El sabor del estornudo

Puedo sentirlo. Se viene un estornudo. Me está trepando, pronto se expulsará a sí mismo, como un torrente, como un géiser. Sólo puedo saber que está ahí, en algún lugar de mi cuerpo. No tengo forma de conocer el momento exacto de la explosión hasta justo antes. Tampoco sé qué clase de estornudo será.
Tal vez sea un achís, un poco infantil, un poco vergonzoso para un adulto como yo. O peor, un achí apocopado.
Espero que sea un atchús. Es el más completo, el que más ejercicio da a los músculos, el más duradero y el que mejor dirige las sustancias expulsadas. El problema es que me coloco la mano sobre la boca para evitar desparramos, y la mano tiene un efecto castrador sobre lo que está por ocurrir. Entonces aparece un achú, la forma anglosajona abreviada.
Por suerte no hay nadie, y por eso no tengo que disimularlo haciéndolo silencioso. Así se cumple todo lo que en teoría debe ocurrir, pero no tiene sabor, no se disfruta tanto como un estornudo estruendoso. Es como un matrimonio a distancia, por poder, que legalmente es válido pero no tiene nada de emocionante.
Tampoco sé si el estornudo terminará por concretarse. Puede ser una falsa alarma, o un aborto frustrante. Un estornudo que quedará alojado en algún hueco hasta que logre escapar sin advertencia, tal vez hoy, tal vez el año que viene. Si eso ocurre, persistirá la frustración de no haberlo podido sacar. Y eso no me gusta. Así que, ahora que lo veo venir y me doy cuenta de que está al alcance, voy a quedarme bien quieto, esperándolo, para no perderme ningún detalle.