El artificio

Las fiestas de cumpleaños pueden ser una oportunidad para encontrarse con gente, hacer nuevos amigos, o simplemente pasar un rato agradable en compañía de un grupo de personas a las que se puede conocer mucho o poco. No es otra cosa que una reunión social, con todo lo bueno y malo que eso tiene. Excepto que en los cumpleaños aparece inevitablemente un momento terrible: el de cantar la canción del feliz cumpleaños.

Todos deben cantar la canción, o hacer como que la cantan, sin importar si tienen la voluntad. Se considera que los cumpleaños no están completos si este ritual no se lleva a cabo. En caso de que alguien no quiera cantar y haga movimientos para apartarse un poco, aunque se haya ocupado de estar presente en la fiesta es acusado de que no le importa la persona que cumple años.

Aquellos que no quieren formar parte del ritual, por el tedio causado por la interminable repetición, porque no les gusta sentirse obligados o por la razón que sea, saben que es requerido. Están resignados a formar parte sin protestar. Fingen un entusiasmo que llega a su punto cúlmine cuando el homenajeado apaga las velitas y los presentes inician un fervoroso aplauso.

Mientras cantan, algunos son mejores para fingir entusiasmo que otros. No se sabe cuántos realmente quieren que ese ritual se produzca. Está claro que hay algunos que se entusiasman. Pero es fácil sospechar que son los menos. Es muy posible que la mayoría de las personas no sean amantes de cantar esta canción, pero piensen que abolir el ritual sería más problemático que aguantarlo durante un minuto.

Hay cumpleañeros que no quieren que se les cante esta canción, y muchas veces los demás no lo pueden entender. En muchos casos la canción se canta de prepo, y es el propio homenajeado el que se ve en la situación de tener que fingir entusiasmo por su propio homenaje de cumpleaños, para no quedar como un desagradecido.

Puede ser entonces, que se dé la situación de que gente que no tiene ganas de realizar un ritual obliga a otra gente que tampoco tiene ganas por temor a que la gente sí tenga ganas y se ofenda. Puede que la costumbre haya perdurado de esa manera, y desde hace décadas casi todos participen en el ritual de cantar el feliz cumpleaños sólo por ser amable.

Coca natural

El otro día quise tomar un vaso de Coca-Cola. Entonces fui a la heladera y me serví. Pero se ve que esa botella recién llegaba, y la bebida no estaba fría, sino natural. Pero tomé el vaso de todos modos, y el sabor me resultó extrañamente familiar. Rápidamente me transportó, como la magdalena, a las fiestas infantiles de los ’80.
En esa época, al menos para mí, la Coca-Cola no era algo de todos los días (en realidad ahora tampoco). Se trataba de la bebida de los momentos excepcionales. Un cumpleaños era uno de ellos, y ameritaba la inversión en bebidas. Sin embargo, cuando uno va a la escuela y tiene alrededor de 25 compañeros, las fiestas infantiles se dan en un promedio de dos por mes, y es posible notar algunas regularidades.
Además de la Coca-Cola, el menú consiste en papas fritas, palitos salados, sánguches de miga, chizitos y maní japonés. Son pocas las fiestas que ofrecen algo distinto, y si eso llega a ocurrir es una decepción. Porque las fiestas de cumpleaños infantiles tienen una expectativa clara: ser los momentos adecuados para comer todas esas cosas.
La estructura básica de todas las fiestas es común. Hay mesas con estas delicias, y mucho tiempo para el juego. Tarde o temprano, algún adulto llama al orden y organiza actividades para que los chicos se entretengan, con más o menos éxito. A estas actividades, que son el momento en el que los niños se quedan más quietos, se las llama “animación”. Pueden consistir en juegos interactivos, en los que se armarán dos equipos que competirán por honor, o ser meros espectáculos. A mí me gustaba cuando traían un mago. Me parecía que los que hacían eso pensaban en nosotros.
Los animadores entregaban al final de la fiesta su tarjeta, para aquellos que desearan adquirir sus servicios. De esta manera, muchos se repetían, por reclamos de los niños o porque era fácil para los padres conseguir el dato. Y gracias a eso nos podíamos dar una idea de la calidad de la animación venidera cuando veíamos llegar a los animadores y nos dábamos cuenta de quiénes eran. Además de los magos, yo era parcial hacia los que tenían mayor despliegue técnico, y traían teclados electrónicos, luces y esas cosas. Por suerte, las máquinas de humo no se usaban a esa edad. Más tarde las padecí.
Siempre había pausas en las que se podía comer las distintas comidas. Si bien las papas fritas y similares permanecían en la mesa, en algunos casos aparecían más tarde platos más suculentos, como las empanadas copetín. Siempre había botellas de Coca-Cola o de 7-Up para reponer la bebida a los que se les terminara. Y siempre había un adulto cerca, dispuesto a servirla. Los vasos eran de plástico, lo que evitaba masacres con vidrios en el frenesí producido por la emoción de todos los presentes.
Los vasos eran todos iguales y estaban todos en la misma mesa. Se hacía necesario, por lo tanto, desarrollar estrategias para conservar el vaso propio. La experiencia ya había enseñado que a muchas personas no les importa y agarran cualquier vaso que esté cerca, lo que obliga a su legítimo propietario a buscar otro vaso, si es que hay, y volver a servirse.
Una estrategia era mantener el vaso en la mano. Pero traía severos problemas de movilidad. No era algo práctico. Otra era esconder el vaso en algún lugar poco accesible, por ejemplo en el baño, atrás de un árbol del jardín (si es que había). Eso tampoco daba buenos resultados. Lo mejor, en mi experiencia, era dejar el vaso colocado en un lugar remoto de la mesa, preferentemente contra la pared. De esta manera, sería poco accesible para quienes buscan lo cómodo, y fácilmente identificable para mí.
Y al encontrarlo, podría tomar otro vaso de gaseosa. La que, me doy cuenta ahora, en los cumpleaños siempre estaba natural. Si no, no me habrían venido todas estas cosas a la cabeza el otro día, al tomar un vaso de Coca-Cola sin refrigeración.

Esperanza de liberación

Las celebraciones de los cumpleaños incluyen una ceremonia en la que se apaga la luz, se acerca una torta con velas encendidas, se canta una canción específica y se insta al homenajeado a que las apague mediante el soplo, luego de pedir exactamente tres deseos sin decirlos en voz alta. Se trata de un ritual repetitivo, que si no fuera por su obligatoriedad animaría a muchas personas que no celebran sus cumpleaños a hacerlo.
Nadie quiere, en realidad, cumplir con la ceremonia. Pero todos piensan que los demás se van a decepcionar si no ocurre. Entonces lo hacen, total dura poco, y no perjudica directamente a nadie salvo por quitarles unos instantes de la reunión y de la vida para cantar la misma canción de siempre.
Como nadie tiene ganas de pensar en el ritual, no se ponen de acuerdo en cómo insertar el nombre en el clímax de la canción. Se genera un agujero sensible, que muestra con claridad las ganas que tienen todos de estar cantando eso. Pocos nombres entran en la métrica. Algunos usan diminutivos para alargarlo, otros estiran vocales, otros apocopan, otros cambian la acentuación. Queda una desprolijidad indigna, que nadie comenta porque queda oculta por el aplauso, también obligatorio, que sigue a la interpretación y marca el fin del ritual. En ese momento se puede cortar la torta y repartir las porciones entre todos los que están esperando el premio de haber participado en esa rutina humillante.
¿Por qué se sigue haciendo? En parte porque es parte del concepto de un cumpleaños. En parte porque todos piensan que los demás lo desean fervientemente. Y, en muchas ocasiones, porque hay niños presentes.
Ocurre que mucha gente tiene el concepto de que a los niños hay que crearles ilusiones, y jamás deben ser rotas. Piensan que los niños no pueden crearse ilusiones propias y personalizadas. Entonces les venden algunas ilusiones temporales, como que en Navidad un señor gordo entrará por la chimenea y les dejará un regalo, o que un ratón les comprará los dientes a medida que se les vayan cayendo.
Con el tiempo, estos dos personajes se revelan como imaginarios, porque no es posible sostener el engaño a medida que los niños adquieren raciocinio. Pero la ilusión de las velas de cumpleaños persiste. A ellos tampoco les gusta, pero la cumplen, del mismo modo que van a la escuela y cantan el himno nacional.
Justamente por eso es preciso abandonar la oscura costumbre de apagar las velas. Los niños no necesitan ilusiones falsas. Necesitan esperanza. Y no hay mejor manera de darles esperanza que comunicarles que esa ceremonia no siempre será necesaria, y que cuando sean adultos tendrán la posibilidad de elegir si quieren hacerla o no.
Nunca es temprano para liberar a las nuevas generaciones.