Historias dentro de historias

Si escribo sobre algo, en realidad voy a estar escribiendo sobre alguna otra cosa. Toda historia son dos. O, mejor dicho, en toda historia hay otra historia escondida que es la que el lector puede descubrir si sabe leer. Incluso, dicho de otra manera, las historias se hacen pasar por otras historias, más digeribles, de manera que el lector más que leerla las perciba.

Ese es el oficio del escritor. Crear esas historias paralelas y vincularlas a través de puntos estratégicos, tal vez inconscientes, de manera que al sostener una historia sean dos o más las que se sostienen. Cuando sale bien, escribir y leer son experiencias muy satisfactorias.

Pero, a veces, uno tiene ganas de escribir una historia sola. No tiene por qué ser dos. Sí, estará mezclada entre toda la herencia cultural, y un lector avezado podrá trazar paralelismos. Pero el autor no necesariamente debería tener que hacerlo. Puede especializarse y dedicarse a su propia historia, que puede ser rica por sí misma.

Y, además, hay un elemento de engaño. Cuando se escribe una historia para en realidad contar otra, es en cierto modo una estafa. Y es sólo “en cierto modo” porque los lectores están habituados a esto y lo esperan. Pero no tendrían por qué esperarlo. Podría sorprenderlos, incluso gratamente, en algún texto con el que se topen.

Una solución está en escribir las historias naturales, sin agregarles nada. Al hacerlo, se encontrará que la historia naturalmente tiene relaciones con otras. Una historia es muchas, y sugiere lecturas de otras historias. No es algo que el autor pueda evitar. El truco está no en buscarlo, sino en encontrarlo. Sólo después de encontrarlo está bien emprender la búsqueda.

Cuántos lectores

Todos sabemos que es muy poca la gente que lee libros. Y todos pensamos que sería mejor que más gente los leyera. Sobre todo los que escribimos libros. Nos parece que debería haber más demanda de nuestros productos. Eso beneficiaría también a la sociedad.

Ahora, no sé si es tan así. En primer lugar, recién en los últimos cien o doscientos años se ha alcanzado un nivel de alfabetización que permite aspirar a que la lectura sea masiva. Antes, leer era algo que no estaba al alcance de cualquiera, y seguro que no todos los que estaban en condiciones leían.

No sé si la gente lee ahora menos que lo que leía hace cincuenta años. Ahora con la televisión, los twitters, todo eso, la gente se dedica más a leer eso que lo que debería leer, que son libros. Pero no sé si eso reemplazó la lectura de libros. No sé si la gente dejó de leer libros para ver cine, o televisión o twítteres. Capaz que en otra época esa misma gente habría pasado las mismas circunstancias mirando fotonovelas. A lo que voy es que no necesariamente el tiempo que no se usa para leer se usaría para leer si no fuera por las tecnologías correspondientes.

Por otro lado, hay muchas formas de lectura. Es algo que se ejerce sobre lo que uno percibe: un libro, una película, un partido de fútbol, el tránsito de una esquina, el movimiento de las estrellas. Leer es una actividad creativa en la que uno trata de descifrar qué es lo que pasa en lo que ve. Está lleno de gente que lee libros sin leerlos, y ellos cuentan como lectores en los censos imaginarios al respecto.

Tenemos, entonces, cuatro categorías: 1) los no lectores, 2) los no lectores que leen, 3) los lectores que no leen y 4) los lectores. A todos nos gustaría incrementar el número de la cuarta categoría, pero sospecho que subestimamos el de la segunda.

Los no lectores que leen son despreciados por los autodenominados intelectuales, que venden la idea de que la única forma de pensamiento que vale la pena es la que ejercen ellos, y también venden que es muy difícil. Hay muchos que se lo creen, y se intimidan. El resultado es que gente que podría estar en la categoría 4 evita hacerlo por considerarlo inalcanzable. Los que están en la categoría 4, y muchos de la 3, la ven como algo exclusivo. No lo dicen, pero les gusta ser pocos. Se sienten especiales, se entusiasman con serlo y repiten el círculo vicioso de expulsar de la lectura a gente que podría leer perfectamente.

Pero algunos conocemos el secreto: resulta que leer no es tan difícil. Y leer libros es trasladar a los libros lo que mucha gente ya hace sin darse cuenta. Y sabemos también que muchos de los que se la dan de grandes lectores no hacen más que escudarse en esa condición para parecer inteligentes. Eso es una de las razones por las que prefieren que los lectores sean pocos: no quieren que se sepa que sus logros no son gran cosa.

Escribir 8

No parece, pero es difícil escribir el 8. Es necesario tener una impecable coordinación en la escritura. El 8 es uno de los números que más se dibujan. Otros números son pequeñas modificaciones de letras. El 8 se parece un poco a la B, pero la técnica para escribirlo es completamente distinta. Llegan a resultados similares desde lugares conceptuales diferentes.

Lo que hace distinto al 8 es la simetría. Los otros números son más libres. Hay trazos específicos que los forman, y aunque no salgan siempre iguales quedan reconocibles. Con el 8 hay que redoblar el esfuerzo.

El trazo del 8 es cerrado. Requiere terminarlo en el mismo lugar donde se empezó. Si no se logra, la forma del 8 será incompleta, y reconocer el número será posible si la cercanía es suficiente. Es también posible escribirlo mediante dos formas levemente circulares, una apoyada en la otra. Pero normalmente es más difícil encontrar un equilibrio, y el resultado suele ser decepcionante.

Escribir el 8 requiere tomarse un momento para hacerlo bien. No pensarlo demasiado, pero tampoco apurarse. Es un trabajo de precisión, una artesanía que pocas veces sale bien. Por eso, cuando ocurre, hay que apreciarlo. Ocuparse de disfrutar el resultado, y mostrarlo a los demás: “mirá qué bien que me salió este ocho”.

Coincidencias

Hay gente que quiere descreer de las coincidencias. Sostienen que no existen. Que lo que vemos como coincidencias en realidad son señales. Hay una razón por la que suceden. Debemos leerla, interpretarla, porque son un mensaje que nos está siendo enviado.
Es la presunción de existencia de un orden cósmico absoluto, que gobierna hasta los detalles más pequeños, pero que igual concede el libre albedrío. Y además, ese orden cósmico está interesado en nuestras vidas, nos da pistas acerca de cómo vivirlas y nos concede oportunidades que debemos ver como tales.
Muchos operan mediante esta forma de pensar y actúan en consecuencia. Les puede ir bien o mal, y si les va mal se puede explicar por el lado de que entendieron mal la coincidencia que interpretaron.
Pero la presencia intencional de coincidencias no es una idea que me resulte atractiva. Me parece más bien algo perversa, si es que son manifestaciones de una inteligencia externa o cósmica. No quiero estar sujeto a alguien o algo que es capaz de controlarme todo, incluso las acciones que llevan al surgimiento de coincidencias. Siento que eso no me dejaría ser libre.
Igual me atraen las coincidencias. Cuando se producen, a veces impresionan. Es muy tentadora la idea de leerlas como una señal de la presencia de alguien benevolente. Puedo entender que muchos elijan hacer eso. Pero para mí es mucho más enriquecedor verlas como verdaderas coincidencias.
Son actos del azar de los que soy testigo, también por azar. Están ahí, tal vez sin ser vistas hasta que las descubro. Tientan a sacar conclusiones. Pero al ser actos del azar, las conclusiones no están predestinadas. Podemos decidir lo que les hacemos significar. Y podemos hacerlo en forma consciente, sin atribuir a la coincidencia la responsabilidad de nuestros actos posteriores. Seguimos siendo nosotros los que decidimos, y usamos a las coincidencias para ayudarnos a tomar nuestras decisiones, sabiendo que somos nosotros los que lo hacemos.
Las coincidencias son una oportunidad de generar sentido. Podemos interpretarlas, pero no hay que leerlas. Hay que escribirlas.

Del lector al autor

Cuando un texto llega del autor al lector, el lector se apropia de él. Mira las palabras que están escritas y las interpreta. Lo hace por sí mismo, de acuerdo a su formación y capacidad. Es decir que el lector hace su propio texto.
Podría llegar a ocurrir que el texto que recibe el lector es exactamente el que el autor escribió. Pero la probabilidad de algo así es ínfima. Ni siquiera el mismo autor, pasado un tiempo, es un lector fiel de sí mismo. Cada texto es tantos textos como sus lectores. La comunicación es imposible.
Somos todos islas de comprensión, que a veces erigimos débiles puentes entre algunas. Nos rodea un vacío inllenable, una desconexión definitiva con las personas. Sabemos que los otros nos están diciendo algo, pero nunca sabemos qué es lo que nos dicen. Sólo lo que entendemos de eso.
Los autores que se reconocen como buenos son los que logran que sus lectores escriban textos que los satisfacen. Y a pesar de que los hicieron ellos, se los atribuyen al autor que leyeron. Es un plagio inverso.
No es que es inútil escribir. Ni es inútil leer. Son ejercicios de movimiento de las neuronas, pero cada persona los hace individualmente, sin que los demás puedan influir de manera directa. El texto original es una utopía, una montaña que no se puede escalar, una caja fuerte de la que nadie tiene la combinación.
Sólo queda recrearlo, a ver qué nos dice, y decidir que eso es lo que dice.

La hoja llena

La hoja vacía invita a escribir. Puede ser difícil saber qué escribir, porque todas las direcciones están disponibles. A veces la cantidad de opciones intimida un poco. Pero es un problema menor. La hoja vacía se soluciona escribiendo, pensando, formulando problemas y resolviéndolos. Es un ejercicio sano.
El problema está cuando la hoja está llena. Ahí es difícil escribir. Ya hay una dirección establecida. Lo que hay que decidir es si continuarla o desviarse. No hay más alternativas. Lo que escribamos está condicionado por lo que ya está escrito. Será también leído. Es necesario tener conciencia de lo que está escrito, por nosotros o por ajenos. De cualquier modo, aunque lo ignoremos, seremos consecuentes.
La hoja llena presenta una gran responsabilidad. Puede percibirse como una restricción a la libertad de escribir, pero esa restricción es muy menor. Se restringe un poco la forma y un poco los temas. La libertad para escribir nos la damos nosotros mismos. La hoja llena nos condiciona. Nos hace cuestionar nuestra propia libertad. Nos fuerza a elegir algo que tal vez no habríamos elegido.
Pero también nos permite continuar un diálogo. Participar en la comunicación entre generaciones. Continuar el trabajo hecho por los demás.
El mundo ya está empezado. No lo vamos a empezar otra vez. Lo vamos a continuar de acuerdo a cómo es. Podemos retocarlo, transformarlo o destruirlo. Ésa es nuestra elección, hasta que entreguemos esa hoja llena a los que nos sucedan.

Producto de la sociedad

Cada vez que escribo algo, se refleja el espíritu de mi tiempo. Yo no quería eso. Prefería reflejar mi espírito. Pero no puedo evitarlo, porque soy un producto de mis tiempos. Soy un producto de la sociedad. Lo que escribo es un producto mío, y por lo tanto es un subproducto de las circunstancias que me llevaron a escribirlo. Quiere decir que es la sociedad la que escribe lo que parece que escribiera yo. Soy un simple agente.
Un agente involuntario, eso sí. Porque lo que la sociedad quiere que escriba se interpone entre mí y lo que quisiera escribir. Se hace pasar por lo que me interesa. En realidad yo no querría estar escribiendo estas palabras. Son las que ustedes, a través de un formidable aparato cultural, me imponen.
¿No les da vergüenza? ¿Por qué le tienen tanto miedo a la expresión individual? Dejen de homogeneizar la cultura. Incluso, dejen que la cultura nos abandone. Así podremos tener cada uno la propia. Imagínense, siete mil millones de culturas en el mundo, en lugar de unas pocas. Cada persona sería valiosa por sí misma. Pero no. En cambio, acá estoy, contribuyendo a una sociedad en la que me encuentro, sin haber elegido estar. Y sin escape, porque lo único que puedo hacer es irme hacia otra sociedad. O escaparme a una isla remota. Pero si hago eso, igual llevaré conmigo la sociedad que me produjo. Y voy a seguir operando como me indicaron desde muy chico.
Lo úunico que me queda, entonces, es estar acá, tratando de escribir lo que me sale de más adentro, en lugar de lo que la sociedad me impone. Pero es la sociedad la que me rodea con lenguaje, y sin eso no hay escritura. Y además, si llego a escribir en un idioma raro, o inventado, o sin coherencia, nadie leería lo que escribo. Y entonces mi expresión genuina sería un desperdicio.

Tilde

El tilde estaba casado con la n, y juntos formaron la ñ. La n era amiga de todas las letras, excepto de la b, con la que no se podía juntar. Le gustaba juntarse, en cambio, con la v. Pero el tilde no tenía amigos. Había coqueteado con el apóstrofe, pero fue traicionado cuando el apóstrofe desertó para unirse a la c y formar la cedilla.
Pero luego de formar cáñamo el tilde encontró a un amigo. También se llamaba tilde, pero se lo apodaba acento y solía frecuentar las vocales. El acento empezó a saludar al tilde cuando se veían de lejos, como en ñandú, y la n, cuando estaba acompañada por el tilde, se acostumbró a estar acompañada de vocales para mejorar las posibilidades de que su cónyuge pudiera encontrarse con su amigo el acento.
El matrimonio entre el tilde y la n no se soportaba con el punto ni con la coma, y evitaban terminar una palabra para no encontrarse con ellos. Tampoco soportaban mucho a los signos de admiración y pregunta, pero podían tolerar a los invertidos, dado que eran también objeto de discriminación al igual que la ñ. Igual no se veían mucho.
De la misma forma, la ñ toleraba a la barra pero tenía gran odio por la contrabarra. Pero esto no es por alguna maldad de la contrabarra sino porque no se conocían bien, no se solían frecuentar dado que la contrabarra estaba en ambientes en los que la ñ no se metía por tener un código ASCII mayor que 127.
En esos ámbitos sí se metía la n, lo que causaba celos al tilde, dado que la n muchas veces ocupaba su lugar sin reemplazo alguno. A veces lo hacía la n mayúscula, como para ocupar más lugar y mostrar que extrañaba al tilde. Pero el tilde se sentía excluido, sobre todo porque la n empezó a hacer ahí adentro amigos nuevos, como la @ y el #. El tilde no entendía por qué esos símbolos tan extraños eran aceptados y él no podía entrar con su esposa. Cuando se enteró de que podía entrar solo no quiso hacerlo por pudor, no le gustaba mostrarse sin la n, y lo hacía muy de vez en cuando.
Hasta que ese ámbito se fue abriendo, fue ganando la tolerancia y parejas que antes eran excluidas ahora eran aceptadas. La ñ fue una de las primeras junto con la cedilla y unas cuantas parejas del francés que usaban acento agudo (que se parecía mucho al tilde amigo suyo), acento grave (que era invertido) y acento circunflejo, que era como una pequeña corona.
El tilde quedó particularmente maravillado con el acento grave, que se aplicaba sobre las vocales igual que el del español pero tenía otros usos. Tanto que se separó de la n y se fue a vivir con él. Y ahí se encuentran todavía, a la izquierda del 1, siempre listos para entrar en acción.

Viajar para adentro

Escribir puede describirse como viajar, sin embargo, a menos que escriba en un vehículo en movimiento, uno nunca se va del lugar donde está. No es salir de excursión, sino de incursión. Es un viaje a uno mismo.
Es un viaje interno, no geográfico, a los confines de las ideas. Pueden ser propias o ajenas. En realidad, siempre es a las propias. Los viajes a ideas ajenas se hacen a través de la idea que uno se hace de esas ideas, y se explora eso. Pero parece que está metiéndose con ideas de otras personas, del mismo modo que escribir puede dar la ilusión de viajar a otros lugares.
Es un safari por los pensamientos, los mismos que uno tiene siempre, pero prestando atención a su funcionamiento. Uno es su propio guía, y tiene que señalarse en los puntos panorámicos. A veces, los pensamientos puros son difíciles de ver, y es necesario tentarlos con ejemplos para que aparezcan.
Si se presta atención, se podrá descubrir cosas que no se sospechaba que existían. Hay que ayudarse con la percepción. Del mismo modo que uno es lo que come, el pensamiento es lo que percibe y procesa. Hay diferentes niveles para descubrir, pensamientos cruzados que compiten entre sí, engaños que se aplican sobre sí mismo. Hay que cuidar de no ser atrapado por alguno de esos engaños durante el tour.
Se puede seguir distintas líneas de pensamiento, interactuar con ellas, tratar de aplicarlas a diferentes cosas que se puede llevar, o incluso a sí mismas. Conviene probar distintas combinaciones. Con un poco de suerte, en una de ésas se tiene el privilegio de presenciar la generación de un pensamiento nuevo. El escritor tiene que estar muy atento a esos quehaceres, y registrarlo rápidamente en sus notas. Si no lo hace, más tarde correrá el riesgo de no poder reproducirlo, y el pensamiento quedará en el mismo limbo donde van los estornudos abortados.
Uno nunca llega a conocerse del todo, siempre hay recovecos por explorar, experimentos para hacer. Por más veces que uno visite sus pensamientos, siempre conservará la capacidad de sorprenderse, siempre y cuando su cerebro conserve la capacidad de sorprenderse.
Pero cuidado. Puede ocurrir que, después de muchos viajes, uno vaya demarcando senderos, que le permitan hacer recorridos habituales y seguros. No llevan a nada original. Es necesario desviarse de esos senderos, agarrar el machete y mandarse hacia lo desconocido.