El último en dormirse

Fuimos de campamento con la escuela. Era una actividad fuera de lo común. Implicaba muchas horas de estar todos juntos, y sin tener que ir a clases. Era como una clase de gimnasia que duraba todo el fin de semana. Nos encantaba. Jugábamos a toda clase de deportes, y teníamos un tiempo casi ilimitado para hacerlo. Sólo había interrupciones para comer y dormir. Y después de jugar a la pelota todo el día, comer nos venía bien.

Lo que no queríamos era dormir, porque queríamos estirar la experiencia todo lo posible. Pero no podíamos quedarnos andando por ahí. Dormir era obligatorio, y las autoridades del campamento se ocupaban de que estuviéramos en nuestras respectivas cabañas (se trataba de un campamento sólo nominal).

Eso sí: una vez dentro de las cabañas, no nos molestaban. Controlaban, sí, si teníamos la luz apagada, de manera que no podíamos dejarla prendida. Pero eso no significaba que no pudiéramos estar despiertos. Aprovechábamos para hablar, hacernos chistes, comentar lo sucedido durante el día, pensar qué podíamos hacer al siguiente.

Nuestra conversación fue lo suficientemente fuerte como para que el profesor de gimnasia de la escuela, que era el coordinador del campamento, se diera cuenta de que no dormíamos. Entonces irrumpió en nuestra cabaña y nos habló un rato. Nos comentó la importancia de reponer energías después de un día tan agitado como el que acabábamos de tener. Nos dijo que a él también le encantaba pasar un día entero de deportes, y que siempre tenía ganas de jugar a algo. Y nos propuso un juego: ver quién era el último en dormirse.

De esta manera, supongo ahora, intentó canalizar nuestros instintos competitivos hacia algo más o menos sano. Lo que no se imaginó es qué tan en serio nos lo íbamos a tomar. Como estábamos entusiasmados con la competencia, decidimos hacer exactamente eso. Nos dedicamos muy metódicamente a demorar lo más posible en dormir.

Para lograrlo, era necesario conservar energía. Usarla sólo lo necesario para mantenernos despiertos. Si usábamos de menos, nos dormiríamos, y si usábamos de más, más temprano que tarde también nos dormiríamos. Entonces, gradualmente, fuimos haciendo el ejercicio de dejar de hablar y sólo mantener nuestra vigilia. Como estaba oscuro, lo único que podíamos hacer era pensar. Observábamos de refilón si los demás compañeros estaban dormidos. Los fui observando hasta que supe que todos dormían. El ganador era yo.

Fue una gran alegría, el broche de oro de un día inolvidable. Sin embargo, mi entusiasmo por el triunfo fue tan grande que me entusiasmé muchísimo. Pasé toda la noche intentando dormir, pero no hubo manera. La adrenalina de la competencia me mantuvo alerta.

A la mañana siguiente me proclamé ganador durante el desayuno. Sin embargo, el profesor de gimnasia me aclaró que el ganador iba a ser el último en dormirse, y como no había dormido, no había cumplido el requisito final. Por lo tanto, uno de mis compañeros fue declarado ganador.

La decisión me molestó tanto que me volví a la cabaña y me encerré. No quise ver a nadie. Me sentía traicionado, aunque no sabía bien por qué. Y mientras los demás se dedicaron otra vez a un día de deportes, permanecí solo, protestando la injusticia. Todos pensaron que me quedé durmiendo.

Corrección de color

Las maestras no pueden usar cualquier color para corregir. Tienen que elegir uno distinto del que los alumnos usan para escribir. En general, el color está regulado, y sólo puede ser azul o negro. Si las maestras corrigieran en azul o negro, los errores no se distinguirían de las correcciones, y nadie podría aprender de los exámenes.
Conviene usar un color distintivo y que proyecte cierta autoridad. No es bueno usar esas biromes juguetonas, violetas o celestes. Hace falta un buen color adulto, y que se vea. El amarillo tampoco es recomendable. Los colores más comunes, entonces, son el verde y el rojo. Las maestras que quieren ser más amigables usan el verde.
Las que usan el rojo son más peligrosas. Son menos proclives a perdonar errores. Lo hacen por el bien del alumno, pero eso no es obvio en el momento de recibir las correcciones. Las maestras que usan rojo están convencidas de que el alumno debe enfrentarse a sus limitaciones, y que escondérselas va en contra de los intereses de todos. Por eso no tienen problemas en tomar exámenes sorpresa. Piensan que los alumnos deben estar siempre listos para un examen, porque así estarán mejor preparados para la vida.
Los exámenes sorpresa son de gran impacto. Siempre está el peligro de que se presente uno, y las medidas de precaución no evitan la posibilidad de que aparezcan. Sólo pueden mitigar las consecuencias. Estos exámenes, por definición, vienen sin advertencia, y cuando aparecen ya no hay vuelta atrás. Son imprevisibles e inevitables. Generan ansiedad y miedo.
Los alumnos hacen lo que pueden para sobrellevar el examen. Algunos logran salir ilesos, otros levemente damnificados. Pero en muchos casos, sobre todo cuando la atención estaba en otro lado, se producen masacres. Los exámenes vuelven a sus dueños humillados, destrozados y cubiertos de rojo.

El silencio de la bandera

Hay dos clases de banderas: la bandera y la bandera de ceremonia. Una se iza todos los días, al comenzar la jornada escolar. La otra se usa sólo en los actos patrios. Es una bandera más gruesa, pesada, que requiere ser transportada por un abanderado y dos escoltas.
La bandera normal está en la puerta, o en el patio, y como es parte del paisaje es fácil de ignorar. Flamea sin que la miren. Sólo es observada en el momento de ser izada, por los que llegan suficientemente temprano. El ritual es recibido con beneplácito porque implica una demora de unos minutos en el inicio de las clases.
A nadie le molesta la bandera. Pero pocos se darían cuenta si faltara. La vida en la escuela seguiría igual, con sólo la indignación del personal directivo y algunos padres como reemplazo del pabellón.
La bandera de ceremonia es otra cosa. Todos quieren acercarse a ella. Ser el abanderado es considerado un honor. Hay distintos métodos para elegir quién será la persona afortunada que llevará el peso de la insignia patria. En algunos casos es la maestra quien elige al mejor alumno. Se vale de herramientas numéricas como las notas, y subjetivas como el concepto o la conducta.
En las escuelas donde cunde la democracia, el abanderado es elegido por voto popular. En estos casos, se designa a un curso como “grado abanderado”, y se organizan comicios entre sus alumnos. Quien sale elegido será el representante de sus compañeros ante la bandera, y la portará en el siguiente acto escolar.
El acto empieza con el murmullo de los asistentes. Es un día especial. Un horario que habitualmente está destinado a clases ese día se dedica a recordar algún suceso patrio. Están presentes los alumnos de todos los cursos, y también los familiares de los alumnos que participan del programa. Todos hablan a la hora señalada. Les gusta compartir la jornada cívica. Los organizadores del acto, directivos y docentes, piden silencio en forma sutil. Pero nadie obedece. Es el pueblo el que determina la hora exacta del comienzo del acto.
En un momento dado, el público se decide a hacer silencio y la celebración puede comenzar. Arranca con palabras alusivas de la señora directora, y tal vez alguna otra autoridad. Pronto llega el momento esperado: se anuncia la entrada de la bandera de ceremonias. La bandera que no se ve todos los días. La elegante. La del honor.
La bandera entra junto al abanderado, los escoltas y el grado abanderado todo, en medio de un estruendoso aplauso que se mantiene durante todo el recorrido. Cuando todos están en sus puestos, suenan los acordes del himno nacional. Aquellas personas que están sentadas saben que es hora de pararse, y los que tienen sombreros saben que deben quitárselos.
La larga introducción del himno es escuchada con entusiasmo. Pero para cuando termina, todos están cansados, y ese cansancio se nota en la manera desganada en la que se canta. El grito sagrado de “libertad libertad libertad” no recibe el honor correspondiente en la entonación. Más bien parece un canto obligatorio, de un pueblo tan acostumbrado a la libertad que no tiene la necesidad de proclamarla. Y para cuando se llega a la parte en la que los libres del mundo responden al gran pueblo argentino salud, el gran pueblo argentino está cansado de la cantidad de repeticiones de esa frase, y ante cada una se va oyendo el hartazgo.
Después de una pausa instrumental, viene el estribillo, que sí entusiasma a los presentes. Coronados de fervor patriótico, la escuela toda pide que sean eternos los laureles que supimos conseguir. Un pequeño bajón posterior en la melodía no impide que el final sea enérgico, y que todo el coro se proponga jurar con gloria morir, jurar con gloria morir, jurar con gloria morir. Antes de que terminen los acordes finales se oye un gran aplauso. Todos aplauden a todos, orgullosos de compartir patria, himno y escuela con los presentes.
En ese momento, la persona encargada del protocolo anuncia que se retira en silencio la bandera de ceremonia. Pero, luego del estribillo del himno, el fervor patriótico es demasiado como para permitirlo. El pueblo quiere demasiado a la patria como para obedecer los designios de las autoridades. La bandera, entonces, se retira en medio de una ruidosa ovación.

Formato no válido

Está bien, a los hijos hay que educarlos, tienen que poder manejarse en la sociedad. ¿Pero cómo hago para que no me los formateen? No quiero que me los devuelvan en paquete, con un diploma que dice “listo, ya puede realizar esta tarea”. No quiero que piense lo mismo que piensan sus compañeros.
Pero, al mismo tiempo, quiero que se entienda. Quiero que pueda relacionarse, entenderse, intercambiar información. Y no quiero que absorba información. Quiero que aprenda, que se tome el trabajo de aprender. No que le enseñen. Que lo guíen, en todo caso. Y sé que eso no es posible. En la escuela no hay tiempo para que cada uno aprenda. Por eso prefieren formatearlos a todos.
¿Cómo lo prevengo? Tengo que vacunarlo contra el formateo. Enseñarle que no tiene que confiar en las autoridades sólo porque son autoridades. Enseñarle a aprender, que se irrite cuando le sirven en bandeja, que objete cuando le quieren meter caca en la cabeza. Para eso la tiene que saber reconocer.
Tiene que ir sabiendo algunas cosas. Tengo que llevarlo preformateado, con algunas ideas fuertes de las que se pueda aferrar. Y esas ideas hacerlas de sólo lectura, al menos hasta que salga de la escuela y esté en condiciones de ver si las quiere conservar. Pero antes hay que protegerlas, porque si no se las van a tratar de borrar.
También puedo mandarlo a una de esas escuelas diferentes, de las que le dan importancia al desarrollo intelectual y emocional de cada uno. Pero no sé. Tengo miedo de que ahí también me lo formateen, y encima me lo hagan de un formato incompatible con el del resto de los chicos. Después se va a tener que desenvolver en la misma sociedad.
No. Lo que tengo que hacer es un formato de bajo nivel. Y pasarle un scandisk periódico, para ver si tiene sectores defectuosos y neutralizarlos si están. Tengo que instalarle un buen firewall y un buen antivirus, que no sean invasivos. Que dejen pasar las ideas pero generen una advertencia de “idea sospechosa”, así después se puede revisar bien.
Con eso más o menos lo dejo equipado. Después voy a ver cómo funciona. Si tiene notas malas, voy a saber que algo está fallando. Y si tiene notas buenas, es una alarma. Voy a tener que saber diferenciar si está conformando a las autoridades o si está aprendiendo de verdad. Tendré que hacerle mis propios exámenes, integrales, a ver cómo anda de la cabeza.
Y, mientras, tengo que apoyarlo, hacerle saber que la vida no es como la escuela. Es sólo un obstáculo que hay que pasar para después formar parte de la sociedad sin hacer ruido. Sólo que hay que tener cuidado, y no dejar que la preparación para la sociedad le saque toda la libertad antes de que tenga la opción de ejercerla.

El último diploma

En los actos de fin de año, toda la escuela observa orgullosa a los egresados. Es su último acto. Atraviesan un momento que vieron ocurrir varias veces, pero nunca lo vivieron en persona. Están vestidos formalmente, con sus familias entre el público, esperando el momento en el que subirán al escenario a recibir los diplomas que conmemoran la finalización del camino escolar.
Muchos están nerviosos. Algunos se comportan como si no lo tomaran en serio, pero son arrastrados por la marea de los que sí. No es momento para andar con rebeldías: es el final del ciclo escolar. El momento previo al comienzo de lo que la escuela los ha preparado para enfrentar: “la vida”.
Tratan de escuchar con atención el himno nacional y los discursos de los directivos. Tal vez también el de algún representante de los docentes o padres. El ceremonial sólo incrementa los nervios. A veces hay algún número musical en el medio. Es la última espera antes de terminar la escuela.
Tarde o temprano arranca la entrega alfabética. El mismo alumno que era nombrado primero cuando se tomaba lista pasa al escenario a recibir su diploma. Es entregado por uno o dos docentes de su elección. El momento recibe un estruendoso aplauso. Todos los presentes muestran su orgullo por el logro obtenido. El tiempo para sacar una foto arriba del escenario, y es momento de bajar, a unirse a los compañeros, con el diploma enrollado.
Al mismo tiempo sube el segundo egresado, que recibe un aplauso similar. Y luego el tercero, y el cuarto. La escena se hace algo repetitiva. El público empieza a mostrar arrepentimiento por haber aplaudido tan efusivamente al primero. Ahora, piensan, tendrán que aplaudir igual a todos. Son decenas. Es posible estar media hora aplaudiendo.
Entonces, algunos integrantes del público desisten, o reducen la fuerza de sus manos. Sólo volverán a aplaudir con ganas cuando le toque el turno a quien fueron a ver, o a alguien que les caiga bien. El acto de egresados se convierte en un concurso involuntario de popularidad.
Mientras, tras bambalinas, algunos de los que reciben el diploma ceden a la tentación de abrir el rollo, aun sabiendo que luego no lo podrán volver a enrollar tal como estaba. Y ven el contenido del diploma. Grande es su sorpresa al darse cuenta de que ése no es el diploma oficial. Es un papel que emite la escuela, felicitando al alumno por haber completado el último año. Todos tienen claro que el diploma oficial es emitido por el ministerio de educación.
Es lógico, dice alguien, todavía hay varios que tienen que rendir materias e igual están recibiendo el diploma como si hubieran egresado. La ceremonia, antes de terminar, se revela como una farsa. Los diplomas no valen nada. En algún momento tendrán que ir a buscar el diploma verdadero. Será entregado en un acto administrativo, sin glamour, por un burócrata.
La escuela no se deja terminar tan fácilmente.

Cuatro ojos

Los compañeros de escuela de Franco eran amigos de llamar a la gente por sus características más salientes y por eso lo apodaban “cuatro ojos”. Franco no daba bola pero eso no impedía que continuara la aplicación del apodo, cuyos proponentes consideraban muy ingenioso.
Un día el oculista le recetó anteojos, y cuando Franco apareció en la escuela usándolos sus compañeros se rieron y empezaron a apodarlo “seis ojos”.
Cuando Franco empezó a usar lentes de contacto en los ojos que no llevaban anteojos supuso que le iban a empezar a decir “ocho ojos”, pero sus compañeros no se dieron cuenta (los compañeros de Franco no eran muy brillantes) y continuaron diciéndole “seis ojos”. Hasta que en una oportunidad Franco perdió una de las lentes en la clase de gimnasia. Eso hizo que le dijeran “siete ojos”, y cuando la encontró el apodo pasó a ser el esperado “ocho ojos”.
Esto continuó hasta que el problema de su vista se agudizó y el oftalmólogo le recetó bifocales, provocando una nueva actualización del apodo, que quedó en “diez ojos”. Y fue “doce ojos” cuando Franco abandonó las lentes de contacto y empezó a usar anteojos en su segundo par. Fue cuando se inventó un dispositivo que hacía que la nariz pudiera sostener dos pares de anteojos al mismo tiempo. Pero esto era incorrecto, porque el par de anteojos había reemplazado a las lentes sin que se dejaran de contar estas últimas para el apodo. Él explicó este hecho y sus compañeros volvieron el apodo a “diez ojos”.
Esto duró hasta que el deterioro de su visión fue tal que necesitó bifocales también en el otro par de ojos, por lo que volvió su par a “doce ojos”, esta vez más cercano a la realidad.
Llegó un momento en el que la cantidad de correcciones para su vista se le hizo insoportable y decidió hacerse cirugía láser. Había esperado hasta ese momento porque la obra social sólo le cubría dos de sus ojos, y había tenido que ahorrar dinero para poder hacerse la operación de una sola vez. Pero valió la pena porque cuando volvió a la escuela sus compañeros, decepcionados, tuvieron que volver a decirle “cuatro ojos”.
Durante el resto de sus años escolares Franco siguió recibiendo el apodo e ignorándolo. Incluso sus compañeros creían adivinar una mueca sonriente cuando se lo decían, pero su visión estereoscópica no les permitía percibir los gestos de Franco con la precisión requerida. Y efectivamente Franco sonreía. Sonreía porque el apodo que le ponían revelaba que sus compañeros nunca se habían dado cuenta de la existencia de los dos pares de ojos que Franco tenía en la nuca.

Número militar

No tengo edad para haber hecho el servicio militar, pero sí me acuerdo de la angustia del día del sorteo. Los varones de quinto año ese día no tenían clases. No podían, era demasiada la ansiedad por servir a la Patria. Cada uno, según su documento y el número que saliera en el sorteo hecho especialmente en el edificio de la lotería nacional, conocería su destino en esa jornada.

Todos querían comenzar rápido la preparación. Habrían estado dispuestos a entrar en combate allí mismo, si era por el bien de la Nación. Pero sabían que las autoridades militares nunca les permitirían ir a batallar antes de recibir el entrenamiento adecuado. Por eso querían arrancar lo antes posible.

Se oían ruidosas celebraciones cuando a algunos afortunados les tocaban los números más altos. Sabían que, mientras más alto el número, mayor era la probabilidad de ser asignados a la Marina, y así tendrían por delante una conscripción de dos años, en lugar de la normal de uno. Es decir que pasarían el doble de tiempo al servicio de la Patria. Muchos llegaban a las lágrimas al darse cuenta de que cumplirían el sueño que tenían de chicos, cuando se vestían con traje de marinero.

Algunos familiares se preocupaban porque lo primero que iban a hacer estos chicos en el mundo adulto era entrenarse en el uso de armas. Aunque los padres lo habían hecho, se unían a las madres en pensar que sus hijos, niños apenas ayer, no estaban preparados para afrontar semejante responsabilidad. Temían por la Patria, porque si quienes la defienden no están a la altura, se corre el riesgo de sucumbir ante las amenazas que rondan por el mundo.

Pero los jóvenes aspirantes a héroes estaban convencidos de su lealtad al país donde habían nacido y crecido. Algunos familiares que tenían influencia ofrecían cambiar el destino por alguno donde la experiencia no fuera tan dura, como las oficinas del ejército, o la banda musical. Pero los flamantes conscriptos se negaban.

—¡Jamás! ¡Estaré allí donde la Patria me necesite!

Se veía por televisión que, en las provincias remotas, jóvenes analfabetos tenían el mismo entusiasmo. Se sabían igual de argentinos que cualquiera, y estaban ávidos de ir a encontrarse con la gratitud de un pueblo que los consideraba iguales y los honraba con su servicio. Por eso festejaban cuando alguien les explicaba que había salido su número. Servir a la Patria era un motivo de gran orgullo.

Pero estaban también los otros. Los que en el sorteo sacaban un número bajo. Eso implicaba que, llegado el caso, no iban a tener la suerte de armarse en defensa de la Nación. Y lloraban. Ellos querían estar ahí, en el frente, en el momento que hubiera que enfrentar a algún fiero enemigo externo o interno. Los desconsolaba no tener la oportunidad de mostrar su valor.

Los familiares intentaban darles ánimo. Les decían que igual podían enrolarse. Pero sabían que no era lo mismo que recibir el llamado. Querían saberse valorados, sentir que pertenecían. Ellos, como todos, también aspiraban a acceder a los beneficios personales que traía el servicio. Porque cuando un joven sirve a la Patria, ella a cambio lo devuelve mejor. Querían desarrollar valores como el orden, la pulcritud, la puntualidad, la exactitud, la higiene y la obediencia incondicional a la autoridad. En pocas palabras, querían hacerse Hombres.

De ahí la tristeza. No tendrían la oportunidad de hacer una experiencia igualmente enriquecedora para ellos y para la sociedad. Y tenían también la extraña sensación de saber que la Patria no los necesitaba para defenderse. Había demasiada gente para eso. Es feo saber que uno sobra.

Las tablas

La maestra estaba muy interesada en que me aprendiera las tablas de multiplicar. En ese momento yo mostraba gran aptitud para acordarme de las cosas que nos enseñaba ella. Era lógico, entonces, que si ella nos enseñaba las tablas yo me las aprendiera.
Pero las tablas era algo que tenía que ocuparme de memorizar. Y eso no es lo mismo que acordarme. Entonces no me las acordaba. La maestra se sorprendía. Trataba de hacer que me ocupara del tema. Me explicaba la importancia. Me decía que para cualquier trabajo que quisiera conseguir en el futuro, era fundamental que me aprendiera las tablas. ¿Cómo iba a hacer para hacer cuentas?
Yo prometía que iba a hacer el esfuerzo, aunque por dentro tenía dudas de que eso que me decía fuera cierto. Se me ocurrió que tal vez no necesitaba saber las tablas. En su lugar, podía aprenderme algunos hitos, y a partir de ellos calcular los huecos. Por ejemplo, estaba bueno saber cada número multiplicado por sí mismo. Eso es fácil. Entonces sé que 7×7 es 49. Y que 8×8 es 64. ¿Qué pasa si quiero saber cuánto es 8×7? No lo sé de memoria. Nunca me entró en la cabeza. Pero sé que puedo restar 8 a 8×8 o sumar 7 a 7×7, y obtener 56.
Eso es saber la naturaleza de las cosas. Pero la maestra no quería saber nada con eso. El Ministerio de Educación insistía en que memorizar las tablas era parte del programa de segundo o tercer grado. No me ocupé de acordarme ese detalle. Mi recuerdo de esa época es más general. Me acuerdo de lo fundamental, como con las tablas.
La maestra, entonces, tenía que tomar medidas para que me aprendiera las tablas. Y los demás también, porque yo no era el único que se resistía a internalizar esos números. Decidió tomar oral. Es lo más parecido a dar lección que hice en toda mi escolaridad. Había que pasar y recitar una tabla entera, sin saber de antemano cuál sería. La idea era que si a uno se le pedía la tabla del 6, tenía que recitarla toda.
Claro que la maestra sabía que era posible calcular la tabla en tiempo real. Entonces tomó otro recaudo. Anunció que después de recitar la tabla correspondiente, tomaría algunas posiciones al azar, siempre de la tabla que nos hubiera tocado en suerte. Entonces preguntaría 6×4, 6×9, 6×7 (ése es el más molesto). Y ahí vería si nuestra memoria estaba bien programada, si teníamos random access memory.
Era un momento de nerviosismo. El fracaso acechaba. La presión estaba orientada a que aprendiéramos las tablas. Pero había dos obstáculos. Uno era que no podía memorizarlas por carecer del menor interés. Y el segundo, más importante, era el principio. No podía ceder a la presión. Si me parecía que no valía la pena aprenderme las tablas, tenían que convencerme de lo contrario, no presionarme para que hiciera lo que ellos querían. ¿Qué es esto? Decidí que no me iba a importar, que mi velocidad de cálculo iba a superar la duda de la maestra. Y aparte, no necesariamente iba a tener que poner a prueba mi destreza con la tabla del 8. Me podía tocar la del 2 o la del 3. O la del 5, que es muy fácil.
Sufrí mientras mis compañeros eran llamados y sometidos al examen. Era triste ver que casi todos se habían resignado a estudiar, aunque no todos habían logrado aprender la tabla que les tocó.
Finalmente, sonó mi nombre. Me levanté con temor, y caminé hacia el pizarrón, enfrentando el miedo. Me tocó la tabla del 4. Respiré aliviado, había sacado un número bajo.

Fútbol rudimentario

Usted, joven alumno, quiere jugar al fútbol en el recreo. Pero no hay cancha, ni pelota. No se preocupe, es posible jugar igual siguiendo estos simples consejos.

1. La pelota

Se necesita algún elemento más o menos redondo, de un tamaño proporcioal al de los pies de los jugadores. Una pelota de tenis, de estar disponible, podría funcionar. Pero hay otras opciones. Se puede construir un balón flexible y versátil usando un par de medias (o más de un par si fueran demasiado finas). Simplemente hay que enrollarlas y envolverlas usando una de ellas, de modo que queden hechas un bollo. No será una pelota muy redonda, pero rodará, y eso es lo importante. Es menester tener cuidado, porque un mal movimiento puede hacer que la pelota se vaya al techo y el voluntario perderá sus medias.

También se pueden usar envases Tetra Brik, preferentemente de Cepita. La técnica correcta para convertirlos en balón es la siguiente:

a) Consumir el producto en su totalidad.
b) Utilizar el sorbete provisto para inflar el envase.
c) Explotarlo de un certero pisotón. Nota: la explosión es ruidosa, es preferible hacerla lejos de cualquier autoridad.
d) Rellenar el envase, que habrá sido abierto por la explosión. Se puede usar papeles, restos de comida, o incluso otros envases formando una simbiosis de Tetra.
e) Si se cuenta con cinta Scotch, conviene cerrar el balón para darle mayor movilidad.

Se puede también armar una pelota con hojas de papel envueltas en mucha cinta autoadhesiva. Bien construida, puede resultar una pelota relativamente duradera, pero hay que poseer el talento manual necesario.

Las botellas de agua o gaseosa no son muy prácticas, aunque con mucho esmero se pueden usar. Pero una lata, correctamente aplastada, puede funcionar muy bien. No rodará, sino que se desplazará como una bocha de hockey sobre hielo. Según la superficie, podrá ser usada satisfactoriamente.

Lista parcial de elementos con los que no conviene fabricar pelotas: frutas (duran poco sin estropearse), frascos de pegamento, teléfonos celulares, yo-yós, jabón, piedras, bolas de mouse, “el tomate loco”, picaportes, monedas, sacapuntas, trozos de hielo.

2. El campo de juego

Pocas escuelas proveen campos de juego apropiados, de modo que será necesario improvisar uno. El patio donde se desarrolla el recreo será la ubicación. Preferentemente deberá designarse una porción rectangular. Si no es posible, por lo menos habrá que dejar claros los límites.

No es necesario jugar sobre césped. El cemento o las baldosas pueden funcionar muy bien. La superficie a utilizar puede ser determinante para el buen funcionamiento del tipo de balón construido. Lo importante es que haya la menor cantidad posible de intrusos que deban ser esquivados. Las niñas que juegan al elástico son especialmente traicioneras, porque pueden hacer caer a un jugador en plena carrera hacia el gol. Además, tienden a ser poco solidarias con otros deportes, y suelen no correrse. Dada la naturaleza elástica del elástico, la distancia entre niñas puede variar, lo cual es particularmente irritante para el que tenía calculado el obstáculo. Conviene que el campo de juego no coincida con esa actividad. Las que saltan a la soga no son tanto problema, son más razonables y se corren cuando le es solicitado.

Conviene también elegir una superficie sin desniveles, y con la menor cantidad posible de pozos.

Si está lloviendo, los patios exteriores suelen ser cerrados, y los interiores reciben más gente de la normal. Esto puede ser problemático. Si se llegan a armar dos partidos en canchas superpuestas, es bueno conocer los límites de ambas, y hay que tener cuidado de no patear la pelota ajena. En caso de no ser posible mantener la compatibilidad de ambos partidos, los niños más grandes impondrán el suyo a la fuerza.

3. Los arcos

Cuando no hay arcos previstos, es necesario designarlos y/o construirlos. Lo mejor suele ser buscar alguna característica natural del campo de juego. Por ejemplo, en los patios exteriores se puede elegir dos árboles que estén a una distancia apropiada y declararlos palos. En general la configuración de los conjuntos de árboles determinará la forma y la ubicación del campo de juego todo. Si no hay árboles, o no hay pares apropiados, deberá buscarse otra manera de designar a los palos.

Como la designación conceptual puede traer problemas, es necesario marcar los palos de alguna manera objetiva. Los buzos o mochilas son muy útiles para delimitar los arcos. También se pueden usar botellas, pero se debe tener en cuenta que se desplazan con más facilidad, por eso es conveniente utilizar un elemento con cierto peso.

El travesaño es algo más difícil. Como no se puede armar una estructura en el escaso tiempo que dura el recreo, lo que se suele hacer es determinar una altura más o menos arbitraria: el límite es más o menos la capacidad de salto del arquero. Si la pelota va más alto, se juzga que la pelota se fue desviada. Son pocos, de todos modos, los casos de pelotas altas dudosas, sobre todo con los balones que se pueden improvisar según el primer capítulo.

En los patios interiores se aplican varios de los mismos principios, pero debe tenerse en cuenta que los huecos de escaleras muchas veces proveen un arco natural muy apropiado, según el tamaño de los jugadores.

4. El juego

Las reglas oficiales de la FIFA no se aplicarán en el fútbol escolar. Más bien se consensuarán las reglas absolutamente necesarias: duración del encuentro, elección de los jugadores, rotación de puestos, medidas en caso de intervención de autoridad externa, método para reintroducir una pelota que salió del campo de juego, si es recuperada.

Puede ocurrir que sólo sea posible construir un arco, debido a las condiciones o tamaño del campo de juego. En ese caso será necesario apelar a juegos alternativos, como el Mete Gol Entra. Este último consiste en designar un arquero y jugar a que quien convierte un tanto lo reemplazará en su puesto. Se puede jugar individualmente o por equipos. El Veinticinco es una variante de este juego, que básicamente declara perdedor a quien esté en el arco luego de veinticinco tantos. También se impide que un jugador toque la pelota dos veces seguidas, salvo que sea en el aire sin que toque el suelo.

Al no haber árbitro, las faltas se designarán por consenso. Es decir, según quién imponga su interpretación de una jugada discutida. Habitualmente los niños son razonables en cuanto a las faltas más notorias, pero el tema puede ser escabroso si un equipo discute nimiedades. En la práctica, se condenarán sólo las faltas necesarias, porque no es cuestión de interrumpir el juego por culpa de los llorones.

La cantidad de jugadores será la disponible. En caso de haber un número impar de jugadores, el sobrante será asignado al equipo de menos talento. Si el consenso es que el sobrante tiene escasas condiciones, irá al de más talento. De todos modos, en el curso de la niñez los alumnos aprenderán que es mejor tener equipos parejos y no acumular a todos los talentosos en uno. Para eso utilizarán el método de alternarse los capitanes en la elección de jugadores, y dejar que los equipos se formen naturalmente con lo mejor disponible en cada momento.

Siguiendo estos consejos, joven alumno, podrá complementar la educación que recibe con las bondades que ofrece el deporte. Pero no se deje llevar por el fútbol al punto de olvidar prestar atención en las clases. Si lo hace, corre el riesgo de repetir el grado y ser discriminado por sus actuales compañeros cuando estén en el siguiente. Los compañeros nuevos, por su parte, no querrán jugar con usted porque serán más chicos, y a su edad la diferencia de un año se nota. Entonces, encima de repetir el grado, se quedará sin fútbol.

Periodismo Maldito: Los estudiantes eternos

¿Qué pensás hacer? es una pregunta que reciben mucho los estudiantes secundarios. La insistencia de esa pregunta causa que algunos se den cuenta de que la escuela se termina a los 18/19/20/21/22 años, y empiecen a pensar qué quieren hacer con su futuro. Y razonan que como lo que les gusta es el fútbol, estaría bueno hacer algo con eso.

Sin embargo, saben que no les da para ser futbolistas, porque en la mayoría de los casos tendrían que estar haciendo inferiores desde muy chicos. Tampoco quieren ser profesores de educación física, porque no tienen ningún interés en la actividad física. La idea está a punto de fracasar hasta que ven por televisión que existe una escuela de periodismo deportivo. Encima, esa escuela es dirigida por conocidos periodistas que hace mucho que trabajan en los medios con éxito. “Ésta es la mía”, se dicen, y cuando logran terminar el secundario se anotan.

En la facultad (o, mejor dicho, en la escuela de periodismo deportivo) les enseñan los rudimentos del trabajo. Pero el talento no se aprende en la escuela, sino que se lleva adentro. Por eso, la mejor manera de aprender a ser periodista deportivo es trabajar de eso. Y la escuela tiene diferentes maneras de lograrlo.

Una manera son las prácticas profesionales. El establecimiento cuenta con un estudio de televisión donde los aspirantes a periodistas deportivos pueden jugar a que están haciendo un programa. Previamente, les enseñan la regla de oro de la televisión: hay que evitar que el espectador cambie de canal. El corolario de esta regla de oro implica que es necesario anticipar lo que vendrá, dejar lo mejor para el final y hacer autobombo, de manera que el espectador piense que está mirando el mejor programa posible.

Los estudiantes aplican estas reglas y hacen sus programas de práctica, que como no salen al aire abundan en chistes internos, que son mayormente entendidos por los profesores. Todos quieren obtener buenas notas, porque saben que sólo los mejores tendrán la oportunidad de acompañar a los directores de su escuela en los distintos medios. Entonces cada estudiante hace autobombo no sólo del programa falso, sino de sí mismo. Cada uno quiere aparecer como el más capo, el que más sabe, el que mejor cumple las reglas de la televisión y del periodismo. Y, de paso, para tratar de ser los mejores de su clase, harán notar las imperfecciones de sus compañeros, así los profesores no sólo ven facilitado su trabajo, sino que se enteran de que el alumno en cuestión está atento.

Las reglas básicas del periodismo también les son explicadas. Es importante tener la primicia, es necesario lograr un título, una buena entrevista es la que consigue que el entrevistado diga lo que el periodista quiere, si no no sirve para nada. Entonces, cada vez que los estudiantes logran alguno de esos objetivos, lo hacen notar en las prácticas de cámara. “Profe, profe, vea lo que puedo hacer” no dicen, pero piensan.

Con el tiempo, los estudiantes consiguen su diploma: son, orgullosamente, periodistas deportivos. Algunos, como suponían, pasan a trabajar en los medios. No consiguen inmediatamente posiciones relevantes, pero tienen la oportunidad de trabajar de algo parecido a lo que les gusta y aplicar lo que aprendieron en la escuela de periodismo deportivo.

Luego de otro tiempo más, algunos ex-compañeros de la escuela de periodismo deportivo llegan a tener su propio programa de televisión. Es el sueño de una carrera. Sin embargo, en ese momento se produce un fenómeno curioso. Como durante toda su carrera trabajaron con los directores de su escuela, internamente todavía se consideran en etapa de aprendizaje. Y por eso se comportan como alumnos.

Entonces, en los programas de televisión tratan de cumplir todas las reglas que aprendieron en las prácticas, y también tratan de promoverse. Todos quieren tener primicias, pero antes de darlas es necesario anticipar su llegada para que el espectador no cambie de canal. Hacen gala de sus logros periodísticos, con la misma cara que ponen los alumnos de primaria cuando alguno de sus padres los ve en un acto escolar. Tiran chistes internos y hacen notar los defectos de sus compañeros, para que el profesor fantasma les obsequie una calificación mejor. No se animan a innovar mucho, ni a irse demasiado lejos de lo que les enseñaron en la escuela, porque no saben hacer otra cosa y les dura el miedo a una mala calificación.

De alguna manera, ellos creen que cumplir el sueño del programa propio los hace importantes. Sin embargo, fuera de su estudio nadie cree en ellos. Los espectadores encuentran ridículo su intento de hacer televisión, y los periodistas que no pasaron por esa escuela, cada vez más en minoría, se ríen de ellos. Algunos de estos periodistas experimentados (o figuras retiradas) que, para tener alguna voz autorizada, forman parte de su programa, tratan de no hacer muy evidente su opinión sobre aquellos ex-estudiantes.

Pero cada tanto sale alguna muestra de lo que realmente sienten. Retrucan algún comentario poco sagaz, corrigen algún dato erróneo o simplemente ponen cara. Y los destinatarios, antes de volver a las tareas aprendidas en la escuela, aceptan tácitamente la crítica con una sonrisa. Porque ellos lo saben mejor que nadie: no son periodistas de verdad. Son estudiantes eternos.