El mosquito escurridizo

Cuando abrí la ventana, entró visiblemente un mosquito. No se escondió rápidamente en un rincón, sino que se quedó flotando a mi alrededor, exhibiendo su presencia. Quise ahuyentarlo mediante un rápido sacudón de mi mano, pero no lo interpretó, o lo ignoró. El mosquito se mantuvo cerca, amenazante, esperando un momento de distracción para comerse una parte de mí.
No lo iba a permitir. Me decidí a no sacarle la vista de encima. Esperé a que volara hacia una posición que lo dejara a mi alcance, para aplastarlo con la palma de mi mano. Pero el mosquito era muy escurridizo. Cada vez que lo intentaba golpear, se escapaba. Ocurrió varias veces, y mi frustración fue en aumento. El mosquito parecía disfrutarlo. Se ponía cerca de mi mano, me llamaba, para luego apartarse como una sortija de calesita.
Esta serie de desplantes hizo que tuviera más ganas de destruirlo. Empecé a recurrir a otros métodos, como agarrarlo en pleno vuelo con un puño, o juntar las palmas como si aplaudiera. A veces se posaba sobre alguna parte de mi cuerpo, y me obligaba a golpearme cada vez más dolorosamente, porque cada intento implicaba mayor decisión.
Quise recurrir a alguna herramienta, como un zapato, pero no servía. Un mosquito necesita ser matado con las manos. Los objetos contundentes son muy útiles para insectos grandes, como las cucarachas, pero no tienen la suficiente precisión en velocidad para matar a un mosquito, y menos a este mosquito acechante. El combate era personal: el mosquito y yo, sin armas, cada uno con su cuerpo y su estrategia.
A veces se iba hacia el cielorraso, y yo tenía que encontrar una silla, ponerla en posición y subirme para poder alcanzarlo, sin dejar de mirar dónde estaba. Cuando terminaba todo ese proceso, el mosquito con total serenidad se mudaba a otro sector del cielorraso, fuera de mi alcance, y me obligaba a hacer todo nuevamente.
Llegó un momento en el que decidí cambiar de estrategia. Quise darle confianza, ya no buscarlo con tanto celo, como para que pensara que me había dado por vencido. Así, cuando bajara la guardia, podría darle su merecido.
Lo miré con detenimiento, mientras me quedaba quieto. Siempre supe dónde estaba. El mosquito seguía moviéndose por las paredes y los techos. A veces me pasaba cerca, pero yo resistía la tentación de intentar aplastarlo en vuelo. Tenía que encontrar el momento justo para agarrarlo desprevenido.
Luego de unos minutos, el mosquito parecía cansado. Se movía con menos velocidad, hasta que encontró un lugar de reposo. Era mi oportunidad. Estaba sobre el vidrio de la ventana. Me acerqué sigilosamente y, para no dejarle escapatoria, le pegué al vidrio con gran fuerza.
Pero mi golpe fue tan fuerte que rompí el vidrio, y el vidrio rompió mi mano. Me produjo un gran corte. Me desangré ahí mismo, lentamente, mientras el mosquito, y un montón más que se habían quedado afuera, se hacían un festín.

El cuerdo

Había una vez un país en el que todos estaban locos menos una persona en particular. El no loco veía a los demás y reconocía su locura. Los otros pensaban que el loco era él. Estaban todos de acuerdo. Era la única cosa en la que estaban de acuerdo. En el resto, no podían entenderse, porque cada uno estaba en su propio mundo, porque todos estaban locos.
El cuerdo, entonces, tenía ventajas. Sabía aprovechar que los demás estaban locos. Como todos creían que el loco era él, era muy común que le siguieran la corriente. El cuerdo lo usaba a su favor, y obtenía toda clase de beneficios. Nunca pagaba una compra. Siempre le cedían los asientos. Muchas personas evitaban cruzarse en su camino para no incomodarlo.
Sin embargo, con el tiempo la situación se puso un poco más difícil. Los locos empezaron a considerarlo un peligro para la sociedad. Ignoraban que el peligro eran ellos mismos. Eso sólo lo sabía el cuerdo. Pero empezó a cundir un principio de consenso que indicaba que debían atrapar en alguna institución al que suponían loco. Esto habría sido muy fácil, de haberse podido coordinar entre sí.
Pero el cuerdo siempre les sacaba ventaja. Cuando intentaban apresarlo, apelaba a alguna estratagema que le permitía mantener su libertad. Sin embargo, su vida empezó a verse amenazada, porque los locos que lo creían loco peligroso eran peligrosos. Había llegado el momento de hacer algo.
Entonces, mediante sutiles maniobras, el cuerdo fue llevando a los locos a su lugar. De a poco, pero en forma sostenida, fue encerrándolos en distintos manicomios. A veces fingía dejarse apresar, sólo para que otros entraran con él y después lo vieran salir. Luego cerraba las puertas con llave, y dejaba que los locos se alimentaran de lo que cultivaban en los distintos manicomios.
Llegó un momento en el que logró su objetivo final. Todos los locos estuvieron protegidos de sí mismos, y la sociedad, que era sólo él, estuvo a salvo.

Coca natural

El otro día quise tomar un vaso de Coca-Cola. Entonces fui a la heladera y me serví. Pero se ve que esa botella recién llegaba, y la bebida no estaba fría, sino natural. Pero tomé el vaso de todos modos, y el sabor me resultó extrañamente familiar. Rápidamente me transportó, como la magdalena, a las fiestas infantiles de los ’80.
En esa época, al menos para mí, la Coca-Cola no era algo de todos los días (en realidad ahora tampoco). Se trataba de la bebida de los momentos excepcionales. Un cumpleaños era uno de ellos, y ameritaba la inversión en bebidas. Sin embargo, cuando uno va a la escuela y tiene alrededor de 25 compañeros, las fiestas infantiles se dan en un promedio de dos por mes, y es posible notar algunas regularidades.
Además de la Coca-Cola, el menú consiste en papas fritas, palitos salados, sánguches de miga, chizitos y maní japonés. Son pocas las fiestas que ofrecen algo distinto, y si eso llega a ocurrir es una decepción. Porque las fiestas de cumpleaños infantiles tienen una expectativa clara: ser los momentos adecuados para comer todas esas cosas.
La estructura básica de todas las fiestas es común. Hay mesas con estas delicias, y mucho tiempo para el juego. Tarde o temprano, algún adulto llama al orden y organiza actividades para que los chicos se entretengan, con más o menos éxito. A estas actividades, que son el momento en el que los niños se quedan más quietos, se las llama “animación”. Pueden consistir en juegos interactivos, en los que se armarán dos equipos que competirán por honor, o ser meros espectáculos. A mí me gustaba cuando traían un mago. Me parecía que los que hacían eso pensaban en nosotros.
Los animadores entregaban al final de la fiesta su tarjeta, para aquellos que desearan adquirir sus servicios. De esta manera, muchos se repetían, por reclamos de los niños o porque era fácil para los padres conseguir el dato. Y gracias a eso nos podíamos dar una idea de la calidad de la animación venidera cuando veíamos llegar a los animadores y nos dábamos cuenta de quiénes eran. Además de los magos, yo era parcial hacia los que tenían mayor despliegue técnico, y traían teclados electrónicos, luces y esas cosas. Por suerte, las máquinas de humo no se usaban a esa edad. Más tarde las padecí.
Siempre había pausas en las que se podía comer las distintas comidas. Si bien las papas fritas y similares permanecían en la mesa, en algunos casos aparecían más tarde platos más suculentos, como las empanadas copetín. Siempre había botellas de Coca-Cola o de 7-Up para reponer la bebida a los que se les terminara. Y siempre había un adulto cerca, dispuesto a servirla. Los vasos eran de plástico, lo que evitaba masacres con vidrios en el frenesí producido por la emoción de todos los presentes.
Los vasos eran todos iguales y estaban todos en la misma mesa. Se hacía necesario, por lo tanto, desarrollar estrategias para conservar el vaso propio. La experiencia ya había enseñado que a muchas personas no les importa y agarran cualquier vaso que esté cerca, lo que obliga a su legítimo propietario a buscar otro vaso, si es que hay, y volver a servirse.
Una estrategia era mantener el vaso en la mano. Pero traía severos problemas de movilidad. No era algo práctico. Otra era esconder el vaso en algún lugar poco accesible, por ejemplo en el baño, atrás de un árbol del jardín (si es que había). Eso tampoco daba buenos resultados. Lo mejor, en mi experiencia, era dejar el vaso colocado en un lugar remoto de la mesa, preferentemente contra la pared. De esta manera, sería poco accesible para quienes buscan lo cómodo, y fácilmente identificable para mí.
Y al encontrarlo, podría tomar otro vaso de gaseosa. La que, me doy cuenta ahora, en los cumpleaños siempre estaba natural. Si no, no me habrían venido todas estas cosas a la cabeza el otro día, al tomar un vaso de Coca-Cola sin refrigeración.

Mosquitos de frío

Algunos mosquitos se escapan del calor. Prefieren volar en los aires fríos, donde hay menos competencia. Más oferta y menos demanda. La sangre tiene siempre la misma temperatura. Y cuando hace frío, las personas están menos inclinadas a protegerse de los mosquitos.
Los mosquitos de frío, entonces, disfrutan de una abundancia que sus hermanos de calor no pueden imaginar. Esto implicaría que, al tener más comida y menos competencia, se deberían reproducir más y dejar más descendientes de frío. Pero no es así, porque además de tener poca competencia tienen pocas oportunidades de encontrar con quién engendrar nuevos mosquitos. Ocurre sólo ocasionalmente, manteniendo así su rareza.
El mosquito de frío es menos desesperado, más calculador. No necesita aprovechar cada oportunidad para alimentarse. Es, por lo tanto, más difícil de cazar. El humano que lo intente se sorprenderá por su destreza. Contribuyen a la dificultad la imprevisibilidad de ver un mosquito en climas fríos, sino también la falta de práctica de matar mosquitos en invierno.
Por el otro lado, la ausencia de competencia hace que sea fácil identificar a un mosquito en particular. El humano ensañado puede tener paciencia y esperar que se pose en algún lugar accesible, para asestar el golpe final, y acabar con una vida de placeres.

La presencia del moco

Está muy claro que está. A pesar de que al tacto no parece, puedo sentirlo. Tengo otro tacto en la nariz que me dice lo contrario de lo que los dedos pueden sentir. Y la nariz juega de local. Sabe lo que pasa por ella: es un paso. Si algo se atasca, se da cuenta y me pasa la información. Pero la nariz no tiene tantos elementos para decirme dónde está el atasco. Las tareas de precisión se las deja a los dedos, que para eso están y tienen el tamaño justo.
La interacción entre los dedos y las paredes de la nariz suele dar resultado. Siempre queda como nueva, y se puede rescatar un premio sustancial. Esta vez, sin embargo, no es así. El material retirado es respetable, pero queda la frustración de que hay más. Los dedos buscan, recorren ambas concavidades, palpan, se fijan si hay algún rincón que no habían revisado antes. No encuentran nada, y vuelven a salir a la luz con la frustración del fracaso.
Pensar que hay gente que puede deducir la presencia de planetas desconocidos, y encontrarlos mediante fórmulas matemáticas. Y yo no puedo encontrar un moco que tengo clavado en mi propia nariz. Me siento en la retaguardia de la humanidad. Sigo mi vida acompañado, moco y yo, hasta el momento en el que se dé a conocer.
Mientras tanto, la exploración continúa. Nunca termina. A veces se encuentran mocos nuevos, tal vez desprendimientos, hijos del moco elusivo. Hay angustia, porque el moco está. Existe el peligro de que sea absorbido en una respiración profunda durante la noche. Y si eso pasa, nunca saldrá, o saldrá pero no será identificado. Quedará la presencia del moco, aun en ausencia, recordándome que no pude con él.
Pero me queda la esperanza de que un día de éstos se produzca el momento que estoy esperando. El rescate. El moco asomará la cabeza, estará a mi alcance. Mis dedos lo agarrarán, se aferrarán a él y lo retirarán con cuidado. Ahí lo podré ver, y expresarle, al final del combate, que fue un digno oponente.