Mosquito y elefante

Comparación
Lo primero que se nota al comparar un mosquito con un elefante es el tamaño. El elefante es mucho mayor. Hacen falta varios miles de mosquitos para juntar el peso de un solo elefante. Esto proporciona una innumerable cantidad de ventajas a los mosquitos. Como toma menos recursos hacer un mosquito que un elefante, los mosquitos se reproducen mucho más rápido. Hay, por lo tanto, muchos más mosquitos que elefantes. Pero esos números no deben preocuparlos, porque un solo elefante puede proporcionar suficiente sangre como para alimentar a miles de mosquitos por día. Y, además, los elefantes no pueden hacer mucho para evitar ser picados.
Los mosquitos usan su trompa para obtener alimento. La insertan en el animal en el que se esconde la sangre que buscan, y succionan con toda la fuerza posible para que el animal no se dé cuenta de que lo están haciendo. Si eso ocurre, el mosquito se ve en problemas. El elefante, en cambio, no tiene la costumbre de disimular su presencia. No le hace falta. Es imposible para un predador comerlo. Un león, por ejemplo, no puede enfrentarse al tamaño de un elefante. Corre peligro de ser asesinado de una patada.
Un mosquito no tiene ese problema. Al avanzar en forma disimulada e inofensiva, el elefante no sólo no puede usar su tamaño para intimidar al mosquito, sino que puede continuar la producción de sangre. De manera que el mosquito no necesita matar al elefante para comerlo, y tampoco le conviene. La estrategia del mosquito es mucho más sustentable que la del león.
Los elefantes viven en sociedades matriarcales. Son las hembras las que marcan el camino, al igual que las hembras de los mosquitos son las que se hacen visibles. Los machos son, en ambos casos, simples conveniencias reproductivas.
Paradójicamente, a pesar del minúsculo tamaño del mosquito, necesita más patas que el elefante para sostenerse. Sería razonable pensar que un mosquito no necesita más de dos o tres patas, sin embargo tiene seis, y usa todas para apoyarse. Es cierto que no camina con ellas, porque el mosquito tiene sobre el elefante la ventaja de poder volar. Estamos en condiciones de afirmar que nunca un elefante ha volado por sus propios medios. Al mismo tiempo, podemos decir también que nunca un elefante quedó atrapado en ámbar.
Los mosquitos vuelan en forma rutinaria. Y tal vez no se dan cuenta de que eso es extraordinario. Que animales aparentemente mucho más poderosos que ellos no pueden hacerlo. Para ellos es su medio de transporte normal. Es tan normal como caminar para un elefante. Y les cuesta menos, porque no tienen que levantar tanto peso. Tal vez, si los elefantes pesaran lo mismo que los mosquitos, también podrían volar. Pero dejarían de ser elefantes. Y eso no estaría bien.

Ante todo

Ante todo, de cualquier modo como de todas maneras igual no por eso, aunque sin embargo no obstante. A pesar de todas formas en consecuencia, cautelosamente, una manera de decir. Igual de cualquier manera sin dejar de tener en cuenta, como es natural.
Como queda dicho, no por eso, por el contrario. Entretanto, paradójicamente, a pesar con cuidado, en cambio de alguna forma en el momento indicado si es posible si se me permite sin querer entrar en contradicciones, como se desprende.
Del otro lado en el interín si Dios quiere con total sinceridad sin ningún desparpajo. Al mismo tiempo, con todo, nada es por nada.
Sin más, saludo atte.

¿Cuándo vendrán las luciérnagas?

Ya la casa arde con tres tés. Son dos, tres, veinte circos cúbicos. Con cubos, tijeras y mates; alicates. Trincheras ganan treinta y tres orientales del espacio. Con su blanca palidez salimos a broncearnos. Leche y chocolate, es una consistencia dramática, imberbe. Suspenso. Cuando sea quinien tos, como son ustedes. Será, será el ritmo que nos pegue, nos lleve, té de la China. Oriente. Nada, cada día, vasos llenos con vasos vacíos. Escupen ventanas turcas, cactus del oriente especial. El cerdo y el cactus pinchan a los beduinos. Arena, calor, olas, jirafas. El amor nos invade en música, las lejanas limpias postrimerías, leguas allá, con las guitarras. La voz, la voz humana, vos estás en otra parte, pero estás. ¿Qué es esta luz brillante que no está? Con la lluvia, la luna se va y vuelve. Como elefante enojado y turco. ¿Cuándo vendrán las luciérnagas? Tú, calefón, ¿con quién hablas? Fuego, fuego, fuego. Luz y calor. Tengo frío. Sale todo junto y no puede ser, son todas las cosas que llamamos cachivaches. Traéme el chirimbolo ése. La vida contigo noche, los ojos y mañana será el despertar de la noche de mañana, porque en la agonía de los sentimientos sale con fritas la verdad. Dorothy en el arco de Rosario Central. La tele llueve, coincide con 1996. Este año vamos a ser, después no sé. Qué historia la que aparece sin sabor a cucaracha histérica. Vos, sí, vos, ¿sos o no sos la morsa? Con la fritura entre los dientes, el rango roto y al vida entera o descremada. Por ti me muero dice este tipo sin saber y sin sabor acaramelado y dulce. No somos el primer tranvía, ésos son otros, y los hermanos somos nosotros, casi todos, solamente la insensible amapola. Suerte que fuimos dos o tres historias juntas, leídas por señores de blanco en pistas de hielo helado. Espumas turgentes, trepidantes, inquietas saltarinas a pie, con su intrépida apertura de luz escandinava. Simplemente vos, y vos, ustedes, los puntuales, los que siempre irán por la alegría discontinua de la trestiballa, la serpiente lúgubre y tenebrosa del hábeas corpus solar. Dulces sentidos dobles, manos que fríen, paredes oscuras con jabón a pie. El diablo está ahí, sin saber dónde es, y vos no. O sí. No sé. El tema, entonces, es la llegada.

Color falso

La caja negra no es negra.
La salsa blanca no es blanca.
El humor negro no es negro.
El cuarto oscuro no es oscuro.
Las nubes negras no son negras.
El vino blanco no es blanco.
Las armas blancas no son blancas.
La Casa Rosada es salmón.
Las rosas son rojas.
Las violetas son azules.
Barba Azul no tenía barba azul.
La green card no es verde.
El Cerro de los Siete Colores no tiene siete colores.
El panda rojo no es un panda.

Descripción del cuarto

Rayos catódicos ondean sobre la pared. La cama oscila entre el violeta, el negro y el rojo. Se trata de una cama doble con tres almohadas. Una cuarta se divisa en diagonal, a punto de caer al suelo. La súbita luz blanca revela un empapelado corrugado azul con motivos florales. La cama domina el espacio. Llegar a ella requiere precisas maniobras para esquivar la cómoda, el placard y las paredes. Del lado que da a la calle, la puerta que lleva al balcón está cerrada. La cortina amarilla con blockout también. Si la puerta estuviera abierta, la cama quedaría inaccesible desde ese lado.
El placard esconde una puerta que da al baño. Se trata de una puerta falsa. Del otro lado, en el baño, hay una estantería. Para entrar y salir es preciso usar la puerta principal. Está pintada de blanco y posee vidrio esmerilado azul. Un panel tiene un agujero que está tapado con cinta de enmascarar cuyo valor práctico es inversamente proporcional al estético.
La cama, muy grande, tiene una estructura de bronce con barrotes que indica la cabecera. El barrote del medio no está. Las mesas de luz, de madera, tienen cada una un cajón grande cerrado, un espacio libre con aros, remedios, pomadas, monedas, llaveros, tickets y otros elementos de uso cotidiano. Sobre ese espacio se esconde un panel desplegable, que al ser retirado se convierte en una mesita para desayunar.
El cubrecama ocupa el espacio del suelo entre la cama y la cómoda, donde hay un televisor Grundig de 21 pulgadas encendido. El control remoto yace entre las sábanas arrugadas que dejan entrever los últimos movimientos de los ocupantes de la cama.
Sobre la cómoda hay un alhajero cerrado. Es dorado y tiene una manija negra, pero la tapa está pensada para permanecer sin ser abierta. Las mesas de luz acogen lámparas simétricas, pero una se enciende desde el cable y la otra desde el espacio en el cuerpo de la lámpara originalmente destinado a tal fin.
En la pared hay dos cuadras de marco dorado, colocados sobre el espacio que cada ocupante de la cama ocuparía normalmente durante el sueño. Del techo alto cuelga una araña que tiene cuatro focos de 60 watts, uno de los cuales no está encendido, a pesar de que la llave blanca, que está a la derecha de la puerta principal, detrás del placard, debería encender a todos.
Las sábanas blancas arrugadas dejan ver una enorme mancha roja.

Otra vida

Cada niño nace casi como feto. Juan, cuyo hijo está allí, sabe esto. Sexo: nene. Juan está como loco. Mira esos ojos. Mira cómo abre bien cada mano este pibe. ¡Está vivo! Esta hora será rara, como toda gran hora. Juan goza. Baja baba como agua.
Buen plan, gran idea tuvo Mara, supo Juan. “Esto anda”, dijo. “Este amor está bien”. Allí está Mamá Mara. Juan mira cómo Blas toma teta. Ella hace algo para usar cada mama. Juan hace clic. Saca foto tras foto. Todo esto será film.
“Juan, poné allá este moño azul”, dice Mara. Juan hace caso.
Cayó Mimí. Ella está algo mala, ayer hubo vino. Pero todo bien. Este olor dice algo: Blas hizo caca. “Dale Juan, hacé como dije”, pide Mimí. Será raro usar tela, pero todo está caro.
¿Será gran tipo Blas? Juan, dice, será buen papá. Blas hará gran obra, cree Juan. Hará todo bien. Todo será goce.
Todo está bien. Blas está sano. Mara yace. Juan reza. Dios dará.

Otra vez lo mismo

Lo mismo llevaba la trama del texto, hasta que apareció este último. Este último (es decir, este último) la recogió y se puso a trasladarla. Estaba muy confiado en su capacidad hasta que se topó con uno de ellos, que tenía ansias por llevarla. Entonces este último se la dio. Uno de ellos, muy contento, se dispuso a hacer la misma tarea. Pero no se había dado cuenta de que la cuestión lo seguía muy de cerca. Desde otro sector, también lo seguía el susodicho. Ambos llegaron a las cercanías de uno de ellos al mismo tiempo, y el mismo no sabía qué hacer. El mismo estaba viendo la escena, y quería posicionarse para ser el relevo de quien tomara la posta. Así que el susodicho y la cuestión se disputaban la trama. No habían solucionado la disputa cuando apareció aquél, la agarró y salió corriendo. Tras aquél fueron los tres, y a cierta distancia iba el mismo, que no se quería involucrar tan directamente. Pero aquél tuvo mala suerte: se chocó contra esto, quien le arrebató la trama y se la lanzó a lo otro. Ante el lanzamiento, los perseguidores quedaron fuera de carrera, porque lo otro estaba bastante lejos y se alejó aún más con gran velocidad. Sí lo pudo alcanzar la fecha, que andaba cerca. Lo otro le hizo entrega de la preciada posesión, y la fecha se la pasó a lo importante, que era, a su juicio, el indicado. Pero el indicado no estuvo de acuerdo, y se presentó ante lo importante para reclamar la trama. Como no se pusieron de acuerdo, acudieron a lo justo, que se decidió por sí mismo. Sí mismo hacía tiempo lo venía reclamando ante cada oportunidad. Y como cada oportunidad tenía muy buenas relaciones con lo justo, la decisión fue rápida. Por ese motivo fue sí mismo el que llevó la trama y se la entregó en tiempo y forma al fin.

Camino de expectativa

 
La mejor manera de viajar a Brasil es en avión. Las vacaciones son para divertirse, no para pasar varios días manejando en rutas desconocidas. Además, viajar en avión permite una interacción social, algunas horas de oportunidad para conocer gente y entablar relaciones de todo tipo.
El muchacho en cuestión había elegido viajar en avión a Brasil. Aunque pensaba comprar toda clase de productos aprovechando el dólar barato, llevaba consigo varios elementos que esperaba necesitar, como los anteojos de sol. También pensaba hacer uso extensivo de los recursos marítimos brasileños. Para ayudarse en esa tarea llevaba patas de rana y snorkel.
Una vez en el avión, se sorprendió gratamente al encontrarse sentado junto a una blonda señorita con quien compartiría el viaje. Entabló con ella una conversación con intenciones de continuarla más allá del viaje. Durante el transcurso de la charla, su confianza iba en aumento.
Tomó nota de que nadie se acercaba a preguntarle qué hacía con ella. Esto le hizo suponer que la posibilidad de formar pareja eran realistas, y no constituirían una razón de vergüenza para la mujer anónima en cuestión.
De inmediato se imaginó un futuro. No años de felicidad, sino que se formó una expectativa de corto plazo, de compartir con ella las cortas vacaciones y, por qué no, compartir momentos íntimos en medio del calor de Brasil. Se la imaginó entonces sobre la arena de la playa, como una gaviota, y esta imagen se le hizo natural.
También tuvo ganas de contar a sus amigos la experiencia al regreso. Para lograrlo, tenía que conseguir esa experiencia. Iba a quedar como un ganador ante su grupo, y esto le traería consecuencias muy positivas para su vida social  y para la confianza en sí mismo.
Sin embargo, la señorita rubia no compartía la misma idea. Se dejó entretener en el avión, porque no había nada que hacer durante el viaje, pero al llegar a Brasil no quiso saber nada con el festejante. Se ignoran las razones de esta actitud, aunque la hipótesis más firme es que la conversación reveló la ansiedad del muchacho, y su mayor interés por el cuerpo de la rubia que por ella. Hay quienes indican, sin embargo, que ella tenía interés en él, pero fue neutralizado por la revelación de las patas de rana y el snorkel, que lo dejaron mal parado.
Como sea, el muchacho tuvo que abandonar el proyecto, y el viaje se le oscureció un poco. Cuando volvió, eligió no mentir a sus amigos, y aceptó dignamente la derrota, esperanzado en que en otra oportunidad se le podría dar.
 

Sobre el mar

El sol brillaba sobre la calle Florida. En realidad, no llegaba a brillar sobre la calle en sí, sino que se limitaba a dar luz y calor a la gente que caminaba por ella. La calle estaba en sombras, cubierta por un verdadero mar de gente.
No tenía ganas de sumergirme en ese gentío. A pesar de que yo, igual que todos los demás, era ochenta por ciento agua, no tenía ganas de integrarme a ese mar. Para llegar a mi destino, era preciso navegarlo. Por eso me fui, y volví con un barco.
Lo boté sobre la peatonal. La gente se horrorizó al verlo, y los que estaban justo abajo levantaron las manos para protegerse. Así logré flotar. Dejé que la corriente me llevara. Las personas que estaban sosteniendo el barco se lo pasaban a otras, y el movimiento me trasladaba hacia el norte, que era donde quería ir.
Pero al rato la corriente fue menguando. Mucha gente se dio cuenta de que el sol brillaba sobre el barco, y por lo tanto debajo de él había sombra. Entonces unos cuantos forcejearon para quedar abajo. Y no querían moverse. Estaba más fresco ahí. Pero no me servía para nada. En ese momento extendí las velas.
El viento me empujó sobre las palmas de los transeúntes. Avancé calle arriba, mientras corregía la dirección con el timón. El barco se desplazaba suavemente, con ligeros bamboleos según la altura de las diferentes personas sobre las que se iba apoyando.
Recorrí así varias cuadras de Florida, hasta que llegué a la esquina de Corrientes. El semáforo estaba rojo. Pero el viento no hace caso al semáforo. El mar de gente estaba momentáneamente partido en dos, como si la avenida fuera Moisés. Entonces me vi caer hacia el vacío de la arteria.
Pero Corrientes no se llamaba así en vano. Los techos de los autos que iban por la avenida me llevaron a gran velocidad. Me subí a la onda verde. A la altura de la barranca, la nave se aceleró sin que pudiera controlarla. Fui hacia abajo, pensando que me iba a estrellar. Pero el impulso era demasiado grande como para ir al suelo. Cuando terminó la avenida, salí volando con barco y todo. Fui a parar derecho al dique de Puerto Madero. Seguí entonces mi camino flotando sobre el agua.

Atrapados en el ascensor

—Déme la mano.
—¿Para qué?
—Así lo saco.
—¿Y usted quién es?
—Vengo a rescatarlo.
—No le pregunté a qué viene, le pregunté quién es.
—¿Importa?
—Claro que importa. ¿Cómo me voy a dejar llevar por cualquiera?
—Bueno. Soy Ignacio Cossi.
—¿Y qué me importa su nombre? Yo quiero saber quién es.
—Soy el rescatista que viene a rescatarlo, señor. Ahora, déme la mano.
—Espere un momento. ¿Cómo sé que puedo confiar en usted?
—Me parece que no tiene más remedio que confiar.
—Puedo quedarme en este ascensor hasta que aparezca alguien confiable. No tengo apuro. Prefiero llegar tarde, pero llegar.
—Pero señor, déme la mano y lo saco. No tiene por qué desconfiar. Es mi trabajo.
—¿Y cómo sé si usted es bueno en su trabajo? Puede ser un inútil más.
—No es muy difícil. Yo estoy arriba, usted abajo. Si me da la mano, yo tiro y los dos nos vamos.
—Eso es lo que me parecía: lo que usted quiere es irse. Váyase, yo voy a esperar a alguien que sí tenga ganas de rescatarme.
—¿Usted no tiene ganas de irse?
—¿Qué pregunta es esa? Claro que tengo ganas. Pero eso no significa que vaya a aceptar cualquier cosa. Faltaba más.
—No lo puedo dejar acá. El reglamento impide que abandone a quien estoy rescatando. Me va a tener que dar la mano.
—¿Ah, sí? Espere sentado. No le doy nada. Vaya y traiga a alguien calificado.
—¡Yo estoy calificado, señor!
—Bueno, me muestra el certificado que así lo acredita y levanto las manos.
—Acá tiene el carnet.
—¡Cualquiera puede imprimirse un carnet! Con menos que un analítico legalizado no me muevo. Si no, ¿cómo sé que usted es personal idóneo? Acá dice que tengo que esperar al personal idóneo.
—OK, ahora se lo traigo.
El rescatista va a la oficina, trae un papel y se lo alcanza a la víctima. Cuando el señor atrapado estira los brazos para recibir el certificado, el rescatista lo toma de las manos y lo saca del ascensor, ante las airadas protestas del ciudadano rescatado.
—Lo cagué.
—Gracias.