Una sola mano

Matar un mosquito es terminar con una vida. Es un ser que no existe más, aunque haya muchos otros prácticamente iguales. Matarlo es una medida drástica, sólo justificada porque es en defensa propia: los mosquitos pretenden disponer de nuestra sangre.
Pero hay que obrar con respeto. Tener en cuenta que los mosquitos son algo así como pares. Debemos rendir algún tipo de homenaje a su vida, que por más molesta que sea para nosotros, es una vida.
Los mosquitos habitualmente son ejecutados de un golpe seco. Un aplauso, o un contacto violento entre la palma de la mano y alguna superficie dura, como una pared o un cráneo. Debe aplicarse fuerza para lograr el objetivo de matar, y también que la muerte sea rápida: no queremos hacer sufrir al mosquito, ni a nadie.
En ocasiones, los mosquitos presentan dificultades. Vuelan cerca cuando una de las manos está ocupada, y es posible que el tiempo se termine antes de soltar con seguridad lo que la mano sostiene. Queda un solo recurso: acercar la mano libre al mosquito y cerrar el puño a su alrededor.
Este método es particularmente cruel e ineficaz. Es como aplaudir con una mano sola. No genera ninguna garantía de que haya suficiente fuerza para producir la muerte del mosquito. Quedará agonizando, sin capacidad de volar, pero moviéndose. Es menester, si se usa este método, dar el golpe de gracia lo antes posible.
Pero hay otra posibilidad: que el mosquito quede en un resquicio de la mano, en algún pliegue de la piel. En ese caso, huirá por el aire cuando el puño se abra, y contemplará a su fallido asesino como alguien poderoso e indigno, que ni siquiera estuvo dispuesto a dejar lo que estaba haciendo y usar las dos manos para producir la muerte de un semejante.