Sin título

Hay artistas que no ponen títulos a sus obras. Las lanzan al universo, sin ninguna pista sobre de qué se tratan más que la obra misma. Y algunos consumidores de arte, particularmente aquellos que leen epígrafes en los museos, encuentran esa costumbre desconcertante.

La ausencia de título hace más abstractas las obras abstractas. En estos casos, es posible que sea una postura deliberada de los artistas. Aquellos que miran un cuadro pensando en un título específico suelen ver algo distinto que los que no. No usar título libera al espectador de ataduras, y permite que la obra llegue intacta a su imaginación.

En casos como ésos, la falta de título es parte de la integridad artística de una obra, y por lo tanto se justifica. Pero hay otros casos, en los que el artista directamente no supo cómo titular su obra. Hay galerías enteras de arte perfectamente representativo que están compuestas sólo por obras intituladas.

Cabe preguntarse, entonces, cómo se hace para catalogar la obra de un artista que no titula las obras. Es necesario un trabajo de seguimiento para identificar cuál es cuál. Las galerías pueden vender obras sin título y luego recomprarlas sin darse cuenta, porque no hay un registro objetivo de cada una.

Para llevar a cabo ese inventario, hace falta la ayuda de académicos. Estudiosos que analicen la obra del autor y asignen, por ejemplo, un número cronológico a la obra, basándose en sus conocimientos exhaustivos sobre el artista. De esta manera, se puede estandarizar una obra como ha ocurrido con Mozart.

Por supuesto, al tratarse de disciplinas académicas, diferentes personas pueden tener opiniones divergentes. Se producen polémicas interminables, que se reproducen a lo largo de generaciones, que dan como resultado catálogos disímiles de la misma obra, al tener diferentes criterios de clasificación y de interpretación.

Todo esto podría ahorrarse si el artista se molestara en poner un título a cada obra. Pero gran cantidad de artistas no lo hacen. Y tal vez, intencionalmente o no, esas discusiones les sirvan para alcanzar la inmortalidad.

Periodismo Maldito: Los estudiantes eternos

¿Qué pensás hacer? es una pregunta que reciben mucho los estudiantes secundarios. La insistencia de esa pregunta causa que algunos se den cuenta de que la escuela se termina a los 18/19/20/21/22 años, y empiecen a pensar qué quieren hacer con su futuro. Y razonan que como lo que les gusta es el fútbol, estaría bueno hacer algo con eso.

Sin embargo, saben que no les da para ser futbolistas, porque en la mayoría de los casos tendrían que estar haciendo inferiores desde muy chicos. Tampoco quieren ser profesores de educación física, porque no tienen ningún interés en la actividad física. La idea está a punto de fracasar hasta que ven por televisión que existe una escuela de periodismo deportivo. Encima, esa escuela es dirigida por conocidos periodistas que hace mucho que trabajan en los medios con éxito. “Ésta es la mía”, se dicen, y cuando logran terminar el secundario se anotan.

En la facultad (o, mejor dicho, en la escuela de periodismo deportivo) les enseñan los rudimentos del trabajo. Pero el talento no se aprende en la escuela, sino que se lleva adentro. Por eso, la mejor manera de aprender a ser periodista deportivo es trabajar de eso. Y la escuela tiene diferentes maneras de lograrlo.

Una manera son las prácticas profesionales. El establecimiento cuenta con un estudio de televisión donde los aspirantes a periodistas deportivos pueden jugar a que están haciendo un programa. Previamente, les enseñan la regla de oro de la televisión: hay que evitar que el espectador cambie de canal. El corolario de esta regla de oro implica que es necesario anticipar lo que vendrá, dejar lo mejor para el final y hacer autobombo, de manera que el espectador piense que está mirando el mejor programa posible.

Los estudiantes aplican estas reglas y hacen sus programas de práctica, que como no salen al aire abundan en chistes internos, que son mayormente entendidos por los profesores. Todos quieren obtener buenas notas, porque saben que sólo los mejores tendrán la oportunidad de acompañar a los directores de su escuela en los distintos medios. Entonces cada estudiante hace autobombo no sólo del programa falso, sino de sí mismo. Cada uno quiere aparecer como el más capo, el que más sabe, el que mejor cumple las reglas de la televisión y del periodismo. Y, de paso, para tratar de ser los mejores de su clase, harán notar las imperfecciones de sus compañeros, así los profesores no sólo ven facilitado su trabajo, sino que se enteran de que el alumno en cuestión está atento.

Las reglas básicas del periodismo también les son explicadas. Es importante tener la primicia, es necesario lograr un título, una buena entrevista es la que consigue que el entrevistado diga lo que el periodista quiere, si no no sirve para nada. Entonces, cada vez que los estudiantes logran alguno de esos objetivos, lo hacen notar en las prácticas de cámara. “Profe, profe, vea lo que puedo hacer” no dicen, pero piensan.

Con el tiempo, los estudiantes consiguen su diploma: son, orgullosamente, periodistas deportivos. Algunos, como suponían, pasan a trabajar en los medios. No consiguen inmediatamente posiciones relevantes, pero tienen la oportunidad de trabajar de algo parecido a lo que les gusta y aplicar lo que aprendieron en la escuela de periodismo deportivo.

Luego de otro tiempo más, algunos ex-compañeros de la escuela de periodismo deportivo llegan a tener su propio programa de televisión. Es el sueño de una carrera. Sin embargo, en ese momento se produce un fenómeno curioso. Como durante toda su carrera trabajaron con los directores de su escuela, internamente todavía se consideran en etapa de aprendizaje. Y por eso se comportan como alumnos.

Entonces, en los programas de televisión tratan de cumplir todas las reglas que aprendieron en las prácticas, y también tratan de promoverse. Todos quieren tener primicias, pero antes de darlas es necesario anticipar su llegada para que el espectador no cambie de canal. Hacen gala de sus logros periodísticos, con la misma cara que ponen los alumnos de primaria cuando alguno de sus padres los ve en un acto escolar. Tiran chistes internos y hacen notar los defectos de sus compañeros, para que el profesor fantasma les obsequie una calificación mejor. No se animan a innovar mucho, ni a irse demasiado lejos de lo que les enseñaron en la escuela, porque no saben hacer otra cosa y les dura el miedo a una mala calificación.

De alguna manera, ellos creen que cumplir el sueño del programa propio los hace importantes. Sin embargo, fuera de su estudio nadie cree en ellos. Los espectadores encuentran ridículo su intento de hacer televisión, y los periodistas que no pasaron por esa escuela, cada vez más en minoría, se ríen de ellos. Algunos de estos periodistas experimentados (o figuras retiradas) que, para tener alguna voz autorizada, forman parte de su programa, tratan de no hacer muy evidente su opinión sobre aquellos ex-estudiantes.

Pero cada tanto sale alguna muestra de lo que realmente sienten. Retrucan algún comentario poco sagaz, corrigen algún dato erróneo o simplemente ponen cara. Y los destinatarios, antes de volver a las tareas aprendidas en la escuela, aceptan tácitamente la crítica con una sonrisa. Porque ellos lo saben mejor que nadie: no son periodistas de verdad. Son estudiantes eternos.