llamada como la misma fecha. Los lugareños me supieron decir.
No sé si está bien celebrar con una calle la forma de gobierno de un país. Está la calle Chile, que sigue siendo así independientemente de las circunstancias políticas de la vecina nación. Homenajea a ese territorio, sus habitantes y su hermandad con nuestro pueblo, o algo. Por otro lado, la calle República de la India no parece homenajear a la India, sino a la república fundada en 1948. En el mismo año fue establecido el Estado de Israel, que tiene también su calle, sólo llamada así una vez que ese estado fue reconocido internacionalmente, a pesar de que el territorio ya existía.
No hay ninguna calle llamada 1948, a pesar de que dos países de larga data establecieron sus repúblicas en ese año. Posiblemente se decidió hacer un doble homenaje al país y a su forma de gobierno en el mismo acto. Las calles sin nombre no abundan.
Pero eso no impide cambiar los nombres de las calles que ya están. Por ejemplo, mi otra entrecalle se llama Cátulo Castillo, en homenaje al poeta y autor de tangos. No sé mucho sobre él, ni tengo nada en su contra. Puedo suponer que ese homenaje es merecido. Pero pronunciar ese nombre siempre me hace un poco de ruido, porque me acuerdo cuando la calle se llamaba Pedro Echagüe. Con ese nombre la conocí, y para mí es su nombre “verdadero”. Muchos todavía la llaman de esa manera, y a veces yo también, por más que el cambio fue hace más de veinte años.
Pero hace poco me enteré que no ése no fue primer nombre. Antes de ser Pedro Echagüe, esa calle se llamaba Progreso. Y resulta que 15 de noviembre de 1889, antes de llamarse así era Armonía. O sea que, de no haber sido por esos cambios, yo en este momento viviría entre Progreso y Armonía. No puedo evitar sentir que me sacaron un poco de magia.